Estaba por darle la mano, expresarle una cobarde solidaridad, cuando habló mi compañero. Mi cómplice.
– Vamos. -Tenía el tono impaciente de quien piensa que los aficionados no deberían hacer trabajos de profesionales. O tal vez me imaginé aquel tono y él simplemente quería irse. Dudé aún unos instantes, luego me di la vuelta y fui hacia la salida sin decir nada.
Al llegar a la puerta me volví. En el fondo del bar, Gino estaba sentado en el mismo lugar donde lo habíamos dejado. Tenía la cabeza apoyada en una mano, el codo en la mesa, el otro brazo abandonado a lo largo del cuerpo. Parecía observar algo, con un vago interés.
Pero allí donde se concentraba su mirada, sólo había una pared desconchada.
17
Aquella noche, las cuarenta gotas de novalgina no habían funcionado. El dolor de cabeza se había atenuado, pero permanecería aquella sombra sorda y opresora sobre el ojo y la sien. Aquella sensación bien conocida que, de un momento a otro, podía transformarse en un dolor palpitante e insoportable.
– Señor teniente, ¿puedo entrar?
– Adelante, Cardinale. -Le indicó que se sentara, cogió la cajetilla de cigarrillos, pensando en ese mismo momento que no habría debido fumar con la amenaza del dolor de cabeza, y le ofreció uno. Aquél rehusó con educación.
– No, gracias, señor teniente. Lo he dejado.
– Ah, sí, ya me lo había dicho. ¿De qué quería hablarme?
– Releí los expedientes de todos los casos del… maníaco que estamos buscando.
Chiti se sacó el cigarrillo de los labios sin haberlo encendido. Se inclinó imperceptiblemente hacia el suboficial.
– ¿Sí?
– Señor teniente, creo que lo más importante no es dónde ocurrieron los hechos, es decir, las agresiones. Según mi parecer lo más importante es de dónde venían las víctimas.
– ¿Qué quiere decir?
– Las jóvenes volvían todas de locales nocturnos, cafés, discotecas. Dos de ellas trabajaban en esos lugares como camareras; cuatro, incluida la de hace dos días, eran clientas habituales.
– ¿Cómo sabe que volvían de locales nocturnos?
– Está escrito en los expedientes.
Claro. Estaba escrito en los expedientes y él no se había dado cuenta. Los había leído y releído buscando puntos de semejanza en el modus operandi, en las imprecisas y prácticamente inexistentes descripciones del agresor. No había hecho caso a lo ocurrido antes. Sintió una punzada de envidia por el otro, que había sido más astuto que él.
– Siga.
– Creo que el violador frecuenta estos locales. Mira alrededor, elige la víctima, tal vez entre las jóvenes que no tienen acompañante (se ven esos grupos de mujeres solas), luego cuando sale la sigue y… en fin, hace sus cosas.
– ¿Y las jóvenes que trabajan en los locales?
– Es lo mismo, señor teniente. Va al bar, tal vez tarde, mira a la camarera o a la que atiende la barra. Se sienta, bebe, espera. Cuando llega la hora de cerrar, sale. Sigue a la joven si ella no tiene alguno que la acompañe o que vaya a buscarla…
– …y podría también ser que haya ido varias veces al local para elegir la presa, estudiar sus costumbres. Claro. Claro.
En ese momento prendió el cigarrillo, desafiando el dolor de cabeza. Permaneció algunos instantes rumiando aquella idea, oscilando entre la admiración por Cardinale, la envidia por no haberla tenido él y el esfuerzo de sacar a la luz todos los puntos de partida posibles. La ligera y creciente excitación que proporcionaba una pista, o por lo menos una hipótesis válida que por fin aparecía en el horizonte plomizo de aquella investigación.
– ¿Las chicas dijeron de qué locales volvían?
– Algunas sí, otras no. Habría que volver a preguntarles a todas. Para ver si notaron a alguien la noche del hecho, o las noches precedentes. Un hombre solo, por ejemplo.
– Claro. Les preguntaremos, incluso empezaremos por la última y sus amigas. Anteayer dijo que eran cuatro. Vamos a buscarlas enseguida. Son las que tienen el recuerdo más fresco.
Apagó el cigarrillo, fumado sólo hasta la mitad.
– ¡Excelente, Cardinale! ¡Excelente! Convoquémoslas hoy mismo. Primero Caterina como-se-llame y después de ella preguntamos a sus amigas. Excelente.
Coño, excelente, repitió para sí encendiendo otro cigarrillo cuando el suboficial ya había salido.
El dolor de cabeza había pasado.
18
Caterina como-se-llame no recordaba nada más de aquella noche. No había reparado en nadie en especial en aquel bar. Sí, era un lugar al que ella y sus amigas iban a menudo. No, ni siquiera las noches de las semanas precedentes habían notado nada particular. No, no sabría decir si en los días anteriores la habían seguido.
Dos de las amigas dijeron prácticamente lo mismo.
Con la cuarta no parecía ir mejor. Guapa, pechos grandes, una expresión de malicia afectada, pero no muy inteligente. Cardinale y Pellegrini, que estaban con el teniente tomando declaración, se la comían con los ojos.
– Entonces, señorita…
– Rossella.
– Ah, sí, Rossella. Por favor, ¿puede darnos sus datos completos?
Ella los dio y luego Chiti quiso oír por cuarta vez qué había ocurrido aquella noche. Caterina y Daniela se habían ido antes porque al día siguiente tenían clase. Ella y Cristina se habían quedado un poco más bebiendo y charlando.
– Bien, Rossella. Ahora quisiera que se detuviera en lo que ocurrió antes. Quiero decir antes de que sus amigas se fueran. ¿Le llamó la atención alguien en el local? ¿Un hombre, un chico solo con un aspecto… digamos, diferente? ¿Tal vez alguno al que había visto en el mismo lugar, otra noche?
Rossella meneó la cabeza y estaba a punto de contestar: No, nadie. Y así aquella idea podía irse al diablo y estaban otra vez en el punto de partida. Pero después dejó de menear la cabeza y pareció concentrarse, como si se le hubiera ocurrido algo.
– En un momento dado llegó uno… pero después de todo no puede ser él.
– ¿Qué quiere decir? ¿Quién llegó?
– Hacía poco que estábamos sentadas cuando ése… entró y se sentó ante la barra. Diez minutos y se marchó. Pero no puede ser él.
– ¿Por qué? ¿Qué quiere decir?
Rossella lo miró directamente a los ojos, meneó de nuevo la cabeza. Hubo una pausa de recelo.
– Era guapo. No puede ser un violador. Uno así puede tener a todas las que quiera. No puede haber seguido a Caterina…
Era imposible que uno tan guapo pudiera haber violado a una como Caterina. Probablemente la joven quería decir algo así, pero Giorgio la interrumpió.
– ¿Lo había visto antes?
– No. Seguro que no. Si lo hubiera visto antes lo recordaría con seguridad. Pero le repito que…
– Si lo viese, ¿podría reconocerlo?
Claro que podría reconocerlo. Del modo en que lo dijo estaba claro que le habría gustado mucho conocer a aquel sujeto, más que simplemente reconocerlo.
Chiti se lo hizo describir -un metro ochenta, ojos claros, cabello oscuro-, tomó nota y después le mostró el álbum preparado con las fotos de todos los sujetos fichados. Aunque no confiaba demasiado en que aquella especie de Alain Delon estuviese entre los maníacos catalogados.
En efecto, no estaba. La joven hojeó con velocidad y con una mueca de disgusto aquel muestrario de rostros inquietantes; de líneas deformadas por una naturaleza desfavorable, estropeados por sus propias voces interiores o, simple y llanamente, por los golpes recibidos antes de ser fotografiados y fichados. Después de cerrar el álbum lo alejó con un gesto involuntario y decidido, meneando la cabeza. Chiti permaneció unos instantes inmóvil, después rompió el silencio.
– Escuche, Rossella, usted ha dicho que recuerda bien a ese muchacho. ¿Podría hacernos una descripción con nuestro dibujante para ver si conseguimos hacer un retrato robot?