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– No me puedo comprometer. Tenemos emprendidos con mis hermanos además del banano, otros cultivos: tronela, té de limón…, y la fábrica de harina de plátano; pero la idea no es mala: meterle ganado a una propiedad en la costa… ¡Todo ganado, la palabra lo dice!

– ¿Usted sabe lo que eso significa con mi poder y su dinero en juego? Y en cuanto a las quejas de la Com pañía, trataré de poner sordina a todo lo que dicen contra usted, contra usted y sus hermanos. De esta conversación depende que le quede la ciudad por la cárcel.

– A la «Tropicaltanera» hay que exigirle que cumpla las leyes del país. Eso es todo.

– Del diente al labio la palabra, amigo Lucero, pero del diente al galillo la necesidad. Fácil es hablar, gastar saliva, pero no es tan fácil llenarse la barriga. Si Dios, tras el hermoso don de la palabra, no deja el vacío de la necesidad, el hombre no ladraría, sino hablaría. Su inspiración es hablar, pero su instinto no lo deja y por eso ladra, ladra para que le tiren el pan de cada día los que lo tienen, los poderosos.

– Pero, algún día, en lugar de ladrar, morderá.

– Además, dirá usted. Que algún día además de ladrar muerda es muy posible, aunque sólo sea para confirmar la regla de que chucho que ladra no muerde…

– Que se atengan al Santo…

– Lo mejor, mi amigo, y vamos a ser socios, es hacerse de la vista gorda o… ¿cree usted que los funcionarios no estamos al tanto de todas las barbaridades que hacen?… Sin ir muy lejos, ayer recogí de las manos de una anciana moribunda… Véngase por acá, le voy a mostrar; véngase para que vea; aquí guardo en este cajón los fajos de billetes que le pagaron al telegrafista que se mató en la costa, a cambio de no sé qué mensajes que estuvo transmitiendo a unos submarinos. Se vendió para que su anciana madre tuviera con qué irse a operar a Norteamérica de un terrible tumor que ni la mata ni la deja vivir. ¿Cree usted, amigo Lucero, que antes de sobornar al telegrafista no indagaron que Camey, hijo único, le profesaba a la madre un amor casi de amante? A instancias del hijo, la señora bajó a la costa y se puso en manos de los médicos de la Compañía. ¿Qué le quedaba al infeliz cuando la vieja tuvo que devolverse a la capital con la trágica disyuntiva de operarse en los Estados Unidos o morir?

Levantó un rollo de green-backs tan pesados como el pedazo muerto de una faja de polea, exclamando: «¡Con esto se mueve el mundo y dichoso usted que heredó más de un millón de dólares!»

– ¡Y un millón de ideas! Los Lucero no aceptamos la herencia como nuestros ex socios, a beneficio de inventario.

– Esos supieron hacerla. Cerraron la biblia que les enseñaba el míster ese, y se fueron a vivir de sus rentas. Las profecías se quedan para los pobres y los chiflados como ustedes, perdóneme la confianza, que creen que el mundo va a cambiar… Por fortuna para ustedes, el viento fuerte se llevó al profeta y a su esposa…

– Pero en nuestros corazones quedó el viento fuerte que barrerá con la «Tropicaltanera» y cuanto de injusticia representa…

– No quiero dejarle la ciudad por cárcel, pero, mi amigo, cállese, cállese siquiera mientras se resuelve este asunto de límites que nos tiene al borde de la guerra.

– Eso es aparte; que por el momento nos callemos, le doy mi palabra, sin que ello signifique renunciar a la lucha en el futuro. Y lucha no en el sentido de violencia, pues ése fue el triunfo de Lester Mead y su esposa, resistir por medios pacíficos a la inmensa Compañía, porque es todopoderosa…

– Como todo lo de nuestros «primitos» del Norte.

– También quiero decirle que no es por temor a que la capital me quede por cárcel -el que nada debe…-, sino el convencimiento que tengo de que entre la «Tropical Platanera» y la «Frutamiel Company», aunque las dos son malas, es peor la «Frutamiel». El conflicto de límites es simplemente un conflicto bananero y si no apoyamos a la «Tropicaltanera», la «Frutamiel» se queda con las plantaciones que hay en el territorio en disputa, y nos lleva… perdone el consonante…

Lucero se preparaba para despedirse.

– No sería malo, y de mi parte voy a informar que conversé con usted y que me dio su palabra de honor de evitar toda cuestión con la Compañía, mientras se resuelve el asunto de límites. Pero no creo que sea tan «peor» la «Frutamiel». Mi dentista opina que es de lo mejorcito, tal vez lo conoce usted, el doctor Larios.

– Anoche estuve en su casa, daba una fiesta.

– ¿Y no se habló del asunto límites?

– Indirectamente…

Lucero guardó sus pensamientos al estrechar la menuda mano cobriza del jefe de policía.

– Te pasamos jalando por si quieres venir con nosotros a conocer el «Llano del Cuadro»; es nuestro campo de base-ball -dijo Boby Thompson a Pío Adelaido Lucero, al dejar la puerta del hotel-; éste se capeó del colegio, no fue a clase con tal de acompañarnos.

– ¡Calla, vos, gringo, no lo digas tan recio! -le reclamó Fluvio Lima, quien llevaba del brazo a Pío Adelaido. Bajo la camisa, sostenidos por el cinturón, sobre el estómago, escondía Lima dos cuadernos y un libro de aritmética-. Lo fregado es que si vamos por el «Llano del Cuadro» mi tío Reginaldo me puede mirujear y para qué quise más… -dijo como pidiendo consejo a Boby.

– A estas horas ya salió para su oficina; corres más riesgo por estas calles céntricas.

– Mejor no vamos por el «Llano del Cuadro», vamos a pasear por cualquier otra parte que no sea por allí… No seas tapa, vos, Boby, porque en la casa, si no está mi tío, si mi tío ya se fue para la oficina está la Sabina que es peor.

– Lo mejor -indicó Boby quitándose la gorra para rascarse el cabello rubio sin aflojar el paso- es ir al «Llano del Cuadro», y no esconderte de la Sabina. Si querés vamos y la saludamos directamente.

– ¡Por Papo!

– ¿Por qué, por Papo? Si te ve queriéndole zafar el bulto en el acto va a pensar que te andas capeando del colegio; si vamos a la casa y la saludas tranquilamente piensa que andas con permiso de tu tata y no dice nada.

– Boby tiene razón… -dijo Pío Adelaido, cuyo callar de niño campesino dejaba largo espacio a los compañeritos de la capital para el retozo de la verba.

– Vamos a hacer una cosa, muchachos -se animó Lima-, si nos ve la Sabina, nos acercamos a la casa, como si tal cosa, para que no entre en sospechas de que no fui al colegio, pero si no anda por allí mejor me hago el sapo.

Ya estaban sobre la sábana verde del llano rodeado de casas blancas, azules, rosadas, cercas con flores rojas, amarillas, y trechos donde no había ni casas ni cercas, sino el horizonte con sus montañas en sucesivas cadenas andinas. Un poco de color del humo que subía de las cocinas el de estas montañas celestes. Sanates y palomas revoloteaban sobre los techos. Un puño de zopilotes picoteaban una cabeza de caballo, ya el ojo afuera, los dientes sucios de sangre seca.

– Aquí les presento -vino al encuentro de ellos el Chelón Mancilla- al tío de Fluvio… -y señaló al caballo.

– No vengas con esas bromas desde tan temprano, Chelón, que ya me estás cargando.

– Si no es broma, es verídico…

– ¡ La Sabina!… -gritó Boby.

Fluvio hubiera querido que se lo tragara la tierra. La vieja asomada a la puerta, con la mano en la frente para hacer visera, escudriñaba quiénes andaban en el llano un día de trabajo y tan sin pena. Un querer alcanzar a ver sosegado, para no partir con la primera.

– ¡Bruto, para qué te estás escondiendo! -le sopló Boby-. ¡Yo que vos me acercaba a la casa, con el pretexto de pedirle agua!

– Tal vez no me ha visto y me da tiempo a zafarme…

– En lo que estás vos… -exclamó Boby.

– Entonces acompáñenme todos y se echan a conversar con ella. Hay que hablarle de santos de las iglesias, y de las procesiones.

La Sabina, aculada a la puerta de la calle, les saludó.

– ¿Cómo le va?… -es decir, sólo saludó al niño Fluvio-. Hoy como no hubo colegio… Ya le voy a dar la queja a su mamá que sólo viene a estarse dapeando con este montón de vagos…

– Dieron feriado… -Fluvio hablaba con bastante aplomo, no obstante las risitas de Boby y de Chelón.

– ¿Y por qué dieron feriado? ¿Qué es eso los señores maistros de escuela? Ya por todo dan feriado. ¿Es que ellos tampoco quieren trabajar? ¡Vergüenza les debía dar!

– Dieron feriado por ser el día de San…

– …Patricio -ayudó Boby.

– ¡Pa…tridas las que tiene usted, niño! Todos los así como extranjeros tienen unas semejantes patas…

Hasta Pío Adelaido coreó la carcajada. El gringo, más rojo que una remolacha, trataba de esconder sus enormes zapatos.

– Y este color miltonante, ¿de dónde sale? -se dirigió a Fluvio para recabar quién era Lucero.

– De la costa, niña Sabina -contestó Mancilla.

– ¿De cuál costa?… Perdónenme que sea tan preguntona, pero me interesa.

– De la costa Sur… -aclaró Pío Adelaido.

– ¿Lejos queda eso?

– Se va en el tren…

– Yo no sé, pero mientras más progreso hay, más lejos queda todo. Me interesa porque la señora Venancia de Camey es madre de un muchacho que se suicidio por allí, por la costa Sur…

– ¡Ah, ya sé! -dijo Adelaido, contento de poder informar a la niña Sabina de la muerte del telegrafista, haciéndose admirar por sus compañeros.

– Así se van sabiendo las cosas -ronroneó la vieja; sobre su vientre de soltera abultado bajo la enagua, apoyó sus manos flacas, casi de madera.

– Se llamaba Polo Camey, un bajito él, muy simpático, y que en la casa decían que parecía ardilla loca. Era el telegrafista. Siempre que estaba con el dedo en la maquinita transmitiendo algún mensaje, masticaba copal, y alternaba la taca, taca, taca del dedo, con chaca, chaca, chaca del chicle.

– ¿Y por qué dicen que se mató?

– Por mula… dijo mi tío Juan.

– ¡Tenga respeto…, es una malcriadez tratar así a una persona que ya está juzgada por Dios!

Pío Adelaido guardó silencio, atemorizado, y el brazo del gringo Thompson, apoyado en su hombro, vino a devolverle el aplomo.

– ¡Vamonos! -ordenó el gringo.

– Espere -dijo la vieja Sabina-; ya que como en el llano se les fuera acabar y no fuera poder fugar más, antes de que se vayan quería preguntarle a este niño si fue verdad lo que cuentan de que el hijo de la señora Venancia estaba en entendimiento con los japoneses. ¿Fue verdad eso o son mentiras?