Como una caja de música que toca la misma melodía cada vez que se le da cuerda, recordaba su vagar sin rumbo por las calles de Chicago. ¿Quién, quién le había burlado?… Richard Wotton, no. Disfrazado de arqueólogo de mentirijillas, bajo el nombre de Ray Salcedo, ni siquiera supo lo de la «Vuelta del Mico», accidente del que Peifer salió con el cráneo fracturado, y si lo supo no le dio importancia, ocupado como andaba en preparar lo suyo: el informe que echó por tierra sus planes anexionistas. Y luego, esa especie de acertijo, en que su hija aparece embarazada.
Esto ocurre una sola vez. Nadie le detuvo. Había vuelto al asfalto, arrastrando los pies, envejecido de cansancio, minúsculo, arácnido. entre los rascacielos, entre las ruedas de los vehículos y las olas del Gran Lago, que de la orilla regresaban atemorizadas por el fragor de la urbe gigantesca.
Violentamente salió de lo profundo de su recuerdo. Tantas calles había dejado atrás y tantas más le faltaban que titubeaba entre seguir y detenerse, como un perro perdido. Hierro, carbón, cereales, pieles, carnes, y él con su barba de niebla.
Ocurre una sola vez que uno se pierde y no se encuentra más.
Salió de su recuerdo; tras doblar el cabo de un suspiro y preguntó a don Herbert:
– ¿Qué masca, míster Krill?
– Pedacitos de pistacho… Se me hace tarde… Tengo una cita en el «club»… Habrá visto usted que para no ser menos que la «Frutamiel» mantenemos la campaña en favor de la guerra en los diarios… -se marchaba masticando y hablando-…El mundo no tiene arreglo, mi buen amigo, pagamos a los periódicos anuncios de arados, máquinas de coser, bombas hidráulicas, biberones y muñecas, y con esos anuncios de elementos que sirven o alegran la vida, porque también anunciamos pianos, bandoneones, guitarras, cubrimos el costo de las pulgadas que ocupa nuestra propaganda en favor de la guerra, en forma de noticias, comentarios, caricaturas…
Al salir, casi en la puerta, volvió por el jardín patinando sobre sus numerosos callos, encontróse con Boby y Pío Adelaido que le saludaron al pasar.
– A éste le llama papá «el judío errante»… -dijo Boby al oído de su amigo, y ya entrando en casa-: Es una lástima que no puedas venir con nosotros hoy a la tarde al Cerro. Vamos a jugar una guerra padre, de muchos contra muchos; toda la plebe se va a dividir en dos partidos, para echar piedra… A mí las que me gustan son esas lajitas chatas, redonditas, de este tamaño -e hizo un círculo de argolla abierto con su pulgar e índice-; agarran una fuerza que para qué te digo y zúmmm…, zúmmm…, hacen al salir de la mano, y una puntería si se les echa saliva.
El paseo fue ir al trote por todos lados. Boby quería presentarle a sus amigos. «Son mis amigos», le repetía a cada paso. Y eso era muy importante, que fueran sus amigos. Y como eran sus amigos, iban a ser amigos de Pío Adelaido, para que éste les contara cómo era allá en la costa. Le harían muchas preguntas y tendría que contestarles, inventar, si no sabía, pero no quedarse callado. «El que calla es muerto, viejo; en nuestras leyes así es, es la ley de la pandilla; el que no tiene cabeza para inventar si no sabe, es anestesiado de un izquierdazo, y al caer se le deja por cadáver. Por eso, cuando te pregunten, por ejemplo, si en la costa hay culebras, vos contales que hay por montones y si te preguntan de qué tamaño, cuidado te vas a quedar corto, porque si no tienen por lo menos veinte metros, van a creer que son lombrices…»
Pero no lograron ver a los amigos. Andaban en sus escuelas y colegios. Apenas el Chelón Mancilla estaba en la puerta de su casa. Había tomado purgante y no tenía ganas de hablar. A la tarde sería distinto y ya estaban citados para «jugar guerra», en el Cerrito. Boby, según le explicó, no estaba en ningún colegio, porque se lo iban a llevar a los United States. Quería ser aviador. Aviador civil.
– ¿Cuántos terneros tiene tu papá? -le preguntó Boby.
– Como trescientos serán -le contestó Pío Adelaido.
Boby se indignó:
– ¡Ah! -le dijo-, no exageres conmigo, yo te dije que inventaras, pero ¡cómo vas a tener trescientos hermanos!
– ¡Ah, hermanos!
– Sí, viejo; hermanos. Es que nosotros a los hermanos les llamamos terneros en la pandilla, y a las mamas, vacas, y a los papas, bueyes…
– Pero los bueyes no dan terneros -rectificó Adelaido-, y ahí eres tú el que me estás exagerando.
– En la costa tal vez no, porque hay toros, pero aquí les llamamos bueyes a los papas, y ellos son los que dan los terneros. ¿Cuántos hermanos tienes?
– Cuatro… Ahora, primos tengo un montón… Yo soy el más grande de todos mis hermanos… De mis primos hay otros más grandes, hijos de mi tío Juan…
Bebieron agua. Tres vasos de agua cada uno. La panza les sonaba como tambor de cristal.
– Lo de a chipé sería que te fueras con nosotros a la costa. Allá es otra cosa, tú.
– Hace un calor bárbaro…
– Hace un calor bárbaro, pero no es como aquí, todo tan encerrado, tan frío, tan triste…
– Si tu papá le pide permiso al viejo tal vez me suelte. A mí me gustaría conocer allá, y luego que con tus primos y otros muchachos formaríamos un equipo de baseball…
– Y jugaríamos guerra…
– Ya vas a ver cómo será la cosa esta tarde en el Cerro. No es así no más, no estés creyendo; es bravo… Pero ya lo creo que sería suave organizar una guerra en la costa.
Y al detenerse el automóvil frente a la puerta del hotel, Boby exclamó:
– ¡Suave la vida!
El papá de Pío Adelaido estaba en el hall con visita. Así les informaron en la portería. Pero qué visita, era el teniente de allá con ellos.
– Es visita -le dijo Boby, que entró a saludar al señor Lucero y por aquello de la invitación para ir a la costa, si Lucero se lo pedía a su abuelo con seguridad que le daba permiso-, es visita aunque sea de allá de la costa.
– Bueno, pues es visita… -le contestó Pío Adelaido braceando para tener valor de atravesar el hall lleno de gente y de plantas sembradas en grandes macetones.
Boby se adelantó a saludar a don Lino, el cual departía con el teniente Pedro Domingo Salomé, y a pedirle que le diera licencia a Pío Adelaido para salir con él por la tarde, después del almuerzo.
– Siempre que él quiera… -contestó Lucero.
– ¡Gracias! -aceptó Pío Adelaida-, tú pasas por mí y salimos.
Boby se despidió y entonces se dio cuenta de que no se había quitado la gorra al entrar, una gorra de beisbolero con la visera larga y terminada en punta, como cucharón.
– Se queda con nosotros y almuerza -insistió Lucero ante las negativas del teniente-. Pío Adelaido va a subir a la habitación mientras nosotros nos tomamos otro whisky. Hijo, pedí la llave, vas al cuarto y me bajas esas pastillas que estoy tomando.
Y al retirarse el chico que marchó braceando para darse valor -cómo se le hacía interminable aquel hall lleno de gente-, Lucero golpeó con unas cuantas palmadas efusivas la pierna del oficial mientras decía:
– Pues qué bueno, qué bueno, que lo hayan ascendido. Así se llega, mi amigo, así se llega.
– Si viera, don Lino, que estoy pensando pedir la baja.
– ¿La baja cuando va para arriba?… Vamos al comedor… -se puso de pie Lucero e hizo levantarse al invitado-. Un rico vino para celebrar el ascenso. ¿Cerveza?… No… Nada de cerveza en las grandes ocasiones. Quiero decir que ahora es usted capitán.
– A propósito de lo que le decía -siguió Salomé-, quiero pedir mi baja -cuando pasen estas bullas, no sea que se crean que es por no ir a la guerra-, para comprar unos terrenitos por allá con usted y sembrar bananos.
– Todo se puede, pero no deje la carrera de las armas. Mejor los galones que sembrar bananos. A los militares les pagan hasta por escupir, y su estrella va para arriba.
– Y este jovencito, ¿qué hace? -preguntó el nuevo capitán al muchacho que volvía con el remedio para su papá, después de haber tenido que cruzar otra vez el hall.
– Fui con Boby Trompson a visitar a sus amigos. No los encontramos. Sólo pasamos frente a sus casas.
– Paseo de cartero fue ése, mi hijito. Lo que es ser muchacho, capitán. Conformarse con pasar por delante de las casas de los amigos. La amistad no existe entre los muchachos de esta edad, es más enamoramiento; ¿no se ha fijado usted?…
– No, si no pasamos así como usted dice, papá. Nos parábamos un buen rato y Boby les silbaba, para ver si estaban.
Terminado el almuerzo, Pío Adelaido subió a la habitación a dar una ojeada a los regalos que su papá había comprado para sus hermanos, para su mamá, para sus primos, para sus tíos. Regalos y encargos. Y Lucero y el capitán se apoltronaron en dos sillones del hall. Otra vez tuvo que cruzar el dilatado salón, ya con poca gente, el muchacho delgado y cabezón, a quien inquietaba, como una cosquillita bajo la lengua, la idea de la guerra en el Cerrito.
Salomé aceptó una copa de plus cacao, Lucero pidió coñac y encendieron dos puros.
– ¿Y qué hay de cierto en todo eso del submarino japonés y el telegrafista? -interrogó Lucero, mientras en la copa de coñac hundía apenas el extremo del puro, antes de encenderlo, ya para asegurárselo en la boca, donde se lo puso, y lo rodó entre sus dientes medio cerrados.
– ¡Pobre muchacho!
– Hoy me decían, capitán, no sé si usted sabe algo, que en la carta que dejó confesaba que un alto empleado de la Compañía le entregaba sumas considerables de dinero, para que transmitiera esos mensajes comprometedores.