De la sala de los videojuegos se pasaba a otro ambiente, más pequeño, con tres mesas de billar. Nadie jugaba, el aire acondicionado se notaba un poco más y había otro tipo que me preguntó qué buscaba. Todavía buscaba a Nicola.
El hombre me dijo que esperara allí donde estaba. Fue hacia una pequeña puerta metálica del fondo de la sala, habló por un interfono diciendo algo que no alcancé a oír. Menos de un minuto después se asomó Francesco, que me indicó con señas que entrara. Recorrimos un corredor mal iluminado por una bombilla colgada de un cable, bajamos una escalera angosta y empinada y al fin llegamos a destino. Era un sótano de techo bajo, con seis o siete mesas verdes redondas, todas ocupadas menos una. En el fondo del local, en la parte opuesta a la entrada, había una especie de barra de bar. Detrás, un hombre anciano, macilento y con aire malvado.
Allí dentro el aire acondicionado funcionaba bien. Hasta demasiado, y al entrar tuve un escalofrío. Se percibía el olor rancio de los ambientes en los que se fuma mucho y el aire se renueva sólo por medio del aire acondicionado. Por encima de cada mesa había una lámpara verde, con pretensiones de dar un aire profesional a aquel garito de suburbio. El efecto del conjunto era de una pobreza surrealista. Un sótano en penumbra, con luces amarillas, hilos de humo que se perdían en volutas de aspecto vagamente maléfico, hombres sentados a medias entre aquellas luces y la oscuridad.
Llegamos al mostrador y Francesco me presentó al viejo y a dos tipos anónimos que jugarían con nosotros. Esperábamos a otra persona: aquella noche se jugaba de a cinco. Mientras esperábamos, Francesco me explicó las reglas de la casa.
Para ocupar una mesa se pagaba medio millón al administrador. Por lo tanto, puesto que éramos cinco, deberíamos poner cien mil liras cada uno. En cambio tendríamos un mazo de cartas nuevo, fichas y el primer café. Además de la posibilidad de jugar hasta la mañana siguiente. Para tener otro café, bebidas, cigarrillos, había que abonar un suplemento. Se jugaba con una apuesta inicial de quinientas mil liras y al final del juego había que dejar al administrador el cinco por ciento de la ganancia. El que ganaba, naturalmente.
El quinto llegó unos minutos después. Se disculpó mucho por la tardanza mientras respiraba trabajosamente secándose el sudor del rostro con un pañuelo blanco visiblemente anticuado. Todo en él estaba ligeramente fuera de lugar. Una camisa blanca con un cuello raro que parecía de treinta años antes. Cabellos grises un poco demasiado largos, el índice y el medio de la mano izquierda amarillentos de nicotina.
Los ojos, enmarcados en unas ojeras negras y profundas, manifestaban una extraña indulgencia atravesada de relámpagos de angustia. Se notaba recién afeitado y exhalaba un olor de después de afeitar que me recordó algo de mi lejana infancia. Un olor percibido en el rostro de un abuelo o de un tío o de algún otro ya muy grande cuando yo era muy pequeño. Algo que llegaba del pasado.
Él parecía llegar del pasado, como si hubiera salido de una película neorrealista o de un viejo telediario en blanco y negro.
Era abogado, o al menos así me lo presentaron. No recuerdo el apellido pero todos lo llamaban abogado o por el nombre de pila: Gino. El abogado Gino.
Nos sentamos a la mesa, nos trajeron café, cartas y fichas y, cuando me disponía a hacer el gesto de sacar la billetera para pagar el derecho, Francesco me detuvo con una mirada y un movimiento imperceptible de la cabeza. Aquél no era un lugar donde se pagaba por anticipado. Los dueños, quienesquiera que fuesen, no tenían problemas de insolvencia por parte de los clientes.
Jugamos durante muchas horas y, es verdad, más que de costumbre. Si contemplo aquella escena veo una niebla hecha de humo, luz artificial y sombras. De esta niebla asoman apenas el rostro y los gestos del abogado Gino en muchos fotogramas, separados uno del otro. No recuerdo las caras ni los nombres de los otros jugadores y probablemente, si me los hubiese encontrado al día siguiente, no los habría reconocido.
Durante toda la partida observé sólo a aquel señor de más de cincuenta años, de respiración fatigosa, el cigarrillo -fumaba tabaco del más fuerte- siempre encendido, la expresión a primera vista imperturbable. Me atraía de modo incomprensible e hipnótico.
Noté de nuevo que estaba recién afeitado y pensé que debía de haberlo hecho expresamente antes de venir a jugar. En aquel sótano sórdido y lleno de humo. Entre brutos y delincuentes de toda clase, yo incluido.
Tiene la edad de mi padre, pensé en un momento dado, y me sentí incómodo.
Cuando perdía un pozo, un ligerísimo temblor le afectaba durante unos segundos la comisura izquierda de la boca. Pero un instante después sonreía como si quisiera decir: «No os preocupéis por mí; no os preocupéis en absoluto por mí. ¡Y qué más da un pozo perdido!»
Perdió muchos pozos. Aceptaba todas las apuestas. Jugaba de un modo metódico y al mismo tiempo febril. Como si no le importase nada el dinero que estaba sobre la mesa, en forma de sucias fichas. Tal vez, en cierto sentido, fuese verdaderamente así. Tal vez estaba sentado allí por una razón distinta del dinero.
Y sin embargo, algo de febril, de enfermizo, había en su manera controladísima de estirar las fichas hacia el pozo, casi siempre para no recuperarlas al final de la mano.
Habría perdido aunque no hubiéramos estado nosotros en aquella mesa.
Dejamos de jugar a las cuatro de la madrugada. Las otras mesas ya estaban vacías cuando nos levantamos; casi todas las luces estaban apagadas y en el aire flotaba una neblina grisácea e inquietante.
Naturalmente, gané y también ganó, aunque menos que yo, uno de los dos tipos anónimos. Francesco me había explicado que se trataba de alguien con quien era mejor no tener cuentas pendientes. Y era mejor no ponerlo nervioso. Por eso lo había dejado ganar. Para que, como de costumbre, todo anduviese bien, sin contratiempos de ninguna clase.
Los otros, Francesco incluido, perdieron. El abogado Gino más que nadie. Prendió un enésimo cigarrillo, sacándolo de la cajetilla aplastada y casi vacía y dijo que, si no me molestaba, me pagaría con un cheque, porque obviamente no llevaba encima todo aquel dinero. Y si no me molestaba diferiría ese cheque. No había que preocuparse porque esperaba dinero de un cliente. Cuestión de dos o tres días. En todo caso, para seguridad, si no me molestaba, diferiría aquel cheque una semana. Dije que no había problema pero, no sé por qué, evité mirar a Francesco.
Pagamos al viejo, Francesco pagó al contado al señor anónimo con el cual era mejor no tener cuentas pendientes, pasaron de mano en mano algunos otros pocos billetes y al fin me encontré con un cheque de pago diferido, con fecha postergada, escrito en una letra elegante y nerviosa. Aristocrática, pensé. Tan en contraste con el aspecto maltrecho de aquel hombre. Como si fuese el último resto de otra persona que alguna vez debía de haber existido. En algún lugar perdido del pasado.
15
Algunos días después, en la fecha indicada en el cheque del abogado Gino, fuimos al banco para cobrar y repartirnos el dinero. Como de costumbre.
El cajero hizo los controles habituales y luego dijo que lo lamentaba pero que la cuenta estaba en rojo y por lo tanto el cheque estaba en descubierto. Nunca nos había ocurrido algo así y yo, con ingenuidad, me sentí atrapado en el acto. Pensé que el cajero me preguntaría cómo había obtenido aquel cheque, que me habría acosado con otras preguntas y, escrutando mi expresión culpable, me habría descubierto. El silencio duró algunos segundos, larguísimos. No sabía qué decir y, sencillamente, habría querido no estar allí, ocurriera lo que ocurriese.