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– ¿Tomará un café, señor teniente?

Dijo que sí, que gracias, que lo tomaría, y Lovascio desapareció en dirección a la cantina.

Las primeras veces decía que no, gracias, e iba solo a buscarlo a la cantina, no hacía falta que Lovascio se molestase. Quería decir exactamente eso: no quería molestar, se sentía incómodo si le servían. Después comprendió que Lovascio se sentía mal ante tales rechazos. Aquella incomodidad era algo que el cabo no podía ni siquiera concebir en un oficial y se convencía de que el rechazo era por antipatía hacia su persona. Cuando Chiti lo comprendió, comenzó a aceptarlos.

Volvió al borrador del informe. Sabía que encontraría toda clase de errores gramaticales. Algunos sin importancia, otros extraordinariamente fantasiosos. Sabía que los dejaría pasar casi todos, firmando sin demasiados cuestionamientos. Esto también era el resultado de un cambio. Al principio lo corregía todo, de la sintaxis a la ortografía y hasta la puntuación. Luego se dio cuenta de que no se podía seguir así: los hombres quedaban mal, él pasaba horas corrigiendo textos casi siempre incorregibles y nadie, entre los superiores, en la fiscalía o en cualquier otra parte, se daba cuenta de la diferencia. De modo que un tiempo después se adaptó. Cambiaba algo, aquí y allá, como para mostrar que lo leía todo; pero, en resumen, se adaptaba.

Por otra parte, siempre había sido muy hábil en adaptarse.

2

Lovascio se asomó a la habitación. Aunque aquella mañana ya había traído el café, debía de haber alguna otra cosa.

– Señor teniente, el señor coronel Roberti quiere hablarle. Quiere que vaya enseguida.

Chiti apagó el cigarrillo y cerró el expediente. Estaba seguro de que el coronel quería saber si había alguna novedad en la investigación de las violaciones. Aquel asunto se estaba empezando a descontrolar y ponía nervioso a todo el mundo. No había novedades y eso no contribuiría a reducir el nerviosismo del coronel.

El teniente recorrió los pasillos del edificio fascista que ocupaba el comando. No tenía ganas de encontrarse con el coronel y habría preferido que su superior inmediato, el capitán Malaparte, no hubiese partido hacia la escuela de guerra para ascender a mayor y no le hubiera dejado solo, a los veintiséis años, para dirigir el núcleo operativo.

Llamó a la puerta, oyó la voz aguda del coronel que decía adelante, entró. Permaneció en posición de firmes a tres metros del escritorio hasta que Roberti, ya seguro de que el ritual militar había sido respetado, le hizo señas de acercarse y sentarse.

– Y bien, Chiti, ¿tenemos alguna novedad de este asunto de las violaciones?

– A decir verdad, señor coronel, estamos tratando de organizar todos los elementos de que disponemos. Pero, naturalmente, necesitamos compararlos con los de la brigada móvil. Sobre cinco episodios, tres fueron denunciados en nuestras oficinas y dos en las de ellos. Ya sabe que no es muy fácil trabajar juntos…

– Es decir que no tenemos nada nuevo.

Chiti se pasó la mano por el mentón y la mejilla, sintiendo el roce de la barba a contrapelo. Antes de hablar respondió con un gesto de cabeza, como de derrota.

– No, señor coronel. No tenemos nada nuevo.

– El procurador me toca los cojones, el prefecto me toca los cojones, los diarios me tocan los cojones con este asunto. ¿Qué puedo decir a este montón de tocacojones? ¿Qué hemos hecho hasta el momento?

A Roberti le gustaba soltar tacos. Tal vez pensaba que le daban un aire viril. En cambio, con aquella voz chillona el efecto era totalmente opuesto, pero él nunca lo sabría.

– Lo de siempre, señor coronel. El primer caso fue denunciado por lo menos tres horas después de lo ocurrido. La joven volvió a su casa, se lo contó a sus padres y ellos la acompañaron al cuartel. Enviamos un coche patrulla al lugar, pero, obviamente, sólo encontraron la calle desierta. En los casos segundo y tercero actuó la brigada móvil, porque las jóvenes fueron a hacerse atender en primeros auxilios y allí está el puesto fijo de la policía de Estado. De todos modos, conseguimos copias de las denuncias, y los hechos han ocurrido más o menos del mismo modo. Todos en los zaguanes de casas populares en las que el portal permanece abierto, incluso de noche. En los últimos dos casos procedimos nosotros. En un caso la víctima vino directamente hacia nosotros, sola. En el otro, que además es el último, dos transeúntes han llamado al 112 al ver a la joven llorando en el suelo, cerca del portal donde tuvo lugar la agresión…

– Bueno, está bien. ¿Qué estamos haciendo, en concreto? ¿Detenciones, seguimientos, tenemos algún nombre? ¿Qué dicen los informantes?

¿Detenciones de quién si no tenemos ni un asomo de sospecha? ¿Y qué pueden decirnos los informantes? Este tío es un maníaco, no un camello o uno que anda buscando.

Pero no dijo eso.

– A decir verdad, señor coronel, nos faltan las bases mínimas para poder solicitar una detención en la fiscalía. Es verdad que hemos presionado a todos nuestros informantes, pero ninguno sabe nada. Cuando se trata de un maníaco y no de un delincuente común esto es bastante normal.

– Chiti, no me has entendido. Debemos dar una respuesta acerca de este asunto, debemos arrestar a alguien. De un modo o de otro. El año próximo debo irme de Bari y no quiero que eso ocurra con este caso sin resolver.

Parecía que había terminado. En cambio, continuó después de una breve pausa, como si hubiera estado a punto de olvidar algo importante.

– Por otra parte, tampoco tu carrera tendría el mejor de los comienzos, mi querido Chiti. Recuérdalo.

Mi querido Chiti.

Trató de ignorar la última frase.

– Estuve pensando, señor coronel, en consultar algún psicólogo experto en criminología para intentar trazar una especie de perfil psicológico de este elemento. Lo hacen en el FBI, lo leí en una publicación y…

El coronel alzó el tono de voz, que se volvió más chillona y desagradable todavía.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Perfil psicológico? ¿FBI? Chiti, los criminales no se atrapan con esas gilipolleces norteamericanas. Las pesquisas se hacen con los informantes. Informantes, detenciones, control del territorio. Quiero que todos nuestros hombres estén en la calle, que hablen con sus informantes y los presionen. Quiero coches patrulla de civil recorriendo la ciudad toda la noche. Debemos atrapar a este maníaco antes de que lo haga la brigada móvil. Escoge a algunos hombres con un par de huevos y ponlos a trabajar enseguida sólo en este asunto. Para ver al FBI y la CIA te vas al cine. ¿Está claro?

Estaba claro, por supuesto. El coronel nunca había llevado a cabo una investigación digna de ese nombre en una carrera transcurrida entre cómodos despachos ministeriales y comandos de batallones y escuelas de suboficiales.

La lección de técnica investigativa había terminado. No había nada más y el coronel le hizo un gesto con la mano indicando que podía irse. Como se hace con un servidor molesto.

Igual que Chiti había visto hacer a su padre durante tantos años con los subalternos, con la misma expresión obtusa de altivez y desprecio.

Chiti se levantó, dio tres pasos hacia atrás y entrechocó los talones.

Luego por fin se dio la vuelta y se marchó.

3

Otra noche de aquéllas. Ocurría siempre de la misma manera. Chiti se dormía casi enseguida, un par de horas de sueño sombrío y profundo, luego le despertaba el dolor de cabeza. Una punzada sorda entre la sien y el ojo, a veces a la derecha, otras a la izquierda. Permanecía en la cama algunos minutos, mientras aquel dolor aumentaba y lo desvelaba del todo. Cada vez tenía, durante pocos minutos, la absurda esperanza de que el dolor de cabeza pasara espontáneamente, como había llegado, y él pudiera dormirse de nuevo. No pasaba nunca.