Las manos me dolían, pero ahora el cerebro estaba exento de culpa y tranquilo.
Como un lago helado.
Después de comer me fui a dormir. Un buen sistema de fuga. Un excelente anestésico natural. Cuando me desperté eran casi las seis y, como no soportaba estar en casa después de la discusión del día anterior, salí enseguida.
No hacía calor, por ser el mes de junio, y después de haber caminado un poco sin meta terminé en la librería, como de costumbre.
Ninguno de mis colegas habituales había acudido aquel día. En realidad, cuando entré no había nadie.
Mientras seguía dando vueltas entre mostradores y estantes, me di cuenta de que ya ni siquiera los libros me interesaban.
Había ido a la librería como se puede ir a una taberna o a un café. Por costumbre, porque no sabía adónde ir y ni siquiera a casa de quién ir puesto que la única persona que ahora frecuentaba era Francesco. Y era él quien decidía cuándo debíamos vernos.
Hojeé distraídamente algunos volúmenes tomados al azar, pero sólo era un gesto físico, lleno de aburrimiento y vacío.
Sentí un poco de interés cuando, en la sección de juegos y pasatiempos, me encontré frente al Gran tratado de juegos de prestidigitación, de un editor desconocido. Nunca lo había visto antes y no volví a verlo. Lo hojeé hasta el capítulo dedicado a las manipulaciones de cartas; me di cuenta de que se trataba sólo de algunos trucos caseros para fiestas familiares y lo dejé a un lado, desilusionado.
Me disponía a dar una ojeada al Manual completo del malabarista. Pelotas, clavas, diábolo y antorchas, cuando oí que me llamaban por el apellido.
– ¡Cipriani!
Me volví hacia la izquierda, hacia el tipo regordete que me llamaba. Caminó hacia mí -noté que cuando gritó mi apellido estaba ante el estante de manuales de oposiciones-, y, mientras se acercaba con una sonrisa elemental estampada en la cara, lo reconocí.
Mastropasqua, compañero de clase en la secundaria.
Inequívoca, unánimemente reconocido como el más tonto de la clase. Pero no el último porque, con una voluntad de mula, estudiando ocho horas por día, siempre había conseguido aprobar todas las asignaturas.
Nunca habíamos sido amigos. En tres años habríamos intercambiado tal vez treinta palabras. Casi todas durante los partidos de fútbol jugados en la calle, el sábado, al salir de la escuela.
No había vuelto a verlo después de los exámenes de tercero.
Se acercó y me abrazó.
– Cipriani -dijo de nuevo, con tono afectuoso. Como diciendo: por fin te encuentro, viejo amigo.
Después de retenerme unos cuantos segundos, mientras yo temía que entrase alguien que me conociera y viera la escena, Mastropasqua por fin me dejó libre.
– Me alegro de verte, Cipriani.
Oí mi voz que respondía:
– Yo también, Mastropasqua, ¿cómo estás?
– Estoy bien. Siempre con el culo tapado.
Siempre con el culo tapado. Era una expresión que usábamos en la escuela secundaria. Mastropasqua no había actualizado mucho su léxico.
– ¿Y tú, estás con el culo tapado?
Me volvieron a la mente todas las frases de nuestra jerga de aquellos años. Una jerga que yo había abandonado y que no había tardado en olvidar al pasar a la siguiente escuela. Mastropasqua, evidentemente, no. Debía de haberlo cultivado como se hace con una lengua muerta pero rica de significados, de sugestiones, de poder evocativo.
– Siempre. Con el culo tapado, siempre. -Y mi voz como si fuese la de algún otro.
– Con perseverancia, con perseverancia, Cipriani. Cuánto me alegro. ¿Qué haces?
Me dedico a hacer trampas en el juego, he dejado de estudiar, planeo cómo tirarme a señoras cuarentonas, destrozo el corazón de mis padres. Diría que eso es todo.
– Estoy a punto de terminar Derecho. ¿Y tú qué haces?
– ¡Joder! ¡A punto de terminar Derecho! Y bueno, estaba claro que serías abogado. Se veía en los exámenes.
Me faltó poco para decirle que no pensaba ser abogado ni de lejos. Pero me contuve. Mis ideas ya no eran demasiado claras con respecto a lo que haría. Y él prosiguió.
– Yo me matriculé en Veterinaria, pero es una carrera dura. Así que ahora comencé a preparar oposiciones.
Me mostró el libro que había sacado del estante: Oposiciones a agente de la policía del Estado. Ése era el título.
– Ojalá encontrara un empleo estatal. Si lo consigo, ¿qué me importa la universidad? Estoy con el culo tapado para siempre.
Hice que sí con la cabeza y después noté que no recordaba su nombre de pila. ¿Carlo? No, ése era Abbinante. Otro genio.
¿Nicola?
Damiano.
Damiano Mastropasqua.
Mastropasqua, Moretti, Nigro, Pellecchia…
– ¿Y todavía juegas a fútbol, Cipriani? Defensa derecho, ¿eh?
Hacía muchos meses que no iba a jugar. Y sí, era defensa derecho. Mastropasqua no era un genio pero tenía una memoria excelente.
– Sí, sí, sigo jugando.
– Yo también. Un partido a la semana, el sábado por la tarde, en los campos de Japigia. Así me mantengo en forma.
En forma. No conseguí evitar que mi mirada llegase a su dilatada barriga. Debía llevar la talla mayor de pantalones para un metro setenta de estatura, más o menos. Él no se dio cuenta.
– ¿Sabes una cosa, Cipriani?
– ¿Qué?
– Uno de los mejores recuerdos que tengo de la escuela media es cuando la Ferrari nos hizo escribir sobre un tema libre y tú escribiste aquella historia ridícula en la que todos los profesores y los compañeros de nuestra clase se habían transformado en animales y monstruos. Y la profesora te puso un diez, la única vez que puso un diez, y después leyó el trabajo en clase. Qué risa ¡Virgen santa, qué risa! Hasta la Ferrari se reía.
Me sentí como si me arrojaran al pasado, absorbido por un remolino que terminaba hacía diez años.
Escuela media estatal Giovanni Pascoli. El mismo edificio de la escuela de secundaria superior Orazio Flacco, llamado «El Flaco». Todas las aulas tenían rejas en las ventanas desde que un estudiante, por una estúpida apuesta, había caminado por una cornisa y había mirado hacia abajo. Yo entonces iba a primaria, pero algún niño mayor me había contado el alarido que se había oído en toda la escuela. Un alarido que había helado la sangre y la juventud de centenares de estudiantes.
Hacía frío en la Pascoli y en el Orazio Flacco. Porque enfrente estaba el mar y el viento se colaba a través de las ventanas aunque estuvieran cerradas. La imagen de la Ferrari emergió de mi memoria mientras me parecía sentir aquel frío, el silbido del viento, aquel olor mezcla de polvo, de madera, de chicos y de murallas antiguas.
La profesora Ferrari era excelente y merecidamente famosa. Nos hacíamos recomendar para que nos admitieran en sus clases.
Era una señora guapa, con ojos azules, cabellos blancos cortos y pómulos pronunciados. La cara de quien no teme a nadie. Tenía una voz baja, un poco ronca por los cigarrillos, con un ligero acento piamontés. Cuando yo iba a la escuela secundaria tendría entre cincuenta y sesenta años.
Debía de haber cumplido apenas veinte cuando, el 26 de abril de 1945, entró en Génova con las brigadas partisanas de montaña y una metralleta inglesa en las manos.
No recuerdo que se enfadara nunca en los tres años de escuela secundaria. Era del tipo de profesora que no necesita enfadarse y ni siquiera alzar la voz.
Cuando un estudiante hacía o decía algo indebido, lo miraba. Tal vez también dijera algo, pero yo recuerdo sólo su mirada y aquel modo de mover la cabeza. Giraba la cabeza, con lentitud, mientras el resto del cuerpo permanecía firme y miraba al desdichado a los ojos.
No necesitaba enfadarse.
El diez para aquel escrito mío fue un caso único, pues la nota más alta que ponía la Ferrari en general era ocho. Muy raramente nueve. Así como la lectura de un tema -un tema humorístico- en clase.