– Pero si la patria para Macario…
– ¡Atención, Mac! ¡Mac Heitan!
– ¡Macario, si así se llama! Si la patria para Macario pasó de moda, no puede ser que haya olvidado las enseñanzas del que le dejó la fortuna que lo hizo gente… ¡Qué diablos!…
– ¡El chiflado más grande que ha calentado el sol!
– Dificulto, doctor Larios, que si estuviéramos en otra parte y no en su casa, le permitiera yo hablar así de Lester Mead.
– Le pido excusas. Creí que usted lo despreciaba, como lo despreciaban Mac, sus hermanos y Cojubul.
– ¿Lo desprecian, dice usted?
– Sí, cuentan que él y la mujer eran desequilibrados, amigos de enredar las cosas, turbulentos. Pero eso ya pasó, y lo que Mac y Cojubul quieren, como lo queremos todos, es que la «Frutamiel Company» absorba las acciones de la «Tropical Platanera, S. A.», que se ha vuelto vieja y comodona, y pase a operar aquí con nosotros, ¿comprende?… La «Frutamiel Company» es un brazo de la Compañía, con más vigor que la «Tropical Platanera», ¿comprende?… Mientras aquí nos cobran hasta por suspirar, allá la «Frutamiel» ha conseguido que le perdonen impuestos por nueve millones de dólares al año, y como ya le van perdonando más de diez años, haga la cuenta: cerca de cien millones de dólares a repartirse entre los accionistas, ¿comprende?… ¡Eso es estar en un país como se debe estar! Termínese su whisky. Aquí con la «Tropical Platanera» empezamos bien, nos regalaron los ferrocarriles, nos los comprarán dentro de noventa y nueve años, nos regalaron los muelles, pero ahora vamos de mal en peor. Por eso conviene que llegue a la Presidencia de la Compañía un hombre de la «Frutamiel Company», que por bien o por mal, con la guerra o con el fallo del tribunal arbitral, todas las plantaciones que tenemos aquí pasen al dominio de la «Frutamiel», al ganarse para los de aquel lado esa franja de terreno en disputa. Así tendremos las mismas prerrogativas todos. ¿Está usted cansado?…
– Un poco. Siempre que uno sube a la costa, se cansa.
– Es la altura.
– Sí, la verdad es que no me siento bien.
– ¿Qué resuelve de la carta?… Debe resolver para que yo le conteste a Mac si podemos contar con el voto de ustedes. Caso de ser así, en pacto de caballero estoy autorizado a confiarle el nombre de nuestro candidato.
– ¿No es el señor Maker Thompson? -indagó Lucero. Tenía la sospecha de que este hombre estuviera jugando a dos cartas, y su corazón latió a toda prisa al formular la pregunta.
– De ninguna manera… ¡Pobre el «Papa Verde»; ya está para el tigre! Nuestro candidato es hombre de garra.
Lucero respiró aliviado, satisfacción que disimuló echando la cabeza hacia atrás al tiempo de alzar el vaso pegado a sus labios. El hielo con saborcito a whísky bajó a darle un beso.
– Hacemos el pacto de caballeros y en seguida le digo el nombre.
– No, doctor Larios.
– En ese caso, es elemental que usted me dé su palabra de honor de que esta conversación quedará entre nosotros.
– De eso, doctor Larios, esté usted seguro con y sin palabra. Me daría vergüenza referir lo que dice esta carta y lo que he oído de sus labios. ¿Qué clase de hombre es éste -se preguntarían las personas a quienes yo se lo contara- que dejó sin castigo al que le invitaba a traicionar a su patria, al que vejó la memoria de los esposos Lester Mead y Leland Foster en su presencia?
– Si es garantía de silencio, tómelo a la tremenda, señor Lucero, pero no hay traición a la patria, no hay traición a la patria, déjeme hablar, espere que termine: las tierras fronterizas que se disputan ambos países, no son de ninguna patria, no son ni de aquí ni de allá, son de la Compañía, de la «Tropical Platanera», hasta ahora, y mañana de la «Frutamiel Company», si es que ganamos el asunto. No hay cuestión de patrias, no hay cuestión de límites, así como usted lo ve, porque es poco práctico. Esas tierras, esa franja que se disputa en la frontera, son propiedad de la Compañía, y la lucha no es entre patrias, sino entre dos grupos inversionistas poderosos…
– ¿Y entonces por qué se habla de guerra?
– Ese es otro cantar… Hay algunos interesados en vender armas y se aprovecha un poco la ocasión de calentar la pólvora. Se hace bulla, mucha bulla. Los periódicos hablan del asunto todos los días y en todos los tonos, pero por negocio, no por otra cosa. Los tontos son los que dramatizan el problema hablando de morir por la patria, de exhalar el último suspiro al pie de la bandera, defender el suelo sagrado hasta la última gota de sangre… Tonterías… Puras tonterías, porque al fin y al cabo, si hay guerra, se van a matar por matarse, pues no van a defender nada, porque nada es de ellos. Triunfen los de aquí o triunfen los de allá, el territorio en disputa no va a cambiar de dueño; si triunfan los de allá, seguirá siendo nuestro con la «Frutamiel Company», y si al contrario, el ejército victorioso es el de aquí, seguirá siendo nuestro con la «Tropical Platanera».
– A mal palo se arrima, doctor Larios, si me quiere convencer, y lo único que puede pasar es que terminemos mal.
– ¿Por qué, si no es pleito, sino negocio? A un inversionista no le son indiferentes las ganancias, las utilidades, su prosperidad. ¿Un cigarrillo?… Los yanquis tienen una palabra que define esta época: «prosperity»… «Prosperity», para mí, quiere decir prosperen los que están prósperos y los demás que se joroben. El hombre moderno no tiene más patria que la «prosperity»; yo nací en la tierra de los lagos, pero soy ciudadano de esa patria que se llama la prosperidad, el bienestar. Uno, uno es el que debe estar bien; pero nos estamos yendo por los cerros del Merendón y conviene definir las cosas.
– Nada falta por definir, doctor Larios; mi respuesta ha sido clara. No votaremos en nada que pueda favorecer los planes de la «Frutamiel».
– Pero pueden abstenerse de votar, votar en blanco…
Lucero no contestó. Dirigióse hacia la puerta que comunicaba el consultorio con el resto de la casa. Su espalda era bastante respuesta. Larios quiso detenerlo.
– No, doctor, usted se ha confundido -y le zafó el brazo que aquél le había tomado, como si le asqueara su contacto.
– ¿Desde cuándo usted por acá? ¡Qué gusto verlo! -le salió al paso a Lucero una vieja amiga de su esposa, acabando con el forcejeo que traía con el doctor Larios-. Venga, le voy a presentar a unos amigos. A mi esposo sí lo conoce. Les presento a uno de los famosos herederos de la costa, es de los millonarios que no agarraron para el extranjero. Sólo de usted hemos estado hablando. Le deben haber ardido las orejas.
– No sé cómo hay personas de posibles que vivan aquí… -comentó con la voz lánguida una dama de piel blanca, vestida de negro, con un lunar más negro en la cara, junto a la boca, por el refuerzo de pintura que ella le ponía hasta hacerlo aparecer como un momotombito de luto. Un poeta de su tierra le dijo alguna vez con voz de conjurado: «Tu lunar, momotombo de luto…»
– Doña Margarita es de la tierra del doctor Larios -explicó la que hacía las presentaciones, viuda de un diplomático.
– De un gran diplomático… -dijo la viuda suspirando, al tiempo de pasar un pañuelito de encajes por su bella nariz de estatua griega, con el momotombo de luto en la mejilla pálida.
– Y cuénteme, Lucero. ¿Cómo está la Cruz? Hace tanto que no la veo… Yo creí que se iban a trasladar a la capital, porque eso de quedarse viviendo como pobres en la costa…
– Como pobres no vivirán -intervino el esposo, hombre de anteojos de carey, cuello alto, duro, y cabeza calva, con el poco pelo que le quedaba repartido en préstamos, como una tela de araña; tan parecido a una tela de araña, que él se vanagloriaba de que los calvos que llevaban así el cabello, no los molestaban ni las moscas, porque temían quedar presas.
– El es el que debe venir a la capital muy a menudo… -dejó ir doña Margarita las palabras como si las empujara con los ojos, como si las golpeara con sus pupilas negras que suspendió, oblicuas, rientes entre sus párpados de largas pestañas.
– Vengo cuando los negocios lo requieren, pero casi siempre de entrada por salida. No se halla uno a estar lejos de la casa.
– ¿Y ahora vino solo? Le voy a mandar a decir a la Cruz que qué es eso de estarlo dejando venir solo. Un hombre con los millones que usted tiene es una tentación. Gracias a Dios que ya nosotras somos casadas. ¡Ah, pero doña Margarita es viuda!… ¡Aquí tiene usted una viudita linda!
– No vengo nunca solo. Ahora vine con el mayorcito.
– Por lo menos a él sí lo van a mandar fuera -atizó la viuda-. Vivir donde la vida es vida, y no en estos pueblos donde sólo se vegeta. Yo como con mi marido me acostumbré a no ver necesidades… Vivíamos en Washington. La legación tenía una casa toda rodeada de almendros. Unas flores que ni soñadas…
– Bueno, pues ya soñó y despertó -dijo el calvo, mientras los sirvientes repartían tazas de consommé frío, preludio de la cena que les esperaba.
– Y no pierdo la esperanza de volverme a dormir, de marcharme al extranjero. Uno cuando está fuera de su país está como soñando cosas bellas, gratas impresiones.
– Verdaderas preciosuras, en una palabra -intervino la esposa del calvo, sin probar el consommé.
– ¿No lo toma? -inquirió Lucero.
– Me gusta, pero mejor que se lo tome mi marido. De dos que se quieren bien con uno que coma basta. Y a mí no me gusta el caldo helado. Ese es moda nueva. A mí las cosas calientes. El calor es vida.
– Véngase conmigo a la costa, entonces.
– Pero no ese calor… Mejor me voy al infierno…
– Es más alegre que el cielo -dijo el calvo; entre los dientes le brillaban los pedacitos verdes de las aceitunas que mascaba.
– No me contestó, señor Lucero, si piensa mandar a su muchacho a estudiar fuera. Se lo pregunto, porque me interesaría recomendarle a una persona que se ocupa, como encargada, de chicos que van a los institutos, escuelas, universidades.
– Más tarde, sí. Por ahora, no. Primero tiene que enraizar en su tierra. Los que salen muy niños ni enraizan aquí ni enraizan por «ái». Se quedan como esas plantas sin vida, de hojas bonitas, que se pintan de dorado para que sirvan de adorno. No quiero que mi hijo sea planta de adorno, como tanto niño rico. Y allí viene, aquí lo tienen ustedes. Pío Adelaido Lucero, se los presento…