…Bueno; conteste, responda. Se le oye el aliento y no quiere hablar. Una voz anónima le está informando de la documentación con que llegan los plenipotenciarios de esos países a defender sus derechos en el asunto de límites ante el tribunal arbitral que va a dictar su fallo uno de estos días. ¡Cata, que aquí viene un caballero de casaca roja! Trae, en las manos enguantadas de blanco, enrollado un pergamino con el sello del Almirantazgo Británico. Si lo abre volarán las palomas del oleaje espumoso y una rígida geometría de líneas disecadas por el tiempo temblarán bajo los ojos de los arbitros. Más allá, un pelado de túnica y guantes de color violeta enseña un plano parroquial herido por el reflejo de la amatista que lleva en el pecho engarzada en una cruz de fuego. El incienso y el nardo han entrado en el tribunal junto a los viles títulos de tierras, amparo de propiedades arrebatadas a los indios…
¿Quién informaba a quién por aquel teléfono verde, color de la esperanza, caído junto a una jaula, más que jaula ratonera por el extraño habitante que en el interior se revolvía?
¿Qué boca desde el sueño hablaba de lo que ocurría en Washington, para que lo oyera una rata encerrada en una cárcel al parecer de oro, seguro de que le escuchaba el presidente de la Compañía, con su gran oreja fría y su respiración de roedor canoso?
…YO, EL REY, seguía el informante, es el documento más valioso, hallado por un maestro de escuela en el Archivo de la Nación, a la que se le sustrajo por la «Frutamiel Company», cédula real que se presta a interpretaciones, como si el soberano, en Valladolid, hace trescientos años, hubiera adivinado que para ser valedera, una compañía de fruta iba a agregar el peso de su oro verde…
…¿Y la «Tropical Platanera», qué hace, qué espera, para avalar ese documento regio con el respaldo de sus millones?
…¿Qué se hizo el Papa Verde?
El informante anónimo oyó ruidos extraños (el secretario que recogía el teléfono), seguido de una voz estúpida que dijo:
– ¡Caramba, se cayó todo esto!
El sirviente soltó las ratas en la calle, a la vuelta de la oficina -dos ratas más en el viejo Chicago a nadie podían alarmar- y un pordiosero devoró el pedazo de queso que aquéllas tuvieron tan lejos y tan cerca de sus hociquines rosados.
De espaldas al rumor de la ciudad, rumor acuoso, Maker Thompson se salvaba en el balcón volante del rocío de don Herbert Krill que hablaba escupiendo. Don Herbert padecía de vértigo de altura y a prudente distancia, mientras masticaba sus pepititas de pistacho, vociferaba contra la compra de acciones de la «Tropical Platanera, S. A.», cuya manifiesta indiferencia y pasividad en el asunto límites significaba el triunfo completo de la «Frutamiel Company». Vino a Chicago, casi desautorizado por sus médicos, para mostrar personalmente a Geo la fotografía del famoso documento encontrado en los archivos, la misma que le proporcionó a Lino Lucero doña Margarita, prueba evidente, al decir de los expertos, de que el asunto lo perdía irremisiblemente la «Tropical Platanera».
– Feliz está usted, don Herbert, en el país del masca-masca -Maker Thompson desviaba la conversación-, porque aquí todos lo entienden, hablan su idioma; mascan, mascan, mascan a todas horas y en todas partes. Es una forma fría de canibalismo. Los abuelos se comieron a los pieles rojas y los nietos mastican chicle, mientras económicamente devoran países, continentes…
Krill se olvidó del vértigo. Era urgente convencer al viejo capitán de empresa que los tiempos actuales no obedecían a otro ritmo que al de la violencia y la catástrofe. Saltó al vacío, donde el balcón se liberaba del muro para quedar sobre la calle, suelto, aéreo, todo él sobre su amigo, palpándole, manoseo desordenado por los bolsillos, las solapas, las hombreras, restregándole la narizona en los carrillos, como si por aproximación de cuerpos le fuera más fácil convencerlo de que no jugara a su ruina, y a la ruina de todos, de que no comprara más acciones de la «Tropical Platanera».
Pero igual que colgado, ya no era en el vacío, sino en el suelo, quedó don Herbert al escuchar que de las calles subía el grito de los voceadores: «¡Green Pope!»… «¡Green Pope!» «¡Green Pope!»… «¡Green Pope!»… «¡Banana's King!…» «¡Banana's King!»…
Sí, asomaba desde su vejez al sueño de su juventud, al hondo miedo vago de la vida irrecobrable, tiempo de relojes destrozándole el sueño, para despertarlo, sin más haber que el cepillo de dientes, el jabón y la toalla y por arte de magia, ya en su trabajo, hurgando con los dedos entre las gemas de los más famosos diamanteros de Borneo.
– …«¡Green Pope!»… «¡Green Pope!»…
¿Qué significado tenía aquello? Abrió los ojos más y más sobre el rostro del viejo Thompson para que le contestara. ¿Qué significado tenía aquello? Hundirse…, hundirse con el barco y la tripulación…
Sí, Geo Maker es capaz…
Pero si él había perdido la cabeza, no así los demás. Aurelia entró con un periódico en la mano.
– ¡Estalló la bomba! -fue todo lo que dijo. Lo demás estaba en el periódico que Krill arrebató con hambre de miope por las letras que al extender la sábana quedaron en columnitas, ejércitos de hormigas que van al ataque con algo más peligroso que la pólvora.
Todo, todo lo que él se había supuesto. Orgullo. Simple orgullo. Orgullo de viejo cretino. Pero esa clase de orgullo está bien que se tenga en la peluquería, donde uno puede verse joven, a fuerza de afeites, con el pelo distribuido en la calva discrecionalmente. Orgullo de viejo en la peluquería… -soltó la carcajada, aunque más que reír mascaba apresuradamente-…peluquería que en lugar de espejo luce pizarras con cifras y se llame «Wall Street».
Estaban arruinados. Eran las once de la noche. Habían pasado todo el día fumando. Cerveza y refrescos quedaron intactos en sus bandejas. Los vasos calientes, visitados por alguna mosca. Atropelladamente entraron a buscarlo míster Mac Ayuc Gaitán (Macario Ayuc Gaitán) y uno de los hermanos Kaujubul (Cojubul), para consultarle si vendían sus acciones. Sin titubear, Geo Maker les aconsejó que las vendieran.
– Pero usted está comprando…
– Yo sí; pero ustedes vendan…
– Se las vendemos…
– No creo que me las den en lo que están. Es la ruina…
– Peor es que nos quedemos con ellas. Si no van a valer nada.
– No; valer, van a valer; pero no tanto como valían…
Las calles de Chicago hervían, hormigueaban de gente que eran como letras de los grandes periódicos vistas desde el balcón en que Geo Maker Thompson libraba la batalla, sin su hija, sin su amigo, a solas, con un puñado de papeles en las manos, lápices y estilográficas.
Al salir Gaitán y Cojubul, después de negociarle las acciones por lo que él quiso darles, huyeron atemorizados Aurelia y don Herbert. Estaba loco. Si adquirió las acciones de aquéllos, ¿por qué se negaba a comprar las de los hermanos Lucero, para lo cual trajo poder especial el mismo Krill?
Las acciones de la «Frutamiel» seguían en alza. Suyo era el porvenir. Nadie ponía ya en duda en qué forma fallarían los jueces en la cuestión de límites. Lo estaba diciendo la Bolsa de Nueva York. Mientras las acciones de la «Frutamiel Company» (…¡Tomo! ¡Tomo! ¡Tomo! Sólo esta voz se oía) iban en alza -para este ejercicio se anunciaban dividendos astronómicos- de un momento a otro se esperaba el derrumbamiento de la «Tropical Platanera, S. A.», empresa en la que ya no creía sino Maker Thompson, aberración explicable, como la del viejo marino que vuelve a la nave para hundirse con ella. De sus manos salió la riqueza con que ahora se juega a la Bolsa y a los arbitros. Es triste llegar a viejo. De tener sus años, habría tomado a cada arbitro del pescuezo, para obligarlo a fallar a favor de su compañía. Pero más sabe el diablo por viejo y en lugar de sus manos maniobraban las atenazantes fuerzas de los seres más poderosos de la creación.
Cotizaciones… Arbitros… Armas…
Aurelia y Krill abandonaron el «Stevens Hotel» -en una de sus tres mil habitaciones había un loco, un delirante que fue pirata- sin salir del hotel -era tan grande que se podía estar fuera de él, sin dejar de estar en él-, para buscar asiento en uno de sus cafés, perdidos entre cientos, entre miles de bebedores de café.
Krill masticaba sus pistachos y hablaba:
– Si no fuera más que las cartucheras, pero me dice que también le han pedido armas.
– Son agentes de la «Frutamiel» -aclaró Aurelia mientras revolvía el azúcar en la taza.
– ¿Y la conexión es buena?
– Magnífica…
– Esa hubiera sido la salvación de su padre: jugar a las acciones de la «Tropical Platanera», si quería -cada cual es libre de ahorcarse- y comprar armas a cargo de la «Frutamiel Company», que lleva todas las de ganar, aun en la guerra, dado lo que han gastado y siguen gastando en armamento.
– Mi padre no quiso ni siquiera hablar del asunto.
– Sí, porque usted subió tan decidida.
– Jugó al encuentro y desencuentro con mis ojos y luego quiso que me sentara a sus pies. Como cuando era jovencita, me dijo. Obedecí. Dócilmente me enmadejé a sus plantas igual que una criatura sin años ni amargura y tuve la sensación de que él y yo habíamos vuelto a las plantaciones. Olor a tierra mojada, a bananal caliente. Los ruidos profundos, enloquecedores, de las noches del trópico.
Sorbió el café. Sus labios quedaron marcados en la porcelana como un trébol de dos hojas partido en el filo de la taza.
– Y cuando estuve así sentada, empezó a contarme un cuento…
– Es increíble, en medio del tormentón en que estamos…
– Encendió la pipa, fuma siempre el mismo horrible tabaco hediondo de marinero pobre, y me preguntó si conocía la historia de esos hombres que se vuelven lobos…
– Lo del hombre lobo para el hombre, ¡cuento viejo!