Luego escuché la voz de Francesco, que estaba casi pegado detrás de mí. Le dijo al cajero que por favor nos devolviera el cheque, porque evidentemente había habido un malentendido con el cliente. Dijo con exactitud eso: «Debe de haber habido un malentendido con el cliente». Cosas que pasan. Resolveríamos nosotros el problema, no era necesario armar un escándalo, formalizar una queja o cosas por el estilo. Gracias y buenos días.
Unos instantes después estábamos fuera del banco, en el bochorno del aire de Bari.
– Ese capullo. Debí habérmelo esperado. -Por primera vez desde que lo conocía Francesco parecía enfadado. Verdaderamente enfadado. Furioso.
– La culpa es mía. No hay que jugar en los garitos y con ésos no hay que jugar. Mierda.
– ¿Esos quiénes?
– Drogadictos. Ludópatas. Drogodependientes de la mesa verde. Como ése, justamente. -En las palabras de Francesco había violencia y desprecio. Por alguna razón que no me parecía natural aunque no entendía por qué.
– ¿Viste cómo jugaba? -Hizo una pausa, pero no era para oír mi respuesta. Y yo, en realidad, no dije nada-. Los que son como él juegan igual que otros que se inyectan heroína. Son toxicómanos. Y no te puedes fiar, igual que con los toxicómanos. Roban a la madre, al padre, a la mujer. Roban a los hijos para venir a sentarse a la mesa una vez más. Piden pasta prestada a los amigos y no la devuelven. Creen que saben jugar y, si los oyes hablar, parece que conocen métodos científicos, infalibles para ganar siempre. Cuando luego se sientan a la mesa juegan como locos. Y cuando pierden quieren volver a jugar enseguida. Quieren siempre más. Lo necesitan porque jugar les da la sensación de estar vivos. Pordioseros. Todos pordioseros. No existe una persona menos fiable que uno de ésos. Y yo me senté a su mesa, y lo sabía. Es culpa mía.
Francesco siguió hablando pero al final dejé de escucharle. Su voz se convirtió en un ruido de fondo mientras a mí me parecía intuir la razón de aquella rabia. Por unos instantes, o por un tiempo más largo que no sé precisar, me pareció captar el sentido oculto de lo que estaba diciendo.
Luego aquel sentido se desvaneció, tan de improviso como se había formado.
Muchos años después leería que el juego de azar patológico es un intento de controlar lo incontrolable, y da a los jugadores la ilusión de ser dueños de su propio destino. Y volvió a mi mente -clarísima- la intuición de aquella mañana.
Si Francesco hablaba con tanto resentimiento del abogado Gino era porque aquel desgraciado era su doble. Su espejo. Mirar aquel espejo le resultaba insoportable y por eso lo destruía, pensando que así destruía su propio temor.
Los dos tenían la misma fiebre en el alma. También Francesco, manipulando las cartas, y las personas, perseguía la ilusión de dominar el destino.
Los dos, de manera diferente, caminaban al borde del precipicio.
Yo los seguía. Muy de cerca.
Fuimos a sentarnos bajo las sombrillas de un bar al aire libre en el paseo marítimo, con sus grandes palacios fascistas, cerca de la Pinacoteca.
Francesco dijo que por fuerza debíamos recuperar aquella suma. Él había pagado, la noche misma de la partida, el dinero que había perdido. Lo había perdido deliberadamente con aquel señor peligroso cuya cara yo ni siquiera recordaba, para evitar cualquier sospecha sobre la regularidad de la partida. Además estaba el gasto de la mesa, el porcentaje sobre la ganancia que yo había entregado al administrador del garito, etcétera.
Ante todo debíamos recuperar aquellas pérdidas. Sea como sea, dijo con el tono neutro de quien está tratando una cuestión de balanzas comerciales. Pero su cara tenía una expresión que no me gustaba. En absoluto.
Tenía la sensación de que algo iba a salir mal. La sensación de que algo inminente -nada bueno- ocurriría. La sensación de estar cerca de un punto sin retorno.
Aventuré débilmente que nos olvidáramos del pobre infeliz. Aquel dinero no nos era indispensable, teníamos más de lo que necesitábamos, dividiríamos la pérdida y daríamos la cuestión por zanjada.
Eso no le gustó.
Permaneció un rato en silencio, con las mandíbulas apretadas como si estuviera esforzándose por contener la ira. Después, sin mirarme, empezó a hablar en voz baja y tensa. Su tono era helado, casi metálico, como quien habla a un subalterno que no ha sabido quedarse en su lugar. Me puse rojo, pero él no se dio cuenta. Eso creo.
No era sólo una cuestión de dinero. No podíamos dejar pasar una deuda de juego no pagada. Eso despertaría sospechas, de un modo u otro correría la voz y sería el principio del fin para nosotros. Debíamos recuperar aquella cantidad. Hasta la última lira.
No hice las preguntas que hubieran sido esperables. Sobre cómo podría correr la voz si el único que lo sabía era aquel tipo. Que con seguridad no iría a pregonar que había pagado una deuda de juego millonaria con un cheque al descubierto.
No contesté porque esperaba que Francesco abandonara aquel tono. No quería que se enfadara conmigo. No quería que me quitase su aprobación.
Por eso me dije que no teníamos elección. Él tenía razón. No podíamos dejar pasar algo semejante, era un riesgo inaceptable. Debíamos recuperar aquel dinero porque, me dije confusamente, de otro modo todo terminaría para nosotros. Me dije muchas cosas confusamente, para convencerme.
A medida que me decía esas cosas, mi incomodidad se atenuaba. A medida que encontraba motivaciones para darle la razón a Francesco, mi inquietud se disolvía en la equívoca, falsa y tranquilizante convicción de no tener alternativas.
Y así al fin asentí, con el aire de un hombre de negocios, persuadido por otro hombre de negocios de efectuar una operación necesaria aunque desagradable.
Porque estaba claro, muy claro, que aquel dinero no iríamos a pedirlo por favor.
16
La cita era a las ocho de la noche, en los jardines de la plaza Cesare Battisti, frente al edificio central de correos y a la Facultad de Derecho. Mi universidad.
Llegué con algunos minutos de retraso y Francesco ya estaba allí.
Con la persona.
Se llamaba Piero. Era de estatura mediana, complexión mediana, cara común. Tal vez treinta y cinco años o un poco más. Habría tenido un aspecto ordinario si no hubiera sido por los cabellos. Eran largos, de un rubio artificial y recogidos en una coleta con una absurda goma rosa. Llevaba un bolso de cuero negro, inflado, que tenía algo de indefiniblemente obsceno.
Piero me acompañaría a lo del abogado Gino -él sabía dónde vivía- y me ayudaría a convencerlo de pagar lo que debía. Rápido y sin causar problemas. Problemas estúpidos.
Antes de partir Francesco nos invitó a un aperitivo en el Caffe della Posta. El mismo café donde el año anterior tenía la costumbre de ir después de clase o de un seminario, o después de haberme presentado a un examen.
Mientras me tomaba un espumante blanco helado, masticaba pistachos y volvía a ver fotogramas de mi vida pasada, me sentía envuelto en una sensación de irrealidad. Como si aquellos hechos, y ése en especial, no me estuvieran ocurriendo a mí. Y al mismo tiempo como si ni siquiera mi vida anterior hubiese sido mía. Suspendido entre dos sensaciones de vacío lancinantes y paralizadoras a la vez. Cortantes y sordas.
Salimos del café y Francesco -que obviamente no podía ir con nosotros- se despidió. Estrechó la mano a Piero y a mí me dio una palmada en la espalda. Satisfecho.
Llegamos a las cercanías del tribunal. Una zona sórdida de día y peligrosa cuando oscurecía. Piero me indicó el portal de un edificio de tres plantas de aspecto miserable. En dialecto me dijo que aquél vivía allí. Entonces nos sentamos en el capó de un coche aparcado en la otra parte de la calle y esperamos.
Piero trabajaba de enfermero en el Policlínico pero dijo que iba a trabajar sólo cuando tenía ganas. Es decir casi nunca. Un colega fichaba por él y el jefe de sala no decía nada. Además, cuando alguien necesitaba algún favor, como recuperar un coche robado u otras cosas por el estilo, era a él a quien todos acudían.