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De un solo trago se bebió la copa de anisado, pronta a servirse otra.

– ¿Quiere que le cuente?… Su tío… -suspiró-…su tío fue mi pasión… Por él me huí de mi casa…, dejé a mis padres…, me vi en trapos de cucaracha, y no salvé de que mis hermanos me balacearan… Uno de ellos me tiró, porque dijo que me prefería ver muerta que así como vivía y aquí tengo todavía entre el pelo la señal del balazo… Sólo me rozó… Tuve que decir que había sido yo…, tuve que inventar que me había querido suicidar yo…, suicidar yo… Yo estoy soquís… Eso de suicidar yo es albarda sobre aparejo… ¡No, que me iba a suicidar otra!… Bueno, pues después de todo lo que pasó, que él me dejó por casarse con la que fue su señora, yo también tuve mis otros señores; pero quién le va a contar, media vez lo fusilaron a él, renuncié a la carne del demonio humano, que es el hombre, no de al tiro, no de al tiro…, que a veces hay llamados que el corazón entiende… Yo tenía en la cabecera de mí cama, y lo tengo todavía, junto a mi Corazón de Jesús, el retrato de su tío… y quién le dice, cada vez que, después de fusilado, yo le faltaba con otro, el retrato ponía cara brava, me miraba con ojos duros, me fruncía la nariz, como si la hediondera del otro, me la sintiera su fotografía sobre el cuerpo… ¡Pobres de aquellos que creen que esos cartones con caras de gentes que uno conoció o quiso, no viven después de muertas las personas!… Viven…, ansian y sufren… Bueno, pues no lo va a creer; por no verle la cara de furia al retrato dejé de darle al gusto. ¡Ja!, ¡ja!… Tamaña vieja hablando de esas cosas…

Las palabras de la fondera resbalaban de su lengua a la saliva, de la saliva a sus labios, mientras de sus ojos, otros tiempos hermosos, babeaban largos lagrimones…

– ¿Por qué le puso a su fonda «Dichosofuí»?… Lo torció todo. Se torció usted y nos torció a nosotros. «Dichososoy», le debía haber puesto. Ponerle al pasado con el presente.

– «Dichososoy»… No, capitán, nadie se cree dichoso, y nadie hubiera entrado a tomarse un trago, si a mi establecimiento le pongo «Dichososoy»… La verdadera dicha, para nosotros los humanos, siempre es una cosa pasada y por sabido se calla, el alcohol sirve para la nostalgia que nos deje en el alma el huido instante feliz…

Eructó anisado, lentos los ojos, lentas las manos, frotando los zapatos en el piso, antes de dar el paso, toda temor bajo su pelo entrecano, temor de reír, temor de llorar…

– Clara María Suay… -murmuró, mientras el capitán sacaba la cartera para pagar-…un día que se mamó quiso hasta arrancar el rótulo en compañía de unos oficiales de la Guardia de Honor, y gritaba, como usted dice, no hay derecho de que esta babosada se llame «Dichosofuí». Lo escaso que está el vuelto… -agregó cambiando de tono, los ojos puestos en el cajón del dinero, calculando cuánto tenía que darle de cambio a Salomé, sin guardar el «camarón» de cien pesos con que le había pagado para que después no se fuera a hacer dificultad-. Lo escaso que está el vuelto y los clientes. En todo el tiempo que usted ha estado aquí, ni a comprar cigarros y fósforos han entrado que es lo que más se vende, porque la gente primero deja de comer que de fumar…

– Dichoso fui, Clara María Suay… -gritó Salomé-. ¡Y vea, doña, guárdese esa mugre de billete y vuélvalo más guaro con harta plata y con una pena de amor que ahogar en el olvido!

– ¿Usted no es de artillería?

– Infantería pura…

El maestro Moisés Guásper salía como siempre del «Archivo Nacional» cargado de papeles, periódicos, libros, cuadernos, tras andar todo el día afanoso, como rata consultando legajos, haciendo copias y sustrayendo aquellos que le interesaban. De tanto estar en el archivo ya era como parte del personal que no cuidaba de otra cosa que de ver el reloj para marcharse antes de la hora de aquel cementerio de polilla, telarañas y sueño filtrado al través de las claraboyas, por donde en invierno también se colaba la lluvia.

Del «Archivo», el maestro Guásper pasaba a un negocio apenas alumbrado al caer de la tarde y compraba religiosamente tres panes desabridos, dos pedazos de queso fresco, si había, una vela, un atado de cigarrillos de tusa y una caja de fósforos, todo lo cual iba a parar a su chaquetón sin fondo, una especie de americana de género sucio que le llegaba hasta las rodillas.

Alquilaba en el fondo de una casa por el barrio de Capuchinas un altillo. La escalera daba directamente a la puerta que cerraba con un candado. Escalón por escalón escuchaban los moradores de la casa, gente trabajadora y honesta, subir a don Moisés hasta su cuarto todos los días a la misma hora. Era un reloj el hombre para llegar, comerse sus panes y acostarse.

De mañana bajaba para ir a dar sus clases en el Instituto Nacional y por la tarde volvía a sus trabajos de investigación al archivo.

¿Qué le desvió entonces aquel día para no comprar el recado, pan, queso, candelas, fósforos, cigarrillos, y no amortajar las ocho de la noche con sus pasos en la escalera?

¿Qué le hizo salir del archivo en la locura luminosa de la tarde, huyendo del silencio muerto de los papeles centenarios, para enloquecer en la fiebre de las calles, andar como sonámbulo por todas partes, y esperar que salieran todos los luceros, que tachonaran la pizarra del cielo todos los luceros?

Se detuvo a oír su corazón. Lo sentía como un imán que perdía y recobraba su virtud amante, al tomar y soltar ya renovada la mala sangre por la cabellera de sus arterias y vasos sanguíneos, desde las grandes y degollables yugulares, hasta los ínfimos capilares de las yemas de sus dedos. Todo él tremaba, pabilosos los ojos, seca y húmeda la boca, pues por ratos, entre pensamiento y pensamiento, se ponía a juntar saliva para no ahogarse del gusto.

Un húmedo y mantequilloso pergamino, entre su camisa de tela burda y su esternón peludo…

Cerró los ojos… No, no podía ser… Del ano le subía una cosquilla tenebrosa… Desandar, dejarlo allí, contentarse con fotografiarlo e informar, tendría mayor fuerza probatoria… Bueno fuera poder volver, pero qué pretexto daría a los empleados… Se aflojó el cuello de la camisa, aunque rápidamente tomó a apretárselo, sostenido como un embudo con su corbata… El llamado a resolver no era él, sino Larios. Le mostraría el gran hallazgo, y si mejoraba la prueba dejándolo en el archivo y no en poder de su gobierno, pues mañana lo devolvería al legajo de donde lo tomó.

Al acercarse al consultorio de Larios notó desde la calle, por la luz y las voces, que había varios clientes en la antesala, y al instante extrajo de su bolsa un pañuelo para apoyarlo en su mejilla, y entró quejándose, apagado un ojo del dolor de muela y haciendo como que temblaba, aunque apenas tuvo tiempo de sentarse, pues al escuchar sus quejidos, abrió la puerta el flamante doctor Larios, y le hizo pasar, excusándose con los demás de tenerlo que atender de urgencia, dado el dolor que al parecer traía.

Todos, no sólo aceptaron, sino elogiaron la conducta de aquel gran dentista educado en Norteamérica. Tan fino. Sus modales. Su gesto. Su limpieza. Su optimismo.

La queja del paciente, después de un momento, se fue apagando. En la sala de espera, donde cada cual parecía que estaba no en la silla del dentista, sino en la silla eléctrica, imaginando la extracción dolorosísima de aquella pieza -cuando hay dolor fuerte cuesta que agarre el analgésico-, al cesar los lamentos hubo como un bienestar repartido entre todos, a cada cual su poquito, como agua tibia y perfumada a desinfectante en un vaso de papel.

Larios arrebató el pergamino de manos del fingido rugidor que llegaba a que le sacara la muela, y el cual hubo de seguir rugiendo, mientras aquél examinaba el documento con una lupa, trazo por trazo, sello por sello, hasta los granos de la superficie y las manchas de antigüedad. No lo abrazó. Lo estrujó. Lo alzó del sillón para besarlo. ¡Qué hallazgo! («Yo, el rey…». La famosísima cédula de Valladolid.) Sonó el teléfono y Guásper, sin dejar de quejarse, salió con la cara hundida en el pañuelo, pálido de la emoción, los ojos tristes, pequeños, como dos pimientas.

– El siguiente… -dijo al tiempo de salir Guásper, el paciente intruso, atendido de urgencia, el doctor Larios, con su mejor sonrisa, y con ruido de huesos se alzó un español vestido de tela inglesa, azul la barba, los dientes granudos, la nariz aguileña.

Lo aposentó en el sillón, le pasó un babero blanco, y se perdió momentáneamente, para contestar al teléfono que seguía sonando.

– ¿Y qué hay, don Saturno? -volvió Larios, preguntándole mientras se acercaba al sillón, lo hacía inclinarse hacia atrás, y dándosele de espaldas, se lavaba las manos, los grifos abiertos, y el jabón líquido verdoso jugándole en los cuencos antes de hacerse espuma.

– ¡Qué hay y qué no hay!… Pues nada, que cuando estoy en esta silla es como si estuviera en la silla eléctrica: ¡vosotros los dentistas sois unos verdugos! ¿No os da vergüenza? A mí se me hace una sola cosa entrar aquí y envidiar al más infeliz de los carabineros de mi pueblo, me ca… Ya sabe usted, doctor, que para nosotros los españoles la Me… ca… está en Ceuta… Meca, meca me va a doler…

– Y yo tan contento que estoy de tenerlo por aquí y poderle decir que para mí no hay nada más grande que los reyes de España…

– Y ¿por qué lo dice usted?

– Porque, vea, en el asunto de límites de que le he hablado, ellos nos dan toda la razón…

– Bien entendido… -remolineó el español cazurro en el sillón: no las tenía todas consigo y levantaba los ojos para ver la luz azul igual que mariposa en la lámpara que parecía de granizo, o los hilos de pellejo de mono del correaje de la maquinita que Larios llamaba el torno.

Larios alzó los puños para secarse con unas toallas de papel, de papel que era como trapo esponjoso, luego con la punta de su zapato rojizo, acharolado, levantó la tapa de un cubo, y allí lanzó el papel de toalla al acabar de secarse.

Don Saturnino se refregó en la silla, sudando y maldiciendo.

– Amigo, si usted me habla del rey, para que yo soporte sin quejas estas mancillas, está muy equivocado, ¡maldita sea mi estampa!…, que el rey me tiene muy sin cuidado cuando de mis dientes se trata.

Guásper, sin quitarse el pañuelo de la cara, casi con el dolor de la extracción, de tanto simularlo, apuró el paso hacia el barrio de Jocotenango, seguro de encontrar en el camino a Clara María. En las aceras, chiquillos, perros y matrimonios gordos daban un tono ordinario a la ciudad, limpia como taza de plata, bajo un cielo venoso con estrellas de oro.