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Antes de continuar me miró como para ver si tenía preguntas.

– Anda en fiestas y locales y liga sobre todo con tipos más jóvenes que ella. Se los lleva a su casa, probablemente ya te habrá dicho que es separada, y la noria continúa girando.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Luego me volví de nuevo hacia el sofá. Esta vez Clara había desaparecido. Me encogí de hombros como para decir de acuerdo, asunto terminado.

– Entonces, ¿organizaste la próxima partida?

La había organizado. Jugaríamos el sábado por la noche en casa de uno que estaba forrado, allí, en Altamura. Por eso era mejor que no nos quedáramos hasta tarde aquella noche. Pensé que, por suerte, Giulia estaría enferma todavía y no tendría problemas. Francesco me dio una palmada en el hombro. Dijo que otra vez me presentaría a alguna que valiera la pena. Luego se alejó de nuevo.

– Voy a quedarme un poco con Patricia. Por buena educación, sabes -me dijo con una sonrisa cómplice y me dejó solo.

De pronto me sentí vacío y fuera de lugar. La excitación que poco antes me había ganado se había transformado en otra cosa. Desagradable. Vagué por la fiesta, tomé alguna otra copa, fumé otros cigarrillos para tener algo que hacer.

Por fin, tal vez una hora después, Francesco volvió y dijo que podíamos irnos.

9

El día siguiente se presentó con una mañana hermosísima de invierno, fría y límpida.

Estaba solo en casa. Mis padres se habían ido mientras yo dormía.

Mi hermana Alessandra se había ido tres años antes.

Le faltaban pocas asignaturas para licenciarse en Derecho cuando informó a la familia de que había decidido abandonar los estudios. No sabía qué dirección dar a su vida, pero dijo que sabía bien qué dirección no darle. No quería ser abogada ni notaria ni jueza. Nada que tuviera que ver con las cosas que había estudiado en los últimos años. Simplemente las detestaba. Por el modo en que expresó esos conceptos y algunos otros, estaba claro que también detestaba a nuestros padres.

Algunas semanas después se marchó con un fulano diez años mayor que ella pero con sus mismas ideas; claras, por así decirlo. Se fueron a Londres y estuvieron allí seis meses, trabajando en un restaurante. Luego regresaron y se fueron a vivir a una especie de comunidad en una granja cerca de Boloña. Ella se quedó embarazada y él recuperó su libertad, convencido de que estaba destinado a grandes empresas y no podía verse estorbado por banales obligaciones familiares.

Alessandra abortó, vivió un tiempo más en la comunidad, tuvo otras divagaciones masculinas, creo que más bien tristes. Al fin volvió a Bari, se quedó unos meses en casa de una amiga y después encontró una casita y un empleo.

Secretaria en el despacho de un asesor laboral. Para ser claro: preparaba las nóminas de obreros, empleados, camareros, etcétera. La vida hace estas bromas.

Cada tanto pasaba por casa y a veces se quedaba a comer. En esas ocasiones, la tensión era palpable. Mis padres trataban de fingir que todo iba bien, como si todo fuese normal, y a veces Alessandra también lo intentaba.

Pero no era todo normal. Ella era incapaz de perdonarles su propio fracaso, el inadecuado amor de ellos, su solicitud torpe. De modo que, casi siempre, el velo del disimulo se desgarraba y el resentimiento que fermentaba bajo la superficie brotaba como lava. Entonces ella decía algo feo, incluso muy feo según la ocasión o el humor, y se marchaba.

En cuanto a mí, no sólo en esas ocasiones sino siempre, desde que éramos pequeños, yo para mi hermana no existía. No había existido nunca.

Después de desayunar di vueltas por la casa, puse el televisor y pasé revista al repertorio de pretextos.

Al fin me senté al escritorio ante el manual del Código de Procedimiento Civil. Y pensé que no tenía ningunas ganas de abrirlo ni de quedarme en casa. Entonces salí.

Hacía un frío inusual, aun para el mes de enero, pero el aire era limpio y seco a causa del viento, que se había llevado toda la humedad. Al abrir el portal me asaltó una sensación de hielo en la cara y las orejas. No era una sensación dolorosa ni desagradable. Aquel frío se sentía, te recordaba que tenías cara, orejas, todas las partes del cuerpo que no estaban cubiertas de ropa. Mi humor mejoró enseguida.

Llegué rápidamente al centro, vagabundeé un poco entre los aparadores, me compré una camisa y después fui a la librería.

Desde pequeño iba siempre a la vieja librería Laterza cuando andaba dando vueltas y no sabía qué hacer. Pasaba mucho tiempo en aquella librería. Los libros que quería leer eran más de los que podía comprar y entonces leía con disimulo, por etapas, entre los mostradores y los estantes.

A veces me quedaba allí leyendo hasta que cerraban, y siempre me preguntaba si los vendedores me habrían individualizado como lector clandestino habitual. Me preguntaba si algún día me prohibirían la entrada en la librería.

Entré y respiré el olor bueno y familiar del papel nuevo. Como era sábado por la mañana, había varias personas, entre ellas algunos visitantes habituales como yo. Muchos de ellos, como yo, se quedaban mucho rato, leían gratis y compraban poco. Entre éstos, siempre me había intrigado una señora más bien anciana -seguramente por encima de los setenta- que en invierno usaba un chaquetón azul estilo marinero, de cuyo bolsillo asomaba siempre L'Unità. Tenía un aire expeditivo y simpático, parecía que leer los libros sin comprarlos fuese una especie de trabajo para ella. Se movía con seguridad y casi siempre se la veía en la sección de novelas policiacas y de terror, y sólo de tanto en tanto entre los ensayos de política. A veces me dirigía un saludo con la cabeza y yo le correspondía de la misma manera.

También aquella mañana estaba inmersa en la lectura de un libro de misterio; eso supongo porque se encontraba cerca de esa sección. Nuestras miradas no se cruzaron y yo seguí adelante.

Vagabundeé entre los libros de historia, entre los manuales deportivos, evité los textos jurídicos y terminé en la narrativa extranjera. Había un libro novísimo, evidentemente recién llegado. Se titulaba El estudiante extranjero y la cubierta tenía un fondo color avellana sobre el cual se recortaba una especie de estatua de yeso de un muchacho que caminaba con las manos en los bolsillos. El autor era un escritor francés al que nunca había oído nombrar.

Cogí un ejemplar y probablemente era la primera vez que alguien lo tocaba desde que estaba en exhibición, tal vez aquella misma mañana.

Le di la vuelta, leí la contracubierta y todavía recuerdo un fragmento de memoria. Hablaba de la juventud y de sus «días frágiles en los que todo lo que ocurre sucede por primera vez y nos marca de modo indeleble, en el bien y en el mal».

Entonces lo abrí para comenzar a leer las primeras páginas, como hacía de costumbre.

Me detuve en la página que precedía al prólogo. Era una cita de un escritor inglés al que tampoco conocía.

«El pasado es un país extranjero: las cosas ocurren allí de un modo diferente.» *

No volví la página. En cambio cerré el libro, fui a la caja y lo compré.

Después regresé a casa porque quería leerlo enseguida. En paz, en mi cama, sin que me molestaran.

Era una novela muy buena y angustiante, llena de nostalgia y embriaguez.

La historia de un joven francés y de su juventud en la América de los años cincuenta. Una historia de aventuras, de transgresiones, de iniciaciones, de vergüenza, de amores y de inocencia perdida.

En toda la tarde no logré desprenderme de aquel libro hasta que no leí la última página. Y durante toda la lectura, y al final, y después -aun después de tantos años-, no logré liberarme de la increíble sensación de que, de alguna manera, aquella historia hablaba de mí.

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* Palabras introductorias de The Go-Between, de L.P. Hartley. (N. de la T.)