Hablaba en tono monótono, un poco en dialecto, un poco en italiano. Y fumaba. Cigarrillos baratos, que apagaba por la mitad apretando el papel y el tabaco entre el pulgar y el dedo medio de la mano derecha.
El abogado Gino llegó media hora después. Iba vestido exactamente igual que la otra noche. La misma camisa blanca, los mismos pantalones de corte anticuado. Fumaba caminando.
Cruzamos la calle y le alcanzamos cuando estaba a punto de llegar a su portal.
Primero me vio a mí y comenzó a esbozar una sonrisa cuando advirtió la presencia de Piero. La sonrisa se le heló en los labios.
– Buenas noches, abogado. ¿Vamos a tomar un café? -dijo Piero.
– En realidad debo volver a casa. Estuve fuera todo el día.
Piero se le acercó mucho y le puso una mano en el hombro.
– Vamos a tomar un café -dijo de nuevo. El mismo tono monocorde, sin matices, desprovisto de amenaza. El abogado Gino no hizo más objeciones y ni siquiera intentó oponer resistencia. Parecía resignado.
Doblamos la esquina, caminamos en silencio hasta el final de la calle y luego nos desviamos otra vez, hasta desembocar en un pequeño callejón sin salida. Sin tiendas y sin bar.
– Abogado, ¿qué pasó con ese cheque?
Nos habíamos detenido junto a una persiana metálica cerrada y oxidada, en una zona oscura donde la farola de la calle estaba apagada. Piero había hablado otra vez con el mismo tono, en el que casi no se percibía la pregunta. El abogado Gino estaba a punto de decir algo cuando vi moverse una mano de Piero en la penumbra. La mano que no sujetaba el bolso. Hizo una veloz trayectoria semicircular y se estampó con violencia en la cara de aquel hombre que tenía la edad de mi padre.
La bofetada fue tan fuerte que la cabeza de Gino osciló y el cuello pareció alargarse por el efecto del golpe. Igual que en algunas escenas de boxeo reproducidas a cámara lenta, cuando un gancho llega al mentón y la cabeza se tambalea sin control, de una parte a otra, antes de que el boxeador caiga al suelo con los ojos en blanco.
En aquel momento me di cuenta de que el abogado Gino llevaba una especie de arreglo capilar. Antes no lo había notado, pero el golpe le había movido un largo mechón de cabellos. Ahora se veía la parte central de la cabeza semidesnuda y aquel mechón que bajaba casi perpendicular desde la frente hasta la nariz.
Me acometió una sensación semejante al pánico. Aunque también muy diferente. Al miedo, a la vergüenza se mezclaba una especie de abominable, ignominioso e inconfesable regocijo. El que se experimenta cuando se ejerce un poder casi absoluto sobre otro ser humano.
No sabía qué hacer. A Gino le temblaba el mentón, como a un niño que está por ponerse a llorar y trata con desesperación de controlarse. El mechón caía patético y parecía un postizo.
Sentí que algo comenzaba a recorrerme con velocidad, incontrolable, como una tromba de agua que se desplaza violenta a lo largo de tuberías demasiado estrechas.
Y al fin lo golpeé también yo.
Le di una bofetada, menos fuerte que el golpe de Piero, pero de todos modos fuerte y en el mismo lado de la cara.
Le di una bofetada para que aquel paroxismo cesara. Le di una bofetada por maldad. Y por rabia. Esa rabia que te domina cuando estás frente a la debilidad, a la cobardía de alguien y reconoces -o tienes miedo de reconocer- tu propia debilidad, tu cobardía. Cuando estás frente al fracaso de alguien y tratas de destruir el temor de que ese mismo fracaso antes o después te toque también a ti.
Le di una bofetada, y en la mirada que me dirigió vi un relámpago de estupor, que se apagó enseguida para dar lugar a la resignación y a la expresión de quien piensa que merece esos golpes.
Entonces hablé, para no pensar en lo que acababa de hacer. En lo que estaba haciendo. Hablé para impedir que me asomara una especie de sonrisa malvada, que sentía a flor de labios. Una sonrisa de complacencia por aquello que había sido capaz de hacer. Y también para protegerlo. Para impedir que Piero lo golpease de nuevo. En cierto modo, tomé la situación en mis manos.
– ¿Por qué nos obligas a hacer esto?
Adopté una expresión decepcionada y sin embargo dispuesta a la comprensión. Como si hubiésemos sido viejos amigos y él hubiera traicionado mi confianza. Como si estuviese dispuesto a perdonarlo con sólo que él me dijera cómo.
Con un patético gesto de vanidad, Gino trató de poner en su lugar el mechón. Trató de recuperar un mínimo de presencia, en vista de que ahora se hablaba y él debía responder.
– Es que yo no tengo ese dinero. Querría dártelo, pero ahora no lo tengo. Tuve problemas. Puedo intentar conseguirlo, pero ahora no lo tengo.
Sentí el grotesco impulso de decir está bien, de acuerdo. Perdónanos por las bofetadas, sabes, los negocios son negocios, y nos vemos apenas consigas el dinero. Y puedes irte, esfumarte.
En cambio intervino Piero, que había permanecido callado hasta ese momento. Asombrado, imagino, por el rumbo que tomaba la situación y por mi inesperado comportamiento.
Dijo que no había motivo para hablar tanto. Gino debía firmar pagarés, diez, doce a lo sumo. Naturalmente, aplicaríamos intereses por el atraso y por la molestia. Nosotros -dijo nosotros- descontaríamos en el banco esos pagarés y él haría bien en pagarlos todos, con puntualidad. No modificó el tono de voz ni siquiera cuando dijo que si uno solo de aquellos pagarés no quedaba cubierto, él volvería. Y le rompería un brazo.
El abogado Gino se volvió para mirarme. Le parecía increíble que alguien como yo participase en aquel asunto. Desvié la mirada, asintiendo con aire grave. Estaba en el papel. Como si dijera: esto no me gusta, por supuesto, pero si no te portas bien, te ocurrirá eso. No nos obligues a hacerlo.
Técnicamente, estoy cometiendo una extorsión.
Esas palabras se formaron en mi mente de manera independiente de mi voluntad. Las oí y, al mismo tiempo, las vi escritas en letras de imprenta, como en un documento. O en un expediente.
Por algunos segundos permanecimos allí, quietos.
– Vamos a tomar ese café -dijo Piero al fin-. Así nos sentamos a una mesita, hacemos esos pagarés y después cada uno se va a su casa.
El abogado Gino intentó una última, débil objeción.
– Pero ¿dónde encontramos pagarés a esta hora? Está todo cerrado.
– Yo los traje, no te preocupes -dijo Piero, tocando su obsceno bolso inflado. Un profesional, no había nada que decir.
Fuimos hasta un bar y nos sentamos a una mesita en el fondo del local, casi en la trastienda. Yo tenía una especie de mareo, una náusea indefinible. Cuando llegó el café no conseguí beberlo. Piero sacó su cajetilla de cigarrillos y los ofreció. Gino dijo que no, gracias, si no le molestaba fumaría de los suyos. Piero, con la voz de siempre, repitió que cogiera uno de los de él. Entonces Gino lo tomó. Y yo también, pero después de encenderlo dejé que se consumiera sin fumarlo.
El abogado Gino firmó los pagarés, tal vez diez, tal vez doce. Escribía con la cabeza baja; yo miraba aquellos trozos de papel y la mano que se movía componiendo aquella grafía elegante con una afectación penosa. Mis ojos estaban clavados en aquella mano pálida, en aquel bolígrafo de dos liras, en la superficie verdosa de aquella mesita vulgar.
Cuando todo terminó, me levanté, tomé los pagarés, los enrollé y me los puse en el bolsillo del pantalón. Luego me quedé sin moverme, sin saber qué hacer ni qué decir. Se me ocurrían sólo frases ridículas del tipo gracias, hasta la vista. O: espero encontrarlo en una ocasión mejor, lo siento, pero los negocios son negocios y de todos modos las deudas deben ser pagadas. En todas esas frases imaginadas lo trataba de usted. Como habría ocurrido si nos hubiésemos conocido en otras circunstancias. Yo y aquel señor de la edad de mi padre.