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Me volví de nuevo hacia ella, con incomodidad. Quería preguntarle si podíamos vernos otra vez, pero tenía poco tiempo y no sabía cómo hacerlo. Quiero decir: no sabía cómo hacerlo con una mujer casada. Ella en cambio no estaba incómoda y sabía muy bien cómo hacerlo.

De una de las mesas de juego cogió un bloc de papel, de los que se usan para registrar las ganancias y las pérdidas. Escribió un número de teléfono, arrancó la hoja, me la dio y me dijo que la llamara sin problemas, entre las nueve de la mañana y la una.

Salí de la casa sin saludar a nadie, me reuní con Francesco en el aparcamiento y nos fuimos. Pisé el acelerador hasta los ciento noventa por hora mientras él, con el asiento reclinado, tenía los ojos entrecerrados y una sonrisa, aquella sonrisa burlona que a veces le asomaba en los labios. No dijimos ni una palabra en todo el camino.

Cuando me desvestí para ir a dormir -era ya casi de mañana- me di cuenta del moretón que se me estaba formando en la pierna izquierda, en el punto en que Francesco me había apretado para curarme del miedo.

11

A la mañana siguiente -era domingo- me desperté tarde, obviamente. Por la puerta entrecerrada de mi habitación se colaba un olor a comida y a casa.

Pensé que tenía hambre y que me levantaría e iría directamente a la mesa. Algo que siempre me había gustado: almorzar enseguida después de despertarme, como ocurría en Año Nuevo o en otras pocas ocasiones especiales.

Una liberación total de tener que decidir qué hacer por la mañana apenas levantado. Sobre todo el domingo por la mañana.

Estupendo.

Luego, mientras todavía estaba en la cama, percibí que se me insinuaba un extraño malestar. Como un sentimiento de culpa mezclado con la percepción de una catástrofe inminente.

Estaban a punto de descubrirme. Me levantaría, iría a la mesa, y mis padres, al mirarme a la cara, lo comprenderían por fin y toda mi mala conducta saldría a la luz.

Entonces me invadieron la tristeza y la nostalgia. Habría querido experimentar aquel acostumbrado y sereno placer familiar, y me estaba dando cuenta de que lo había perdido para siempre.

De modo que, de pronto, deseé con intensidad que mis padres no estuvieran en casa, porque si me veían aquella mañana iban a descubrirme. No sabía por qué motivo; no sabía por qué justamente aquella mañana, pero estaba seguro de que ocurriría.

Me levanté, me lavé, me vestí con rapidez y fui hasta el comedor con aquella sensación que me cosquilleaba bajo la piel como un hormiguero, como una fiebre ligera y molesta.

La mesa ya estaba puesta y del televisor llegaban imágenes irreales y angustiosas.

Era el 4 de junio de 1989. El día anterior, el ejército de Li Peng había masacrado a los estudiantes de la plaza Tiananmen. Más o menos en el mismo momento en que yo ganaba millones haciendo trampas al póquer y flirteaba con una cuarentona rapaz. Eso pensé.

Tengo el recuerdo de aquel largo telediario, casi todo sobre los hechos de Pequín y después, en una especie de fundido, veo a mi padre que atormenta con el tenedor el último bocado de rosbif.

Lo movía de una parte a otra sin llevárselo a la boca. Bebía un sorbo de vino tinto y volvía a mover aquel pedacito de carne entre pequeños restos de puré de patatas. El famoso puré de patatas de mi madre, pensé con incoherencia.

Yo esperaba. Mi madre esperaba. Lo sabía aunque no era capaz de mirarla a la cara. Sentía su angustia como una entidad física.

Por fin mi padre habló.

– ¿Tienes alguna dificultad con los estudios?

– ¿Por qué? -Traté de manifestar estupor, exageré el tono de la pregunta. Una actuación mediocre.

– No das exámenes desde el año pasado.

Mi padre hablaba bajo, separando las palabras. Y cuando lo miré a la cara descubrí señales, arrugas, un sufrimiento que no quería ver. Aparté los ojos mientras él proseguía.

– ¿Quieres decirnos qué pasa?

Aquellas palabras le costaban. Nunca se había imaginado que iba a tener que hablarme así. Yo jamás había creado problemas de ningún tipo; y todavía menos por los estudios. Era mi hermana la que ya les había ocasionado esa clase de problemas, y ellos ya habían tenido suficiente. ¿Qué estaba ocurriendo?

En aquel momento comprendí que muchas veces debían haber conversado largamente acerca de lo que me estaba pasando. Es posible que se hubieran preguntado si hablarme era una buena idea o si, en cambio, no haría más que empeorar las cosas.

Reaccioné como todos los mediocres cuando les pillan en falso. Reaccioné como quien ha cometido un error y no tiene el valor de admitirlo. Agrediendo. Con cobardía, porque ellos eran más débiles y estaban más indefensos, como sólo pueden estarlo los padres.

¿Qué querían de mí? Todavía no tenía veintitrés años y casi había terminado la universidad. Me hostigaban sólo porque había disminuido un poco el ritmo. Joder. ¿Estaba prohibido tener un pequeño período de crisis? ¿Estaba prohibido?

Grité muchas cosas desagradables y, al fin, me levanté de la mesa mientras ellos permanecían sentados, sin palabras.

– Salgo -dije, y me marché.

Furioso con ellos porque tenían razón. Furioso conmigo mismo.

Furioso y solo.

A la mañana siguiente, lunes, a las nueve y media, telefoneé a Maria.

12

No se había sorprendido al oírme. En absoluto. Se había comportado como si esperase mi llamada precisamente aquella mañana. Dijo que ese día estaba ocupada y que podíamos vernos a la mañana siguiente.

Puedes venir mañana por la mañana, había dicho. A su casa. Por supuesto, para seguridad debía telefonear antes. Está bien. Hasta mañana entonces. Hasta mañana. Adiós.

Adiós.

Después de cortar la comunicación me quedé largo rato con la mano en el auricular. Asombrado por la total ausencia de matices o de sobreentendidos en aquella conversación. Preguntándome hacia dónde estaba yendo.

De momento iría a su casa al día siguiente.

Después de telefonear, por seguridad.

Ni siquiera había dicho: ven, que charlamos un rato, tomamos algo. Así, como para guardar mínimamente la formas. Ven mañana por la mañana. Y basta.

Tenía una sensación de vacío mezclada con una excitación elemental y obtusa.

La consecuencia de esa extraña química cerebral fue una especie de cortocircuito en cámara lenta. Pensaba sin lograr pensar en verdad. En mi cabeza se formaba una secuencia de imágenes lenta e incontrolable. Mi madre. Mi padre. Sus rostros demasiado envejecidos para su edad. Los sacaba con trabajo del cuadro y aparecía mi hermana, desenfocada. No conseguía verla bien.

Es decir: no lograba recordar la cara de mi hermana. Esto me daba tristeza y entonces la alejaba también a ella. Con menos esfuerzo, pero sacándola también, y en su lugar hacía entrar a Francesco. También él desenfocado. Luego relámpagos del pasado, cada vez más remoto. Recuerdos de secundaria, el primer día de vacaciones al final de cuarto grado (¿por qué justamente ése? ¿por qué lo recordaba?), el llanto desconsolado de un niño en una fiesta de mi infancia. ¿Por qué lloraba aquel niño? Lo sentía mucho por él, pero no fui capaz de ayudarlo. No había podido decir nada cuando otros dos niños mayores se habían burlado de él, con aire malvado. Sólo había sentido una gran humillación mientras miraba hacia otro lado.

Después otras imágenes aún más lejanas en el tiempo. Tan lejanas que ya no conseguía distinguirlas. Y lentas.

Todo era muy lento, casi insoportable.

Se me resquebrajaba algo por dentro y en cierto momento ya no pude más.

Fui a mi cuarto y puse un casete de los Dire Straits. La guitarra de Knopfler expulsó el silencio y todo lo que invadía mi cabeza. Cogí las cartas y empecé a ejercitarme. La música terminó y yo seguí practicando como si no contase ninguna otra cosa. Terminé cuando oí la llave de mi madre en la cerradura, alrededor de las dos.