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Dijo hola, ven, y entró en la casa cuando todavía estaba respondiendo a su saludo. Adentro todo estaba demasiado limpio y se sentía el olor de algún detergente perfumado.

En la cocina bebimos un zumo de frutas. Hablamos un poco, pero lo único que recuerdo de lo que me dijo es que la empleada de hogar llegaba a la hora del almuerzo porque ella no quería gente en casa por la mañana. Para esa hora debería haberme marchado.

Todavía estábamos en la cocina cuando pegó su boca a la mía. Tenía una lengua dura, carnosa y seca. Sentía su perfume, que se había puesto en el cuello algunos minutos antes de mi llegada. Demasiado, y demasiado dulce.

No recuerdo el recorrido para llegar a su dormitorio, que por cierto no era el suyo y el de su marido. El cuarto de invitados, tal vez. O de los polvos clandestinos. Limpio, ordenadísimo, con dos camas, un mueble de madera clara y una ventana que daba al jardín. Se veían dos palmeras y detrás, un seto.

En la casa reinaba el silencio y de fuera llegaba sólo el repiqueteo de la lluvia. No había ruido de máquinas, ningún ruido de personas. Nada. Sólo la lluvia.

Maria tenía un cuerpo delgado y musculoso. El resultado de horas y horas de gimnasio. Aeróbic, body building y quién sabe qué otra cosa.

Sin embargo, en un momento dado, mientras yo estaba tendido boca arriba y ella se movía sobre mí, vi las estrías de sus pechos. Esa imagen, la de aquellos pechos envejecidos en un cuerpo de atleta, me ha quedado en la memoria con precisión fotográfica.

Indeleble y triste.

Mientras se movía con método, pegada a mi cuerpo, y yo también me movía como en un ejercicio de gimnasia, sentía la nariz invadida por aquel perfume demasiado dulce y por algún otro olor, menos artificial e igualmente extraño.

Cuando llegábamos a la conclusión me llamó amor. Una vez. Dos veces. Tres veces.

Tantas veces. Cada vez con mayor velocidad. Como en ese juego de niños en el que se repite una palabra hasta cuando el cerebro sufre una especie de cortocircuito y pierde el sentido de esa palabra.

Amor.

Después tuve ganas de encender un cigarrillo pero no lo hice. Me había dicho que odiaba el humo. De modo que me quedé quieto, tendido boca arriba, desnudo, mientras ella hablaba. Desnuda, también boca arriba. Cada tanto se pasaba una mano entre los muslos, como quien se está enjabonando.

Ella hablaba, yo miraba el techo, la lluvia seguía cayendo y el tiempo parecía inmóvil.

No tengo ningún recuerdo de haberme vestido, de haber hecho de vuelta el camino que nos había llevado hasta aquel cuarto de invitados, de habernos puesto de acuerdo para volver a vernos, de haberla saludado. Algunos fotogramas de aquella mañana son muy nítidos. Otros se han perdido. Enseguida.

Cuando salí, aún llovía.

14

Hasta aquel martes de junio mis recuerdos se suceden en una secuencia cronológica normal. Después, los hechos tomaron una extraña aceleración, un ritmo sincopado y surrealista.

Son sólo una gran cantidad de escenas, algunas en colores, otras en blanco y negro. A menudo mudas como algunos sueños, a veces con un extraño sonido no sincronizado.

Consigo ver esas escenas sólo desde fuera, como un espectador.

Muchas veces, durante años, hice el esfuerzo de regresar mentalmente a las situaciones que había vivido. Traté de ver las escenas de nuevo desde las distintas situaciones en las que me encontraba cuando ocurrían, pero nunca lo conseguí.

Incluso ahora, mientras escribo, lo intento y vuelvo a intentarlo y, apenas me parece que lo logro, una especie de elástico invisible me expulsa y pierdo las coordenadas. Cuando enfoco de nuevo aquella escena, otra vez soy un espectador. Desde un punto de vista diferente, a veces desde más cerca, a veces de lejos. A veces, y esto es un poco inquietante, desde arriba.

Pero siempre espectador.

Volví a menudo a casa de Maria. Por lo general de mañana, aunque a veces también tarde por la noche. La casa siempre estaba silenciosa y limpísima. Experimentaba una ligera náusea cuando me iba y, para que me pasara, me repetía que aquélla era la última vez.

Unos días después volvía a telefonearle.

No recuerdo una sola conversación con mis padres. Evitaba encontrarlos y, cuando los encontraba, evitaba mirarlos.

Volvía tarde por la noche, me quedaba en la cama hasta tarde por la mañana. Salía, iba a la playa o a casa de Maria o simplemente daba vueltas en coche, con el aire acondicionado encendido y la música a todo volumen. Volvía a casa avanzada la tarde, me lavaba, me cambiaba, salía de nuevo, y regresaba bien entrada la noche.

Recuerdo muchas escenas de partidas de póquer, antes y después de nuestro viaje a España.

Partidas en habitaciones con aire acondicionado y el humo estancado, en terrazas, en jardines de casas junto al mar. Hasta en un barco.

Y una vez en una casa de juego. Es decir en un garito. Ésa no podré olvidarla nunca.

Por lo general Francesco no quería jugar en los garitos. Decía que era peligroso, era exponerse a riesgos inútiles. El de las casas y las salas de juego es un ambiente cerrado, más o menos como el de los drogadictos. Todos se conocen. Con nuestro ritmo de cuatro, cinco, hasta seis partidas al mes, nos habrían identificado enseguida. No les hubiese pasado inadvertido que yo ganaba casi siempre. Después habrían reparado en que estábamos siempre juntos. Finalmente alguien, después de observarnos con cierta atención, se habría dado cuenta de que yo ganaba los pozos más grandes cuando Francesco daba las cartas.

Por eso jugábamos fuera de esos circuitos gracias a la increíble capacidad de Francesco de encontrar una y otra vez nuevas mesas y nueva gente, a menudo de fuera de Bari. En general aficionados a los que quizá nos encontraríamos como máximo una vez más, para la revancha.

Nunca pude entender cómo se lo hacía Francesco para organizar tantas partidas, con tantas personas que no se conocían entre ellas.

Sin embargo, con el correr de los meses la situación fue cambiando poco a poco. Al principio era gente con dinero, mucho dinero. Personas para las que perder cinco, seis, diez millones en la mesa de póquer constituía una molestia, pero no una tragedia personal y familiar. Con el tiempo, junto con esos individuos, aunque cada vez menos, empecé a conocer gente diferente. Con el tiempo, nuestras mesas comenzaron a llenarse, y luego a saturarse, de pequeños empleados, en ocasiones de estudiantes como yo, algún obrero, hasta algún jubilado. A veces, poco más que pobretones. Otras incluso menos. Perdían como los ricos pero, para ellos, no era exactamente lo mismo.

Las cosas no andaban como en nuestros pactos originales y cada episodio era una caída.

No quería enterarme hacia dónde.

En la entrada de la casa de juego había un hombre sentado, calvo, en camiseta de tirantes, con montones de pelos negros en los hombros. Le dije que quería ver a Nicola. No sabía quién era Nicola, pero aquéllas eran las instrucciones de Francesco. El calvo miró alrededor moviendo apenas los ojos y luego hizo una indicación con la cabeza hacia dentro. Atravesé un gran salón que un aparato de aire acondicionado viejo y ruidoso no conseguía refrescar. Vi decenas de videojuegos de aspecto inocente. Guerras espaciales, carreras de coches, tiroteos… Había poca gente en los juegos aquella noche. Eran todos adultos y, mientras atravesaba el salón, me pregunté distraídamente a qué jugarían. Francesco me había explicado que muchos de aquellos aparatos estaban dotados de un dispositivo activado por un telecomando o incluso sólo por una vulgar llave que los transformaba en mortíferos videopóqueres. El cliente decía al administrador que deseaba jugar una partida. Si no era conocido se le decía con brusquedad que allí no había videopóquer. Por si acaso era un policía. Si en cambio el cliente era conocido o alguien lo había presentado, el administrador transformaba el monitor girando la llave o apretando un botón del telecomando. Había gente que perdía millones jugando pocos miles de liras por vez durante horas y horas. Si el equipo no recibía un impulso durante quince segundos, en la pantalla reaparecía automáticamente el juego inocente y legal. Era el que veía la policía si entraba para un control, tal vez después de haber recibido una carta anónima de alguna esposa desesperada.