Eran sueños recurrentes. No era una verdadera historia ni había personajes reconocibles ni lugares conocidos. Sin embargo, eso era lo extraño, en aquellos sueños le parecía estar en casa.
Cuando los tenía, el despertar era muy desagradable.
Se parecía siempre, de la misma manera, a cuando había muerto su madre.
Él todavía no tenía nueve años y una mañana, al despertarse, había encontrado la casa llena de gente. Su madre no estaba. La mujer de uno de los oficiales de su padre -el general- lo había tomado a su cuidado y se lo llevó a su casa.
– ¿Dónde está mamá?
Aquella señora no contestó enseguida. Primero lo había mirado largamente, con una expresión de desconcierto y a la vez de incomodidad. Era gorda, con una cara enorme de expresión cohibida.
– Tu mamá no está bien, tesoro. Está en el hospital.
– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? -Y mientras hablaba, el niño sentía que las lágrimas irrumpían junto con una desesperación desconocida hasta aquel momento.
– Tuvo un accidente, tu mamá está… Está muy mal. -Después, no sabiendo qué decir, lo abrazó. Era blanda y desprendía un olor parecido al de la criada de la casa. Un olor que el pequeño Giorgio nunca olvidaría.
La madre no había tenido ningún accidente.
La noche anterior el padre había salido, como ocurría a menudo. Cenas oficiales, trabajo, algo más. La madre casi nunca lo acompañaba. A las nueve y media en punto, como siempre, lo había acostado y le había dado el acostumbrado beso en la frente.
Luego había ido al lugar más lejano de aquella casa enorme -el alojamiento del comandante general, el más grande de todos-, se había encerrado en un baño de servicio con un almohadón y una pequeña pistola calibre 22 que el padre le había regalado unos años antes.
Nadie había oído el ruido del disparo, apagado por el almohadón y disperso por los corredores oscuros de aquella casa demasiado grande y tétrica.
Aquella noche, la madre había cumplido treinta años.
Los tendría para siempre.
El teniente Giorgio Chiti pensaba que él también se volvería loco. Como su madre. Muchos años después, con su tono helado y distante, sin compasión, sin sentimiento, sin nada, su padre le había explicado que estaba enferma de los nervios.
Enferma de los nervios quería decir loca.
Y él se parecía a su madre, por cierto. La misma cara, los mismos colores; algo ligeramente femenino en su fisonomía, algo ligeramente masculino y remoto en la fisonomía de ella en aquellas pocas fotografías desenfocadas. En los recuerdos cada vez más descoloridos.
Tenía miedo de volverse loco.
A veces estaba seguro de que se volvería loco como su madre. Ya no tendría el control de sus pensamientos y de sus actos, como le había ocurrido a ella. A veces, la idea de la locura como un destino ineluctable se volvía obsesiva e insoportable.
En aquellos momentos se ponía a dibujar.
Dibujar y pintar -junto con el piano-, así llenaba la madre sus días largos y vacíos en aquellas casas escondidas en los cuarteles. Casas siempre demasiado limpias, con los suelos relucientes, todas con el mismo olor a cera, todas sin ruidos, sin voces.
Despiadadas.
Giorgio era igual a la madre aun en eso. Desde pequeño era capaz de copiar dibujos dificilísimos, inventar animales fantásticos y sin embargo increíblemente realistas. Medio gato y medio paloma; medio perro y medio golondrina; medio dragón y medio hombre; extraños. Y sobre todo le gustaba dibujar rostros. Le gustaba hacer retratos de memoria. Veía un rostro, se lo grababa en la cabeza y después -incluso horas o días después- lo copiaba en el papel. Esto sobre todo no lo había cambiado al hacerse mayor. Dibujaba de memoria las caras de la gente. Eran iguales a las que había visto y, al mismo tiempo, distintas, como si en las fisonomías ajenas estuvieran incorporados su inquietud y sus temores.
Caras. Caras locas. Caras infelices. Caras gélidas, lejanas y hurañas como la de su padre. Caras crueles.
Caras remotas, llenas de melancolía y añoranza, que miraban a algún punto lejano.
9
Del trabajo de archivo no se había obtenido nada. Había una treintena de sujetos con antecedentes específicos compatibles con la modalidad de violaciones sobre las que estaban trabajando. Algún violador confeso, voyeuristas, acosadores de plazas públicas. Los habían controlado a todos, uno por uno.
Algunos estaban en la cárcel en la época de las agresiones; otros tenían coartadas irrefutables. Algunos eran inválidos o viejos. O en cualquier caso, físicamente incapaces de cometer aquella clase de agresión.
Al fin habían seleccionado a tres, carentes de coartada y cuyo aspecto no contradecía los fragmentos de descripciones físicas proporcionadas por las víctimas.
Obtuvieron las órdenes y fueron a registrar sus casas. A ciegas, sin una idea precisa. Buscaban algo que pudiera relacionarse con los hechos investigados. Hasta un recorte de prensa sobre aquella historia, por lo menos para decir que había, sino un indicio, un punto de partida para empezar a indagar.
No encontraron nada, aparte de montones de porquerías y de diarios pornográficos.
Durante un mes estuvieron recorriendo los lugares de las agresiones en busca de posibles testigos, alguien que hubiese visto algo. Aunque no fuera justamente la acción pero, por ejemplo, un tipo sospechoso apostado en aquellos lugares poco antes, alguien que volviera a pasar por allí poco después o en días sucesivos.
Chiti había leído que esos sujetos a veces regresan al lugar donde han cometido el abuso. Les gusta recordarlo justamente en el lugar, saborear la sensación de control, de poder, que la violencia les ha regalado. Así que sus hombres y él mismo habían recorrido durante horas y días, habían mostrado fotografías, habían hablado con comerciantes, porteros de edificios, inquilinos, mensajeros, mendigos.
Nada.
Estaban buscando un fantasma. Un maldito fantasma. Chiti pensó exactamente estas palabras mientras comunicaba a los suyos que por el momento podían suspenderse aquellas diligencias. Era una soleada mañana de junio, casi dos meses después del último episodio. El período de calma más largo desde el comienzo de aquel asunto. Sin atreverse a admitirlo, Chiti esperaba que todo terminara así, como había comenzado. La misma esperanza con la que esperaba que el dolor de cabeza nocturno pasara solo.
Dos días después ocurrió la sexta violación.
Chiti había salido de su despacho y del cuartel para cenar. Al centinela de guardia le había dejado dicho que volvería a medianoche y que, en caso de que ocurriera algo, siempre podían encontrarlo con el localizador inalámbrico. Había ido a comer la pizza de costumbre y después a dar una vuelta por la ciudad. Siempre solo, sin rumbo y con poco sentido.
Volvió hacia medianoche, un cuarto de hora después de que llamaran al 112. Una pareja, al volver del cine, había visto a la joven salir llorando de una calleja de casas viejas. Habían llamado a los carabinieri y enseguida llegaron dos coches patrulla radiomóviles; uno había acompañado a la víctima a primeros auxilios; el otro llevó a la pareja al cuartel para tomarle declaración.
Cuando llegó Chiti, la joven todavía estaba en primeros auxilios, pero casi habían terminado y pronto la acompañarían a la comisaría.
Los dos señores, marido y mujer, ambos profesores jubilados, no podían decir nada, absolutamente nada útil. Volvían del cine caminando cuando de repente habían oído sollozos, se habían vuelto hacia un portal por donde habían pasado un momento antes, precisó la señora, y habían visto salir a aquella joven.
¿Habían visto a alguien inmediatamente antes o después? No, no habían visto a nadie; en realidad habían pasado varios automóviles y no podían excluir que mientras socorrían a la joven hubiera pasado alguien a pie. Mejor dicho, seguramente había pasado alguien, precisó la señora, que parecía estar al mando de la pareja. Pero no se podía decir que lo hubieran notado, es decir, que pudieran proporcionar cualquier descripción.