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Una noche, mientras estábamos en el coche fumando y charlando de cosas sin importancia, pedí a Francesco que me enseñara alguno de sus trucos. Lo dije por decir, como se dicen tantas cosas que después no llegan a ninguna parte. Es cierto que la idea de poder hacer con las cartas lo que él hacía me gustaba, pero no pensé que iba a tomar mi petición en serio.
En cambio la tomó muy en serio.
– ¿Estás seguro de querer aprender? -Me pilló de improviso. Hacía siempre algo distinto de lo que cabía esperar. Yo decía algo serio y él se lo tomaba como una broma. Y yo me sentía incómodo y empezaba a pensar que, en el fondo, tal vez no fuera tan serio. Tal vez.
O cuando decía algo gracioso, una ocurrencia o cualquier otra cosa. Él no reía y me miraba con aire de asombro, casi de ofendido, en silencio. A veces me explicaba que aquél era un tema serio, acerca del cual no había por qué reírse o bromear. Y de nuevo me sentía incómodo o a disgusto y pensaba que probablemente tuviera razón y que una vez más se me había escapado algo.
Tenía esa capacidad de formular juicios rápidos e irrevocables, en los cuales sobrevolaba una nota de desprecio hacia quien no hubiese estado de acuerdo.
Todo eso lo entendí después. En aquel entonces simplemente me parecía que él tenía más instrumentos que yo para entender el mundo y las situaciones, para decidir cómo comportarse.
– Manipular las cartas, manipular los objetos, son cosas que van mucho más allá del simple gesto de destreza. La verdadera habilidad del prestidigitador consiste en la capacidad de influir en las mentes. Y realizar un juego de prestidigitación acertado significa crear una realidad. Una realidad alternativa donde tú eres quien establece las reglas. ¿Lo entiendes?
– Creo que sí. A mí me parece… -Me interrumpió. La respuesta, obviamente, no le interesaba.
– Si alguien dice que la vida no es una continua secuencia de manipulaciones, es un mentiroso o un imbécil. La verdadera diferencia no consiste en manipular o no. La diferencia está entre manipular conscientemente y hacerlo inconscientemente. Piensa en un tipo casado hace poco tiempo. Una noche vuelve a casa y le dice a su mujer que le han invitado a un encuentro de viejos amigos, o a una partidita de póquer, para quedarnos en el tema. ¿Le molesta si va? No, si él tiene ganas, dice ella después de un breve titubeo, con una cara que expresa lo contrario de lo que ha dicho. Si no quieres me quedo en casa, replica él. No, no, ve si quieres, replica ella con palabras. Pero su cara dice: está claro que yo no te importo, si quieres salir solo. Él entonces está incómodo porque recibe dos mensajes contradictorios y se pone nervioso. Insiste y repite que no es indispensable y que puede quedarse en casa; y ella insiste en decir, con palabras, que puede ir. Al fin, sintiéndose culpable, él decide no salir. No podrá acusarla de haberlo obligado, porque ella le ha dicho que, si quería, podía salir. No podrá quejarse porque ha sido él quien decidió no salir. Y eso le hará sentir incómodo. Ella lo ha manipulado, pero ninguno de los dos lo sabe en el plano consciente.
Yo lo miraba: ¿adónde quería llegar?
– Los juegos de prestidigitación o hacer trampas en las cartas son una metáfora de la realidad cotidiana, de las relaciones entre las personas. Hay alguien que dice cosas y al mismo tiempo actúa. Lo que en verdad ocurre permanece escondido entre los pliegues de las palabras y sobre todo de los gestos. Y es distinto de lo que parece. Sólo que el actor lo sabe y controla el proceso. La sustancia de las cosas, su verdad, es casi siempre diferente de lo que por norma general se percibe. Las cosas ocurren en lugares y momentos distintos de los que creemos, miramos o percibimos. Las verdaderas intenciones son distintas de las declaradas. Por ejemplo, intenta averiguar acerca de los verdaderos móviles que inducen a las personas a realizar las así llamadas buenas acciones. Lo que descubrirás no va a gustarte. La verdad es difícil de soportar y es para pocos.
Intenté interrumpirle y decir algo. Fue inútil. Él debía completar el concepto con lo que más le interesaba.
– Fíjate por ejemplo en el póquer. Hay quien se sienta a la mesa porque quiere perjudicar a alguien. La maldad es un requisito indispensable. El jugador mediocre se sienta a la mesa esperando que la suerte sea buena con él y mala con sus adversarios. Imagina que a este hipotético jugador mediocre se le presenta alguno -un ángel o un demonio- antes de una partida, y le dice que sabe cómo hacerle ganar una cantidad de dinero increíble en esa partida. A cambio quiere la mitad de las ganancias. Nuestro jugador pregunta cómo puede ser posible y aquél le dice que no se preocupe. Sólo debe decidirse por sí o por no. Si es sí, deberá comprometerse a entregar la mitad de lo que gane en esa partida. Y basta.
»¿Qué crees que hará nuestro hipotético jugador? ¿Piensas que se negará argumentando que saber con anticipación que ganará constituye una violación de la ética del juego del póquer? ¿Piensas que alguien rechazará una propuesta semejante?
Tomé los cigarrillos y encendí uno. Francesco me lo quitó después de la primera calada y se lo quedó. Encendí otro mientras él volvía a hablar.
– Nuestro jugador aceptará. Y le gustará sentarse a la mesa sabiendo que el destino ya está de su parte y disfrutará de cada momento de esa partida. Lo único que le fastidiará un poco será compartir ese dinero al final.
»Imagina otro caso, una partida entre jugadores de domingo y un jugador profesional. No quiero decir un manipulador de cartas. Un verdadero profesional del póquer. ¿Cuántas posibilidades crees que tendrán los aficionados con el profesional? ¿Piensas que tendrán más que las que tienen cuando juegan con nosotros? No. Tienen exactamente la misma cantidad: cero. El método es diferente pero el resultado es el mismo. La suerte no tiene nada que ver.
Sus ojos verdes relampagueaban en la penumbra del coche. La brasa del cigarrillo casi totalmente consumido estaba junto a sus dedos. Las ventanillas estaban bajadas, el aire era suave y el silencio era sólo interrumpido de vez en cuando por el paso de un ciclomotor con el tubo de escape trucado.
– Has jugado al póquer con regularidad antes de que nos hiciéramos socios. ¿Recuerdas la emoción que sentías cuando tenías una carta ganadora con un pozo grande? ¿Era diferente de la que experimentas ahora cuando tienes una carta ganadora, aunque la así llamada suerte no tenga nada que ver?
Tenía razón. Condenadamente tenía razón.
– La gente manipula y es manipulada. Engaña y es engañada a continuación sin darse cuenta. Hace mal y le hacen mal sin que se dé cuenta. Se niega a darse cuenta porque no podría soportarlo. El juego de prestidigitación es honesto porque de antemano está claro que la realidad no es lo que parece. Y en cierto sentido, en una dimensión universal, también es honesto hacer trampas con las cartas. Quiero decir que el control de la situación se pide en préstamo al azar y está en nuestras manos. Sé que puedes entenderlo. Por eso te elegí. No le diría esto a nadie más. Nosotros desafiamos la obtusa brutalidad del azar y la vencemos. ¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes? Violamos reglas mediocres y elegimos el curso del destino. Yo y tú.
Dejó de hablar bruscamente, después de haber dicho las últimas palabras en un tono más alto e insólito. Ahora parecía exhausto. Me sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo y encendió otro. Apenas había apagado el anterior. Pensé que los dos estábamos fumando demasiado y me noté un gusto rancio en la boca. Por unos instantes tuve una sensación de vértigo mientras en el cerebro me daba vueltas esta frase: «Todo esto es un montón de gilipolleces». Fue un fenómeno muy extraño porque la veía mentalmente como en una página blanca; y al mismo tiempo la sentía como si alguien la pronunciara dentro de mi cabeza y la percibía como una entidad dotada de consistencia física.