Выбрать главу

Francesco conocía a mucha gente, algo que yo ya había notado la primera noche. Conocía a personas muy diferentes entre sí con las cuales, a veces, yo no conseguía ni siquiera imaginar cómo había entrado en contacto.

La así llamada «gente bien» de Bari compuesta por profesionales, sólidas riquezas familiares y las chicas más hermosas, los ambientes de los comerciantes y de los nuevos ricos, adonde iba de cacería para atrapar a nuestras víctimas; los grupos alternativos que se encontraban en las casas de juego y los locales subterráneos. Y los delincuentes, sobre todo los de los garitos, pero también los que se ocupaban de otros tráficos.

Tenía una extraordinaria capacidad mimética. Según el círculo de gente modificaba su modo de comportarse, de hablar, hasta de moverse. Estaba -parecía- siempre a sus anchas, cualquiera que fuese el ambiente.

Aquel sábado por la mañana habíamos quedado para el aperitivo. Cuando llegué ya estaba en el bar, sentado a una mesita con dos chicas que nunca había visto antes. Las dos eran llamativas, maquilladas con demasiado cuidado, demasiado perfumadas, vestidas demasiado a la moda. Todo demasiado.

– Éstas son Mara y Antonella. Él es mi amigo Giorgio -dijo Francesco. Tenía una sonrisa que yo conocía bien. La sonrisa de cuando se divertía a costa de alguien.

Estreché las manos de Mara y Antonella, me senté y pedimos los aperitivos.

Mara trabajaba en una compañía de seguros. Antonella seguía un curso para sacarse el título de protésica dental. Las dos tenían poco más de veinte años y un acento mortal, fumaban cigarrillos exóticos y mascaban chicles con clorofila.

Hablamos de muchas cosas, todas interesantes. De horóscopos, por ejemplo. De cuál era el mejor día para ir a una discoteca, si el viernes o el sábado. De que las dos habían dejado a sus respectivos novios, un par de aburridos, y ahora querían divertirse. Eso especialmente lo dijo Mara y luego ambas nos miraron a la cara para ver si el concepto había sido expresado con suficiente claridad.

Era un día hermoso y, en un momento dado, Francesco propuso que fuéramos juntos a comer a un restaurante con vistas al mar. Ninguna de las dos puso objeciones y salimos del bar para buscar el coche. Mientras caminábamos, Francesco y yo íbamos unos metros adelante.

– Esta tarde las tenemos a las dos -dijo Francesco en voz baja.

– ¿Qué estás diciendo? -pregunté, también en voz baja. Él prosiguió como si yo no hubiera abierto la boca.

– Hacemos que beban un poco y después nos las tiramos. Aunque no sería necesario ni que bebieran. Ya se mueren de ganas.

Tenía razón y me dio risa. No porque fuese divertido sino de nervios. Tuve que hacer un esfuerzo para contenerme y se me quedó una sonrisa estúpida. La sentía en los labios como una mueca. Entonces, para borrar esa mueca, dije lo primero que se me ocurrió.

– Bueno, ¿dónde vamos?

– No te preocupes, tengo un lugar. Llevemos tu coche, que con estas dos el BMW da el golpe.

De modo que llevamos mi BMW negro que, efectivamente, impresionó a aquellas dos. Fuimos a un restaurante con vistas al mar, fuera de la ciudad, y comimos erizos de mar, marisco crudo y langostinos a la parrilla. Bebimos vino blanco frío y, a medida que las copas y las botellas se vaciaban, la conversación se condimentaba con alusiones sexuales cada vez menos implícitas y menos elegantes.

Aquel día descubrí que Francesco tenía una especie de pied-à-terre. Con dos ambientes y cocina, muebles nuevos y aspecto anónimo, de habitación de hotel.

Eran las cuatro cuando entramos allí con Mara y Antonella, bastante ebrias. No hubo formalidades, preliminares o problemas de acomodamiento. Antonella y yo terminamos en el dormitorio mientras Francesco y Mara se quedaron en la sala de estar, equipada con un gran sofá negro.

Cuando yo estaba entrando en el dormitorio, mi mirada se cruzó con la de Francesco, que me guiñó un ojo.

Ese guiño era un gesto obsceno, pero entonces no me di cuenta. No podía y no quería darme cuenta. De modo que, una vez más, respondí con una sonrisa idiota.

Enseguida me derrumbé en la cama enredado con Antonella. Recuerdo sobre todo su aliento, de vino y humo frío. Mientras teníamos sexo -lo hicimos varias veces, largo tiempo- me llamaba amor y yo me decía para mis adentros: ¿Amor? ¿Quién te conoce? ¿Quién eres? Y de nuevo me daban ganas de reír como un idiota. Pensaba que estaba allí, follando con aquella chica -joven y guapa- y no la conocía. En cierto momento casi tuve que detenerme y hacer un esfuerzo para recordar su nombre.

Habría debido sentirme incómodo y en cambio me recorría una especie de euforia idiota.

En una pausa prendimos un cigarrillo, lo fumamos juntos y ella se reía mientras me daba un codazo por los ruidos que llegaban de la otra habitación. Hasta empezó a decir algo al respecto pero se interrumpió bruscamente. Permaneció un momento inmóvil, con un extraño aire absorto.

Luego se tiró un pedo.

Fue un ruido agudo y prolongado, una especie de matasuegras de carnaval en la penumbra de aquella habitación desconocida.

Por un instante se puso una mano en la boca antes de hablar.

– ¡Virgen santa!, disculpa. A veces me ocurre después de un buen polvo. No consigo contenerme. Debe de ser porque estoy tan relajada.

Yo estaba turbado y no sabía qué decir.

Por otra parte, ¿cómo responder de modo educado a una frase semejante?

¿No te preocupes, también a mí cuando estoy relajado me gusta tirarme un buen cuesco? ¿Según el humor y lo que haya comido suelto también un par de eructos? Así, como para hacerla sentir cómoda.

No dije nada y, por otra parte, ella ya estaba de nuevo perfectamente a sus anchas, incluso sin mi ayuda.

Me hizo deslizar la mano por la barriga y luego entre las piernas. La dejé hacer.

A la noche, cuando nos fuimos, me di cuenta de que no había pensado en Giulia ni siquiera por un segundo.

5

Habría debido presentarme a Derecho Civil a principios de mayo, en la convocatoria correspondiente. Casi no había abierto un libro en las semanas precedentes. El día del examen fui a la universidad como un sonámbulo, llené la papeleta y esperé mi turno. Cuando llamaron al que estaba inmediatamente antes que yo, me levanté y me fui.

Nunca me había ocurrido antes. En mi expediente había sólo treintas y no había faltado a ninguna convocatoria.

Hasta aquella mañana de mayo.

Cuando salí de la universidad estaba algo desorientado. Vagabundeé un poco sin darme cuenta bien de lo que había pasado, con la vaga percepción de un desastre inminente.

Después me dije ¡qué diablos!, podía ocurrir. Había hecho bien en retirarme porque en las últimas semanas había estado un poco distraído y apenas había estudiado. Así había evitado hacer un papelón inútil, con el aplazo de rigor y su anotación en el acta con consecuencias sobre el promedio, etcétera.

Me tomaría uno o dos días de tiempo y me pondría a estudiar de nuevo. En junio, máximo julio, me examinaría de Derecho Civil. Me licenciaría en diciembre en vez de en pleno verano. De todas maneras, siempre antes que mis compañeros de curso. No ocurría nada por un pequeño retraso; había ido tan condenadamente rápido hasta ese momento. ¿Quién podía quejarse?

Esos pensamientos me tranquilizaron y recobré el buen humor mientras caminaba hacia casa, contento por haber tomado la costumbre de no avisar cuando me presentaba a examen y, por lo tanto, de no estar obligado a inventar alguna mentira ese día.

Me tomé dos días de tiempo.

Después tomé otros porque todavía no me sentía listo para recomenzar. Y después otros más, porque había salido demasiadas veces y regresado demasiado tarde por la noche, y de día debía recuperar el sueño.

Luego, simplemente, dejé de pensar en eso.

Además, desde hacía algunas semanas, había empezado a estudiar una materia nueva.