Pero no dije nada y esa frase se disolvió cuando Francesco volvió a hablar después de haber aspirado con violencia la mitad de su cigarrillo.
– Te enseñaré. Eres el único a quien podría enseñarle porque sé que comprendes de verdad lo que estoy haciendo.
Asentí y él me pidió que lo llevara a su casa. Estaba muy cansado.
Di el contacto y encendí el radiocasete. El BMW se deslizó por las calles mal iluminadas, líquido como el mercurio.
En la habitación, a bajo volumen, la voz todavía joven de Leonard Cohen cantaba la canción de Marianne. Ahora Francesco estaba callado. Miraba hacia adelante, estaba en otra parte.
De pronto sentí soledad y miedo. Gélidos. Me vino a la mente algo de cuando era niño, pero era un recuerdo vago y pasó antes de que lograra aferrarlo. Como un sueño de esos que se tienen de mañana entre el sueño y la vigilia.
Un sueño triste.
7
Dos días después Francesco me telefoneó diciéndome que nos veríamos esa tarde a las tres. Para empezar.
Nunca había estado antes en su casa y ni siquiera la había imaginado.
Era un apartamento oscuro y deprimente. Olor a cerrado, a rancio. Muebles viejos pero sin ninguna dignidad. No antiguos, viejos.
La casa estaba en orden, pero era un orden extraño. Bajo la superficie había algo fuera de lugar: algo sustancialmente fuera de lugar.
Sabía que Francesco vivía solo con la madre, pero esa tarde descubrí que era una anciana. Con una cara seca, hostil, llena de resentimiento.
Francesco me hizo pasar a su cuarto y cerró la puerta. Era una habitación más bien grande. Allí dentro se sentía mucho menos el olor a rancio que parecía estancado en todo el resto del piso. Un escritorio de niño, cubierto de libros; libros en los estantes, en el suelo e incluso algunos sobre la cama. Una gran caja de cartón llena de historietas de Tex Willer y del Hombre Araña. Las paredes desnudas. Había sólo un viejo póster con la cara de Jim Morrison que miraba hacia un punto impreciso. Todo el destino estaba ya escrito en aquella mirada.
Francesco no decía nada y ni siquiera me miraba. Abrió un cajón del armario, sacó una baraja de cartas francesas, hizo lugar en el escritorio apartando algunos libros dispersos, me indicó una silla y se sentó en la otra. Sólo entonces alzó la mirada hacia mí. Permaneció así muchos segundos, con una expresión extraña, como si no supiera qué hacer. Por primera vez desde que lo conocía parecía vulnerable. En aquel momento tuve un sentimiento de afecto y de ternura hacia él.
Por fin apoyó las cartas en el escritorio.
– Mi padre dejó esta casa cuando yo tenía trece años. Era más joven que mamá y se fue con una mujer más joven que él. Mucho más joven. Una relación más bien banal, me imagino. Dos años después tuvo un accidente de coche con su amiga. Murieron los dos.
Se interrumpió casi con brusquedad, fue hacia la ventana y la abrió. Luego tomó un cenicero de un cajón, se sentó y encendió un cigarrillo.
– Nunca lo perdoné. Quiero decir: no sólo por haberse marchado. No lo perdoné por haberse muerto sin darme la posibilidad de hacerle pagar por haberse ido y dejarme solo. Cuando murió tuve una sensación extraña y muy desagradable. Sentía un dolor terrible y, al mismo tiempo, una rabia infinita. Se me había escapado. Maldita sea, se me había escapado. No pensaba literalmente estas palabras pero el sentido era ése. Había pensado tantas veces en cómo le habría echado en cara, de adulto, lo que había hecho. Yo, un hombre de éxito, y él, un padre viejo que tal vez quería recuperar una relación con el hijo abandonado tantos años antes. Demasiado cómodo hacerlo ahora, le habría dicho. Demasiado cómodo después de haberme dejado solo cuando te necesitaba. Demasiado cómodo morir de aquella manera, sin pagar las cuentas.
Se pasó las manos por la cara. Arriba y abajo, con fuerza, como si quisiera lastimarse.
– Joder, yo le quería a ese desgraciado. Me sentí terriblemente solo cuando se fue. Después siempre me sentí solo.
Terminó como había comenzado, con brusquedad. Volvió a coger la baraja de cartas, hizo dos o tres ejercicios velocísimos con una mano sola y después dijo que podíamos empezar.
El tono de voz era de nuevo el que conocía. La cara también.
Sacó de la baraja la reina de corazones y los dos dieces negros, trébol y pica.
– ¿Conoces el juego de las tres cartas?
Lo conocía en el sentido de que había oído hablar de él, pero nunca lo había visto jugar.
– Entonces presta atención. La reina gana, el diez pierde. La reina gana y el diez pierde.
Dejó las tres cartas sobre el escritorio con suavidad, una junto a otra. Vi claramente que colocaba la reina a la izquierda.
– ¿Dónde está la reina?
Toqué con el índice la carta de la izquierda. Me dijo que la destapara y vi que era el diez de tréboles.
¿Cómo lo había hecho? Las había apoyado tan lentamente que era imposible que me hubiera equivocado.
– Hazlo de nuevo -dije.
Cogió la reina y un diez con la mano derecha, sujetándolas entre el pulgar y el índice y entre el pulgar y el medio. Tomó el otro diez con la izquierda, sujetándolo entre el pulgar y el medio.
– La reina vence, el diez pierde. ¿De acuerdo?
No contesté y le miraba las manos para que no se me escapara ningún movimiento. Se movió de nuevo con lentitud, depositó las cartas, me pidió que encontrara la reina. Indiqué de nuevo la carta de la izquierda. Me dijo que la destapara y otra vez encontré un diez.
Repitió el juego seis o siete veces y nunca conseguí descubrir dónde estaba la reina. Ni siquiera tratando de adivinar para escapar a la ilusión de aquellas manos que se movían de un modo hipnótico e inaprensible.
Es difícil explicar a quien no lo ha experimentado el sentimiento de frustración producido por un juego que parece tan sencillo. Las cartas son sólo tres. La reina está, seguro, y todo se desarrolla ante tus ojos, a pocos centímetros. Y sin embargo no tienes ninguna esperanza de encontrarla.
– Las posibilidades del apostador en este juego son muy cercanas al cero. Aprender esta manipulación es un buen modo de empezar. Los principios fundamentales se aprenden enseguida.
Me explicó y después repitió el juego dos o tres veces, todavía muy lentamente para enseñarme la técnica. Aun entonces, cuando ya conocía el truco y sabía dónde estaba la reina, me ocurría que señalaba la carta equivocada.
Luego me dio las tres cartas y me dijo que probara.
Probé. Y volví a probar una y otra vez. Él me corregía, me explicaba cómo debía tener las cartas, cómo debía dejarlas, cómo debía dirigir la mirada -no sobre la reina- y todo el resto.
Era un buen maestro, y yo un buen alumno.
Cuando terminamos, tal vez tres horas después de haber entrado en aquella habitación, me dolían las manos pero ya era capaz de efectuar de un modo aceptable aquella magia.
Eso me dio una sensación de embriaguez. Ardía en deseos de mostrársela a alguien, acaso a mis padres en cuanto volviera a casa. Francesco me leyó el pensamiento.
– Todo el mundo sabe que estos juegos no se enseñan a nadie hasta que no se dominan del todo. Hacer un juego de prestidigitación y que te descubran es una tontería frustrante. Hacerlo en la mesa de juego y que te descubran implica riesgos un poco más serios.
Hice un gesto de suficiencia con las manos, como para indicar que me estaba diciendo cosas obvias.
Todo el mundo lo sabe, exactamente.
8
Tenía esos sueños desde que era niño. Correspondían a un pasado impreciso que tal vez no había existido nunca. En lugares desconocidos y tranquilizadores, con presencias amigas. Tibieza, espera, orden, deseos, emociones, habitaciones luminosas y cálidas, niños que jugaban, voces remotas y familiares, serenidad, olores de comida y de limpio.
Nostalgia un poco melancólica y dulce.