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– ¿Con los japoneses? -dudó, preguntando Pío Adelaido.

– Sí, ya lo creo -intervino Boby-, parece que les vendía los secretos.

– Pobrecita su señora madre…, algo de eso le han contado: por eso es bueno que ustedes se porten bien, que el que mal anda mal acaba, y dime con quién andas…

Ya esto lo decía por Fluvio, cuando todos íbanse alejando hacia el centro del campo, y ella, tras dar un jalón a la puerta para cerrarla, la empujaba para ver si quedaba bien segura, sin dejar de repetir:

– …dime con quién andas… ¡Pobre la señora Venancia!… ¡Pobre la señora Venancia!…, en la prosperidá que estaba…, el hijo ganaba bien…, la casa de alquiler por cobrarle algo, pues casi regalado vivía ella…, pero todo le vino del tumor, de ese tumor maligno… Mejor se hubiera muerto. Hay males de los que una no se debe querer curar porque son los males de su muerte, de su propia muerte; dejar que sigan su curso y que la agonien a una y se la lleven, que para eso son los males, para llevarse a muchos de los que salimos sobrando… ¡Ah, pero los médicos!… Los médicos no son como antes; los médicos de ahora quieren curarlo todo sin ser Dios, sólo porque han estudiado y por cobrar. ¡Son de «pisteros»!… Pero una cosa es el estudio y otra cosa es ser Dios… Y empezaron que operación, que indecciones de veneno de culebra, que rayos eléctricos, que piedra radium, todo lo que el demonio inventó para que el mortal viva más tiempo de lo que precisa y peque más y más corriendo que andando se vaya de cabeza al infierno… Sólo que en este caso el castigo fue para el hijo, el rayo le cayó al ser que ella más quería… Vieja mi compañera…, ah cosa… A mí no me den viejo que no se quiera morir, porque es la peor calamidad en las familias… Ya cuando una está propicia al camposanto, no hay más que voltear el catre para la pared y con un ¡Jesús me ampare!, cerrar los ojos.

Se marchó envuelta en un rebozo barcino que fue del año de la nanita, mientras los muchachos gritaban, en la distancia, a campo abierto, y el sol iba de más en más caliente fuerceando las últimas sombras, antes del mediodía, para que cayeran a sus pies dormidas.

– …Japoneses -murmuró para ella sola y apretando el paso-, más japonés que ese doctor Larios, porque ése ha sido el de toda la treta, el que vino con que ella se fuera a curar al extranjero, que por allá la sanaban, que era cuestión de ir y volver, todo color de rosa; y qué casual que ahora le hayan recogido a la señora Venancia los billetes que le dejó su hijo, diz que para confrontarlos por si eran falsificados y le hayan dejado en su lugar billetes que ya no son iguales, porque aquéllos eran dinero gringo y el que le dieron en cambio, es dinero del país… Igual cantidad, igual número de billetes, pero del país… Moneda de aquí, por la de allá que es la que vale… La de allá se la llevaron, El mismo director de la Policía vino con el tal doctor Larios a recogerlos… Y ni doctor es, es dentista…, y planta de eso tiene… planta de barbero… ¡Pobre la señora Venancia, el ese tal por cual, ya ni el nombre me gusta decirle, ni caso hizo de su gravedad cuando vino a llevarse el pisto! ¡Muerto el hijo se acabó el viaje! ¡Muerto el perro se acabó la rabia! Bien dicen. Y a saber si alcance lo que le dejaron en billetes del país, para el cajón y el entierro, y habrá que decirle misa… Por fortuna al hijo le rezaron… Como se cortó las venas, dijo el padre que tuvo tiempo de arrepentirse… Por ese lado la señora Venancia está consolada… Si se arrepintió su hijo se fue al cielo, y ella ya pasó con el tumor el infierno en la tierra y se juntará con él en la santa gloria.

Se encaminaba a casa de la señora Venancia. En la mano caliente apretaba un paquetito con incienso para quemar en el cuarto de la enferma y que saliera un poco el mal olor; ya era insoportable la fetidez de la carne atumorada.

«Dichosofuí»… Por todas partes y a todas horas perseguía al capitán Salomé aquel maldito rótulo. «Dichosofuí», entró diciendo al estanco una y otra vez, al leer el rótulo, en busca de la real hembra que le sirvió la primera noche que pasó por allí. No sabía ni el nombre. Pero ya también la imagen se le iba borrando. Alta, trigueña, sonada.

– ¡Nada me puede más que los moscardones! -soltó la patrona dueña del fondín, detrás del mostrador, junto al cajón de los billetes, en una de sus tantas entradas-. Entran…, se somatan en los muebles… y se van… Si entran, que se queden y si se van, que no vuelvan… Y al que le venga el cuante que se lo plante… Hay que justipreciar y justijuzgar que éste no es miadero… Se gasta el hueco de la puerta de entrar y salir…

El capitán, ante tamaña boquera, reaccionó:

– Cóbrese lo de la puerta que dice que se gasta de entrar y salir y sírvame un trago doble.

– ¿Decía el caballero?

– Lo que oyó…

– Está servido… ¿Boca de qué va a querer?… ¿Le gustan los rabanitos?… Hay chorizo…, chicharrones…, lo que quiera -y servida la boca de rábano picado, apoyó los brazos desnudos, gordos como piernas de Niño Dios, en el mostrador, y dijo-: ¿Le dieron de alta por aquí?…

Salomé hizo un gesto vago, casi afirmativo, y apuró la copa con la derecha al tiempo de ensartar los dedos juntos en el picado de rábano, para llevarse el picor a los labios detrás del líquido quemante. El trago le sentó como una pena ambulante que sentía.

– Repítalo…

– ¿Doble también lo va a querer?

– Igual…

– Qué de malas pulgas es usted. Tal vez tomó en serio lo que le dije de los moscardones que entran y salen. No fue por usted, sino por el otro, aquel que se metía y se iba, tras buscar a alguien, y es que también ni siquiera saludaba… y yo bien sé a quién buscaba… Voló la prenda, mi amigo, voló la prenda…

– ¿Para dónde voló?

– Para dónde «no sé»… Por allí voló…

– ¿No sabe o sí sabe?

– De veras que no sé…

– Era tan guapa…

– Y no era mala…

– Por ella me voy a zampar otro doble. Sírvalo, y si usted quiere servirse algo, yo invito.

– Voy a agradecerle un anisado.

– ¿Cómo se llamaba?

– ¿Quién?

– Ella…

– Ah, ¡la fulana!… Clara María… La verdad es que le tuve que decir que se fuera, porque era peligrosa. Cuando una de ésas sale buena, hay que esperarse el pero, porque todas tienen algo, ¡qué cosas!, que no hay gente para trabajar. Usted está ansioso de que yo le cuente. Pues es cuestión de trompas, mi amigo, ¿capitán es su grado?…

Salomé asintió con la cabeza.

– No entiendo ni una palabra… Cuestión de trompas…

– Así lo explicó el médico militar de Matamoros,, cuando le conté lo que pasaba con la fulana esa. Parece ser que las mujeres, además de esta trompota con la que estoy hablando -y déjemela remojarla un poco con el santo anisado-, tenemos otras trompas, arriba y abajo…

– ¿Y entonces por qué dijo que era buena?

– Pa… ciencia… Sospeché que la muy desgraciada trabajaba con las dos trompas… Con la de «Ustaquio», aquí en la oreja, volaba pabellón, volaba cartílago, para saber lo que se hablaba entre los militares de los preparativos de guerra con el otro Estado, y con la trompeta de abajo mantenía en brama a más de un personaje… Yo supe que no era de aquí por un maistro, su paisano, que venía a visitarla y tuve la mala espina porque, ¡qué casualidad!, cada vez que el maistro venía, a la pu…ño de tierra le dolía la muela y me pedía licencia para ir donde el dentista… Corté por lo sano. No convenía tenerla donde viene a chupar tanto militar de alta. Ustedes los hombres son tontos, y estas mujeres son muy vivas.

– ¿Y no sospecha para dónde agarró?

– Cuentan que se fue para la costa. El maistro vino el otro día. Estuvo aquí y se bebió una cerveza. Pero no lo he vuelto a ver. Y si quiere un consejo, quítesela de la cabeza.

– No, si yo no la vi más que una vez, pero me interesó tanto…

– Seguro que en lo que usted se bebió algo le echó… Eso también me hizo sobarle la varita con buenas palabras y su paga anticipada… Tenía por costumbre escupir en los vasos de cerveza de los clientes… Así les mandaba un beso líquido, me dijo la vez que la regañé por lo que hacía la muy cochina…, y con usted eso debe suceder, mi capitán; se le regó el beso líquido de Clara María en la sangre… Aquellos lodos traen estos polvos, sólo que en el amor es al revés, los polvos traen los lodos…

– Pues yo también voy para la costa…

– Sólo que ésta donde mero se fue, a la Costa de Honduras…

– Para allá también vamos…

– Tararí… ¡ya Llegaron!… Y ahora yo soy la que obsequio. ¿Doble lo quiere?

– Para no hacerla trabajar dos veces, échele doblete… ¿Cómo se llamaba el profesor ese que trataba con ella?

– Trataba…, trataba… No sé si se trataba con ella… Lo cierto es que la visitaba… Le decía «Moy», cuando yo no estaba presente, y don Moisés, cuando me veían asomar. De segundo nombre, es decir, de apelativo, tenía a Guásper. Moisés Guásper. Una vez salió retratado en el periódico. Parece ser que en los archivos encontró no sé qué papeles famosos para la historia.

– A su salud…

– A su salud, capitán… ¿Capitán qué es usted?

– Capitán Pedro Domingo Salomé…

– De los Salomé, ¿de cuáles Salomé? Yo fui amiga de aquel Salomé que fusilaron.

– Era tío mío…

– Pues si es usted como él, revalientazo era, va a llegar lejos. Lo perdió oír a los amigotes. Bueno, hubiera sido un gran presidente de la República. Me gusta saberlo. Los Salomé son algo dispersos. Con sólo su apellido me lo ha dicho todo. Los Salomé van tras las mujeres, van tras los caballos, van tras los amigos, convertidos ellos por su gusto en sombras de sus propios sueños, y ya ve usted, para usted anda en las mismas, enamorado de un imposible…

– No tan…

– ¡Para un hombre de bien, para un patriota, para un militar digno, esa mujer es más que imposible!…

La fondera, al decir así, enfática, inmovilizó los ojos, pupilonas de aguardiente de cacao, sobre la cara de Salomé tratando de adivinarle el pensamiento, y como otros ojos brillaban algunas gemas en sus sortijas, pendientes y prendedores que la aderezaban. Pobre carne vieja, pobre carne en vísperas de pelar rata bajo tantas preciosuras de joyería; mejor fuera aquella viva piel que enloqueció al fusilado tío carnal de este capitancito tonto, aquella tez de oro mate vivo impecable en el óvalo de su cara, de encaje marino en las orejas, de ánfora en el cuello, de escultura en el hombro, de fruta madura en los senos, de belleza por consumir en el vientre, de azucena amarillenta en los muslos.