– Hilo directo… -informó por lo bajo el presidente jugueteando sus pupilas de betún violáceo entre sus pestañas superdoradas-. Armas…, armas… Están pidiendo armas… -y hablando en el fono-: ¡Aló, aló, Nueva Orleáns… Aló… Aló… Nueva Orleáns…! ¡Corto, estoy en reunión de Directorio!
Y al solo colgar el auricular, otra vez el teléfono:
¡Ña… ña… ña… naaa… ñaaaaaa!…
– Nueva York… -informó por lo bajo el presidente-…Armas…, armas…, armas… -y hablando con el agente que le llamaba de Nueva York, dijo entre un gran despliegue de arrugas, al tiempo de parpadear muy lentamente-: Pero esos países se piensan borrar del mapa… ¿Tantas?… ¿Tantas armas?… ¡No puede ser!… No…, no… ¡Ni a Europa se mandó todo ese armamento!… ¿Los árboles?… ¿No quedarán más que los árboles?… ¡Mal negocio para la Compañía, mal negocio para nosotros que necesitamos de los plantadores!… ¡Aló!… ¡Aló!… Sí, sí, sería la oportunidad de acabar con todos ellos, es decir, que ellos mismos se aniquilaran unos a otros y llevar nosotros a las plantaciones gente de color… Corto… Corto… ¡Estoy en reunión de Directorio!
Cayó la horquilla del teléfono aplastando la voz lejana, etérea, como si quitara la vida a una sustancia humana, mientras se agitaban los accionistas, manos y papeles, entre el humo de los cigarrillos.
– ¡Calma! ¡Calma! Hay que terminar el record. Falta el informe sobre los herederos de Lester Stoner, dicho Mead en las plantaciones. Los primeros datos que nos llegan son satisfactorios… -poco a poco iba cesando el barullo-. Del monto hereditario -continuó el presidente- quedaron con acciones Sebastián Cojubul, Macario Ayuc Gaitán, Juan Sostenes Ayuc Gaitán y Lisandro Ayuc Gaitán, ahora establecidos en Norteamérica. Sus hijos están inscritos en los mejores colegios y sus padres de rotarios y mercancía de las agencias de viajes. Los otros herederos, Lino, Juan y Cándido Rosalío Lucero se negaron a venir a los Estados Unidos y operan en el trópico bajo el rubro de «Mead Lucero y Cía., Sucesores».
Ña… ña… ña… ñaaa… ñaaaaa!… -otra vez el teléfono con estertor de niño de teta-…¡Ñaaa… ñaaaa… ñaaaaa!…
– ¡Washington! -informó por lo bajo el presidente de la Compañía y pegando la boca al aparato para hablar lo más cerca posible-. ¿Eh?… ¿Arbitraje?… ¿Someter la disputa de límites a arbitraje?… ¡Espere, tengo al Directorio aquí reunido!…
Dejó descolgado el teléfono color de la esperanza. Se oía en la bocina el zumbido lejano de una voz que se perdía en el espacio, sin que se la escuchara, igual que una botella que hace efervescencia antes de saltar el borbotón de agua.
– Señores accionistas, permitidme interrumpir el informe: comunican de Washington en este momento que la cuestión de límites entre esos países va a ser sometida a arbitraje. La guerra les hubiera costado a ellos. El arbitraje nos costará a nosotros. Sin embargo, si la venta de armas no se interrumpe y nosotros hacemos el negocio, habrá margen para que podamos pagar a los arbitros a fin de que fallen conforme lo demandan nuestros intereses.
La sensibilizada hostia metálica del auricular seguía vibrando. Confusa palpitación de vocablos que anunciaba la proximidad de la lucha diplomática entre dos repúblicas americanas.
El viejo de ceniza celeste, venas de feto azules y gordas claveteándole en las sienes, señalaba al aparato indicando al presidente que seguían hablando, pero éste, sin hacerle caso, levantó la sesión. La voz se perdía, ya aguda, ya ronca, como un sonido abstracto, mientras salían los accionistas, los muy viejos arrastrados los pies por los vidriados pisos de madera preciosa, los menos viejos elásticos, aquéllos enfundados en trajes oscuros y éstos en franelas de moda, algunos tocados con fieltros que pesaban onzas.
– Habla, habla, mala bestia -se dirigió el presidente, al quedar solo, a la voz carraspeada en el teléfono-, que esta vez tengo el gusto de no oírte… ¡Ja, ja, ja, ja!… Gra, gra, gre, gri… A eso se ha quedado reducido tu palabrerío amenazante. Gre, gra, gre, gri, gra, gra, gru… ¡Blofista!… ¡Loro…, loro…, loro!… -y el aparato verde realmente parecía un loro hablando solo.
Sus ojos de betún violáceo entre las pestañas de oro se jugaron hacia la puerta. Alguien llegaba. El secretario, sin duda. Levantó el auricular con el ademán del rey que alza el cetro para comunicarse con Dios. No lo llevó a su oreja, sino a sus labios, e hizo el gesto de escupir. Cuántas veces la boca del teléfono le pareció un desaguadero de inmundicias, la pequeña escupidera en que los enfermos dejan las entrañas convertidas en saliva malsana. Esta vez, su informante dejaba la vileza del anónimo convertida en vibración sonora. Pero ya nadie hablaba. Sólo se percibía el idioma de la corriente eléctrica, la palpitación de un fluido desconocido.
Su collar de arrugas fue como parte de su risa que ahora era tonta, dividida su atención entre los pasos del secretario que no llegaba nunca a la puerta y el ronroneo de la corriente en que estuvo perdiéndose en el vacío la voz de su gratuito amigo que le informaba a diario del peligro de jugar su situación a la carta de la «Frutamiel Company». Esta vez con el anuncio del arbitraje. Estaba previsto. Sí, pero no en esa forma de tribunal sin apelación reunido en Washington. Muy bien. Sólo la «Frutamiel» podía gastar lo que fuere en ese arbitraje fulminante. Sus empréstitos para la compra de armamentos probaba hasta dónde podía llegar en gastos para que el arbitraje se inclinara a su favor.
El secretario le anunció que acababa de llegar un sirviente con dos jaulas. Le hizo entrar y no esperó a que aquél se acercara.
– ¡Estas ratas están limpias! -dijo alzando la voz colérica, casi fuera de sí-. ¡Yo pedí dos ratas sucias! ¿Es posible que en Chicago no haya dos ratas sucias?
La risa de una mujer, regadera con agujeros de cascabel, adelantó la presencia de Aurelia Maker Thompson. Franqueó la puerta, sin más anuncio que su risa.
– ¿Es posible, Aurelia, que en todo Chicago no haya dos ratas sucias? Las que vienen en esas jaulas las han llevado a la peluquería, al masajista, ¡qué sé yo!… Ratas blancas con ojos de rubí y orejitas de rosa, mejor hubieran puesto canarios… Yo pedí un par de ratas prietas, leprosas, pelo y ojos de rabia, rabos húmedos y orejas carcomidas… ¿O es que en esta ciudad no hay una sola rata, una sola rata asquerosa?… O dos… Dos he pedido… Estas no representan lo que yo quería, no sirven para la broma que pensaba hacer a su padre… que está aquí… ¡Hombre, qué gusto! Aurelia: no me había dicho que venían juntos…
– No me ha dejado hablar…
– ¿Y estos bichos? -indagó Maker Thompson, después de estrechar la mano y abrazar al presidente de la Compañía, extrañado de encontrar sobre el escritorio del poderoso magnate bananero aquellas dos jaulas de metal dorado convertidas en sendas ratoneras.
– Quería hacer una apuesta sobre si adivinaba o no qué eran estas dos jaulas que yo pensaba ir acercando a una línea divisoria olorosa a queso; pero no con ratas así… Por eso había encargado dos animales repugnantes, tristes, sucios, más imagen de los pueblos que encerrados en nuestras jaulas de oro pretenden pelearse por el queso…
El viejo Maker Thompson, riendo de muy buena gana, tras pasarse la mano por la frente amplia y despoblada de cabellos, avivó sus ojos castaños al responder:
– Pues si es así, soy yo el que propongo la adivinanza: ¿qué representan estas dos bestezuelas blancas?… Aproximamos las jaulas a lo que usted llama la línea divisoria del queso… Véales cómo se remueven al olor, cómo se convierten en olfato, cómo gimen por alcanzarlo, de fuera el hociquillo y el cuerpo palpitante… Piense, piense qué representan, y si se da por vencido paga todo lo que comamos y bebamos esta noche… No es que no adivine, es que no quiere decirlo -prosiguió Maker Thompson-; representan a dos compañías en guerra por la hegemonía del territorio en litigio.
– ¿Sabe la última noticia? No habrá guerra. El conflicto va a ser sometido a arbitraje.
– ¿En qué pie está la «Tropical Platanera»? Yo he venido porque tengo algunas acciones -más bien son de Aurelia-, pero quería aconsejarle sobre el terreno.
– Aurelia me consultó y confidencialmente le aconsejé que las vendiera, para comprar acciones de la «Frutamiel». Muchos accionistas han hecho lo mismo. No es que sea más sólida la «Frutamiel», pero en el asunto de límites lleva todas las posibilidades de triunfo. Opera con más arrojo y reparte más dinero. Y por otra parte, la «Tropical Platanera» perdió prestigio con las acusaciones y el testamento descabellado de Lester Stoner. Por fortuna, logramos atraer a los herederos. Sólo han quedado por allá esos de apellido Lucero, Lino, Juan y otro… Pero ya habrá tiempo para hablar de estas cosas otro día. Ahora vamos a celebrar la llegada de incógnito del Papa Verde.
– En Chicago gozo cuando me llaman así. Me siento joven, capaz de las empresas más audaces. Por ejemplo, comprar todas las acciones que pongan a mi disposición de la «Platanera» y lanzarme al abordaje contra la «Frutamiel».
– Sería una locura…
– Sí, sí, ya sé que sería una locura de pirata viejo, pero ¿qué quieren que haga un anciano que vuelve a su suelo natal, sino soñar locuras para sentirse joven?
Aurelia inició la marcha, metióse entre los dos viejos y les tomó del brazo. Tarareaba una de las canciones de los marineros de Nueva Orleáns. En el despacho, sobre el escritorio, quedaron las jaulas doradas con las ratas gemidoras, lloraban por acercarse al queso moviéndose de un lado a otro. El teléfono las inmovilizó. La chicharra. Ese sonido extraño… ¡Ña… ña… ñaaa…! Sonaba en forma intermitente y cuando cesaba volvía la agitación de los hambrientos roedores. ¡Ña… ña… ñaaa…! Silencio. Nadie se movía. Sólo quedaba vivo el brillo de sus ojos, cuatro chispas de rubí, mientras llamaba el teléfono verde. Una de las jaulas resbaló y con la jaula, la jaula en que remolineaba la rata más grande, cayó el teléfono, y del teléfono salió la voz, la misma voz, la voz del informante anónimo, espacial, sólo oída por las ratas, por la rata más gorda que al caer quedó próxima al audífono y que al que hablaba le daba la impresión de una oreja frotada contra el aparato, oyendo sin contestar, sin siquiera respirar…
…No importa que no se digne contestar. Basta que me oiga. Eso es suficiente. Le oigo respirar perfectamente, como si estuviera respirando sobre mí, y oigo cómo se restrega en la oreja el aparato al escuchar lo que le digo: «YO, EL REY… (y aquí ya sólo se oían palabras sueltas, la otra rata había quedado sobre el escritorio, más cerca del queso)… lo cual visto por nuestro consejo juntamente con las cartas geográficas que de suyo se hace mención… dar esta cédula fechada en la villa de Valladolid a nueve días del mes de Mayo de mil y seiscientos cuarenta y seis años…» ¿Me oye usted?… ¿Oye usted cómo por cédula real se fijaron sin establecimiento definitivo hitos en tierras que no contenían más división que las parciales de localidades que eran continuación de un mismo reino o señorío?… «Y contra el temor y forma de nuestra dicha cédula, mandamos a todos no vayan ni pasen, ni consientan ir ni pasar…» Mas, ahora, ¿quién pasa?… Son los plenipotenciarios, vienen en justicia, cargados de los más preciosos títulos, primeros y siguientes, segundos y siguientes, ninguno como la cédula de Valladolid…