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Cuando terminé era casi la hora de salir. Entonces telefoneé a Giulia, que todavía estaba enferma, y le dije que iría al cine. ¿Con quién? Con mi amigo Donato y los de su grupo, y mentalmente me recomendé advertir a Donato. Pero ¿lamentaba no verla tampoco esa noche? Claro que lo lamentaba, sí, la echaba de menos.

Fingí. Si quería podía ir a hacerle compañía en vez de ir al cine. Dijo que no, como yo esperaba. Dijo las mismas cosas de la noche anterior: era mejor que no enfermase yo también, etcétera. Está bien, entonces adiós, amor mío, hasta mañana. Adiós, amor mío.

Cuando colgué y fui a prepararme para salir estaba de buen humor.

Era libre, estaba listo e impaciente.

10

La partida se organizó en casa de un coetáneo nuestro, que vivía en una zona residencial de la periferia. Éramos cinco: el dueño de la casa, hijo de un empresario de la construcción; un fulano que no debía de tener todavía treinta años y ya estaba completamente calvo; una mujer, Marcella, huesuda, con el cutis graso y ojos pequeños.

Experimenté un sentimiento de hostilidad hacia todos ellos en el momento mismo de las presentaciones. Pensé que eran personas feas y que merecían lo que les estaba a punto de ocurrir. Estaba claro que buscaba justificaciones.

Está claro ahora. Entonces fue un método rápido, inconsciente y eficaz para sofocar los últimos susurros de mi conciencia o lo que sea que esa palabra signifique. Necesitaba ver a aquellas tres personas como feas y malas, de modo que las vi feas y malas.

La velada fue semejante a la primera, sólo que ahora conocía el mecanismo y todo me gustó mucho más. Esa vez, igual que las demás ocasiones en que jugué con Francesco, tuve exactamente la misma emoción del azar auténtico. Aunque más intensa. La seguridad de vencer no disminuía la excitación; al contrario, la multiplicaba. Cuando jugábamos las manos decisivas, aquellas en las que embolsaríamos el dinero de verdad, sentía un estremecimiento feroz en la base de la nuca; cuando tiraba las cartas en la mesa y ganaba contra un punto fortísimo, me olvidaba de que la fortuna no tenía nada que ver con lo que estábamos haciendo. Ganaba y eso era todo.

Al irnos, aquella noche, tenía en el bolsillo varios centenares de miles de liras en efectivo y dos cheques de seis ceros. Era pasta del dueño de la casa y de la mujer huesuda, y pensaba que había hecho bien en quitársela.

Me dije que tendría que abrir una cuenta corriente en el banco: no podía tener en casa todo lo que ganaba.

Cuando regresé a casa, me metí en la cama y me dormí casi enseguida.

Comenzamos a jugar con regularidad. Tres, cuatro, como máximo cinco veces al mes. Generalmente en casas particulares; alguna rara vez en casas de juego, es decir, timbas clandestinas, como el lugar al que habíamos ido después de la pelea en casa de Alessandra. Francesco los conocía todos, así como conocía otros lugares nocturnos.

También jugábamos más de una vez con las mismas personas, pero eso formaba parte de una estrategia. Servía para alejar cualquier posible sospecha. Por ejemplo, unos diez días después de haber ganado en casa del ferretero gordo, volvimos a jugar con él y con su amigo aparejador. Ganaron -los dejamos ganar- algunos centenares de miles de liras y tuvieron la impresión de haberse tomado la revancha y de que todo era normal.

Ganaba cinco, seis, hasta siete millones por mes, que en verdad era mucho dinero.

Había abierto aquella cuenta en el banco y me permitía gastos que unos meses antes ni siquiera habría imaginado. Trajes, cenas en restaurantes caros, un reloj de precio insensato, todos los libros que quería y esto, más que cualquier otra cosa, me daba la sensación de ser rico.

Después me compré un coche, un BMW de segunda mano, porque todavía no era tan rico. En el momento de firmar el contrato me asaltaron las dudas porque antes siempre había asociado aquel tipo de automóvil con cierta clase de persona. Pero fue sólo un instante y, cuando salí del concesionario al volante de aquel objeto negro, amenazador e inútil, tenía una sonrisa idiota y feliz.

Por supuesto, lo mantuve escondido de mis padres porque aquello habría sido en verdad injustificable. Lo guardé en un garaje lejos de casa y, para prevenir cualquier sospecha, fingía llevar el de mamá.

«Llevo las llaves», decía ostensiblemente en el momento de salir. Un ojo atento habría notado que decía que cogía el coche mientras antes lo cogía y basta.

A ellos no les llamaba la atención. ¿Por qué debería pasar eso, de todos modos?

Con Giulia, las cosas anduvieron inexorablemente de mal en peor. Rodaron hacia el epílogo como una bola de billar hacia la tronera, plácida y silenciosa después de un efecto ligero y fatal.

Se sucedió una catarata de peleas en las que se mezclaban la imposibilidad de entendimiento, su resentimiento, su tristeza, mis mentiras. Y mi impaciencia.

Tenía menos tiempo para estar con ella, pero ésa no era la cuestión.

Simplemente ya no tenía ganas de estar con ella. Cuando nos encontrábamos o salíamos, me aburría, estaba distraído; mi atención se despertaba sólo para notar las tonterías que decía o hacía. Para notar sus defectos.

Después, por algunas semanas, ella trató aún de buscarme. Fue inútil y al fin se dio cuenta.

No sé si verdaderamente sufrió por mí y cuánto; y por cuánto tiempo. No he vuelto a hablarle desde entonces, aparte de algún frío saludo por la calle.

Cuando nos separamos experimenté sólo una sensación de alivio, que también olvidé pronto. Tenía muchas cosas que hacer.

Y tenía prisa por hacerlas todas.

SEGUNDA PARTE

1

El teniente Chiti entró en su despacho. Ya era mayo, pero fuera llovía y hacía frío.

Había llegado a Bari unos meses antes, con la idea de hallar una ciudad donde se alternaban un verano cálido, un otoño tranquilo y una dulce primavera. Ni siquiera había considerado que el invierno pudiera prolongarse hasta mayo.

Y tampoco había tenido en cuenta la posibilidad de quedar abrumado por el trabajo en una sede que todos consideraban tranquila en los años ochenta. Una sede de paso para adelantar en la carrera, convertirse en capitán, etcétera.

Etcétera.

Pronto se dio cuenta de que las cosas no eran así.

Estaba la rutina de los arrestos por droga, por hurtos menores, por robos en pisos; estaban los procedimientos en la ciudad y en la provincia por hurtos, extorsiones, atentados con dinamita. Homicidios.

Había algo parecido a la mafia que serpenteaba bajo la superficie. Algo opaco, como la criatura endeble y monstruosa que se entrevé a través de la cáscara transparente del huevo de un reptil.

Y además las violaciones. Una igual a la otra, con claridad obra del mismo fantasma al que se afanaban inútilmente por atrapar, tanto ellos como los carabinieri y los de la brigada móvil. Como siempre en orden abierto.

Aquella noche había habido otra. La quinta, por lo que sabían. La quinta denunciada, porque a menudo, en aquella clase de delito, las víctimas se avergonzaban y no tenían ni siquiera el valor de llamar a los carabinieri o a la policía.

Chiti se dejó caer en la silla detrás del escritorio, prendió un cigarrillo y comenzó a hojear los borradores de informes que habían preparado sus suboficiales.

Informe de servicio del coche patrulla, informaciones sumarias de la víctima, declaraciones de un par de testigos. ¿Testigos? Dos tipos que habían visto a la joven salir de un portal, la habían socorrido, habían llamado al 112. Sobre el autor, una vez más, ni una palabra. Un verdadero fantasma.

Aparte de las víctimas nadie lo había visto nunca. En realidad ni siquiera ellas. A todas les había dicho que no intentaran mirarlo a la cara o las mataría. Todas habían obedecido.

Chiti se disponía a leer el borrador del informe para la fiscalía cuando en la habitación se asomó el cabo Lovascio con la misma frase de todas las mañanas.