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Y eso era todo.

Firmaron la inútil declaración mientras llegaba la joven, acompañada por un señor de unos cincuenta años, con el aire de quien todavía no entiende lo que pasa. El padre.

Ella era menuda, regordeta, ni guapa ni fea. Insignificante, pensó Chiti mientras la invitaban a sentarse ante el escritorio.

Quién sabe con qué criterio las elige, pensó mientras Pellegrini comenzaba a levantar el acta de la declaración con esa nueva máquina de escribir electrónica, que sólo él sabía hacer funcionar.

– ¿Cómo se encuentra, señorita? -En el mismo momento en que la hacía, pensó que era una pregunta idiota.

– Ahora un poco mejor.

– ¿Puede contarnos lo que recuerda de lo ocurrido?

La joven no contestó y bajó la cabeza. Chiti buscó con la mirada al sargento Martinelli y luego, con los ojos, señaló al padre que estaba allí, sentado. Martinelli lo comprendió y preguntó al padre si no le molestaría acompañarlo sólo durante unos minutos a la otra habitación.

– Tal vez le molestaba contarnos lo ocurrido ante su padre.

La joven asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

– Por otra parte, me doy cuenta de que podría estar igualmente molesta hablando con nosotros, que somos todos hombres. Podríamos buscar una psicóloga o una asistente social, si eso puede ayudarla. -Mientras hablaba se preguntaba dónde diablos podría encontrar una psicóloga o una asistente social a esas horas. Pero la joven dijo que no, gracias, no hacía falta. Bastaba con que no estuviese su padre.

– ¿Ahora quiere contarnos lo que recuerda? Con calma, tratando de comenzar desde el principio.

Había salido con tres amigas, sin sus chicos, como ocurría a menudo. Habían ido a tomar algo y a charlar a un local del centro y cerca de las once y media ella y otra se habían ido. Al día siguiente tenían clase en la universidad y no querían volver tarde. Habían recorrido juntas un trecho y luego se habían separado. Cada una hacia su casa.

No, nunca habían tenido problemas para volver a casa solas de noche. No, nunca habían leído en los periódicos ni visto en la televisión episodios como ése.

Sobre el momento de la agresión, Caterina -así se llamaba- se mostró obviamente más confusa. Hacía más o menos cinco minutos que había dejado a su amiga. Caminaba a paso normal, sin notar nada ni a nadie en particular. De improviso había oído un golpe fortísimo detrás, en la cabeza. Era algo duro, como un puño o un objeto rígido. Probablemente había perdido el conocimiento por unos instantes. Cuando volvió en sí estaba en el vestíbulo de un edificio viejo. Él la había hecho arrodillarse. Recordaba que olía mal, a suciedad, a comida podrida, a orines de gato. También recordaba su voz. Era tranquila y metálica. Aquel individuo parecía perfectamente dueño de sus actos. Le había dicho que hiciera ciertas cosas; que mantuviera los ojos cerrados y que no intentara mirarle la cara porque si desobedecía la mataría allí mismo con las manos. Pero todo con calma, como si estuviera haciendo un trabajo al que estaba acostumbrado. Y ella había obedecido.

Al fin le había dado otro puñetazo muy fuerte, en la cara. Luego le ordenó que no hiciera ningún ruido, que no se moviera y que contara hasta trescientos. Sólo entonces podría levantarse e irse. Había dicho que quería oírla empezar a contar en voz alta. Ella había obedecido y había contado en voz alta hasta trescientos en aquella entrada oscura, fétida y desierta.

No, no podía proporcionar una descripción. Le parecía que era alto, pero no podía ser más precisa.

Y no le había visto la cara ni siquiera fugazmente.

¿Estaría en condiciones de reconocer la voz si la escuchara de nuevo?

La voz sí, dijo la chica. No podría olvidarla nunca.

Terminada la declaración, Chiti se la hizo firmar, le rogó que los llamara si recordaba algo más y que, por supuesto, podía ponerse en contacto con ellos para lo que necesitara. Ella asintió con la cabeza a todo lo que le dijo Chiti. Mecánicamente, como un artefacto con engranajes un poco defectuosos.

Luego se marchó, moviéndose de la misma manera.

10

Desde aquella tarde el estudio de los trucos con las cartas se convirtió en mi principal ocupación.

Por la mañana me despertaba cuando mis padres ya habían salido. Me lavaba, me vestía, controlaba que en mi escritorio estuvieran bien a la vista los libros de derecho que habría debido estudiar -y que mis padres pensaban que estaba estudiando-, sacaba las cartas y me ejercitaba durante horas. Por la tarde lo mismo, apenas prestando un poco de atención porque de costumbre mi madre estaba en casa y yo no tenía ninguna intención de tratar con ella el tema de mis próximas fechas académicas.

Un par de veces por semana iba a casa de Francesco para la lección. Decía que tenía mucho talento, manos ágiles y ganas de aprender. Pronto fui capaz de hacer cosas que ni siquiera había imaginado.

El juego de las tres cartas, ante todo. Me volví tan experto que a veces me pasaba por la cabeza pararme en un banco de la plaza Umberto y desafiar a cualquier imbécil a que apostara dónde estaba la reina de corazones.

Sabía hacer una falsa mezcla de la baraja para dejarla al final exactamente igual que al principio, por lo menos de tres maneras diferentes. Después del corte de un hipotético adversario estaba en condiciones de hacer que la baraja volviera a estar igual que antes. Con una mano sola y bastante bien para engañar a un espectador o a un jugador poco atento.

Conseguía coger la última carta de la baraja y servirla con naturalidad como si hubiera estado encima, y había aprendido a colocar a la cabeza seis cartas de mi elección con sólo manipular la mezcla. Francesco llegaba a veinte cartas pero, en resumen, por ser un principiante, yo iba muy y muy bien.

Por supuesto, todavía no estaba en condiciones de hacer trampas en una mesa de juego. Me faltaba el dominio absoluto de Francesco. Me faltaba aquella capacidad hipnótica de caminar sobre el filo sin miedo de caer.

Por la noche, ahora, salía casi sólo con él y con las compañías ocasionales que él elegía de cuando en cuando. Veía a mis viejos amigos cada vez menos. Me aburría con ellos. No podía hablar de las pocas cosas que me interesaban: las partidas de póquer, el dinero que me sacaba y que gastaba con una ciega determinación y mis progresos en el arte de manipular las cartas.

Mientras tanto ya empezaba a hacer calor. La primavera pasaba y el verano estaba a las puertas. Estaban a punto de ocurrir muchas otras cosas en mi vida y en el resto del mundo. Una de éstas fue el encuentro con María.

Fue una noche que habíamos jugado en un chalé con vistas al mar, cerca de Trani.

Francesco había sido invitado por el dueño de aquella casa, un ingeniero que tenía una gran empresa de construcciones y una serie de controversias con la justicia. En aquel caso, como en casi todos los demás, no logré entender a través de qué conductos lo había conocido Francesco ni cómo había conseguido que lo invitara. Se trataba de un hombre en la cincuentena que habría podido ser mi padre. Aunque supongo que a mi padre no le habría gustado la comparación.

Cuando llegamos nos dimos cuenta de que había una fiesta, con un montón de mesas puestas en un césped grande como una pista de tenis.

Dentro, en una especie de salón, habían preparado varias mesitas redondas, con paño verde, para el póquer. Había bastante gente dispuesta a jugar. Pero también era mucha la que estaba allí sólo para beber, comer y escuchar música. O para otra cosa, como comprobaría al final de la velada. Los invitados masculinos eran decididamente mayores que nosotros. En cambio vi a varias chicas de aspecto ligeramente obsceno con acompañantes entrados en años.

Como de costumbre, Francesco parecía perfectamente a gusto. Mientras esperaba que el juego comenzara, se movía entre los grupitos de personas que charlaban, se introducía en las conversaciones y parecía que aquélla era la gente que frecuentaba todas las noches.