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– Sí. Pero es imposible que…

– Sí, lo entiendo. Usted dice que es muy difícil que pueda tratarse del que buscamos. Muy probablemente tenga razón, pero nuestro deber es no omitir ninguna hipótesis.

Mientras hablaba, Chiti pensaba en otra cosa. Sentía una extraña excitación y, si hubiera debido traducirla en palabras, esas palabras habrían sido: puede ser él, puede ser él; no sé por qué pero concuerda perfectamente con algo; no sé con qué, pero concuerda. Perfectamente.

– Pellegrini, por favor, que venga enseguida… ¿cómo se llama el dibujante, ese cabo con bigotes?

– Se llama Nitti, señor teniente. Pero no está.

– ¿Qué significa no está? ¿Adónde fue?

– Está en convalecencia, señor teniente. Tuvo un accidente de moto y se rompió un brazo. Justo el que usa para escribir y dibujar.

Pausa. Silencio.

– Tal vez podamos pedir a la jefatura que nos presten uno -prosiguió Pellegrini-. Tienen por lo menos dos y seguramente…

– ¿Qué dice? Llamamos a la jefatura, les decimos que nos den un dibujante para resolver el caso del maníaco de las porterías y enseguida nos contestan que sí. Encantados, amigos carabinieri, aquí está nuestro técnico. Gratis. Y después nos vamos y no tenemos ningún interés en inmiscuirnos en su investigación. ¿Qué le parece, responderán así?

Pellegrini se encogió de hombros, apretando los labios. Una expresión del tipo: «Era una idea como cualquier otra, teniendo en cuenta que estamos en un callejón sin salida».

Pero Chiti estaba pensando otra cosa. Un poco absurda, tal vez. O tal vez no.

Algo que no le resultaba fácil de decir a sus hombres, reunidos en aquella habitación.

¿Por qué? Se preguntó. Porque se avergonzaba un poco de decir ante sus suboficiales que sabía dibujar y que intentaría hacer un retrato del violador.

De modo que sencillamente no lo dijo; lo puso en práctica.

– Cardinale, por favor, tráigame unas hojas en blanco, un lápiz y una goma de borrar.

El suboficial lo miró en silencio, pero frunciendo el ceño y entrecerrando apenas los ojos. Lo que faltaba. Como quien no ha entendido bien.

– ¿Y bien? ¿Piensa ir?

El otro se levantó de un salto y fue. Volvió algunos minutos después con hojas, lápiz, goma, sacapuntas.

– Ahora por favor salgan y déjenme solo con la señorita.

No añadió nada para no dar explicaciones Los dos salieron sin decir una palabra y sin siquiera mirarse.

Él y la chica se quedaron allí por lo menos una hora. Cuando volvieron Pellegrini y Cardinale había un retrato sobre el escritorio.

Pellegrini no pudo contenerse.

– Pero ¿lo hizo usted, señor teniente?

Chiti no respondió y permaneció largamente en silencio, yendo con la mirada del dibujo a los rostros de sus suboficiales y al de la chica.

– La señorita Rossella dice que se parece al tipo que vio hace dos noches en el local…

Ella miró alrededor, iba a decir algo, después sólo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

Después Chiti le dijo que le agradecía su colaboración, que podía firmar la declaración y volver a su casa; que si volvían a necesitarla la llamarían. Él mismo la acompañó por los pasillos y las escaleras de la comisaría hasta la salida.

Cuando volvió a su despacho los dos estaban de pie ante el escritorio. Dejaron de hablar a su llegada.

– ¿Así pues?

Silencio. El mismo de antes.

– ¿Así pues? Creo que tenemos algo con lo que empezar.

Todavía silencio. Los dos se limitaron a asentir.

Chiti iba a preguntar cuál era el problema. Porque había claramente un problema. Pero sin saber muy bien por qué, se contuvo y les mandó hacer unas cuantas fotocopias del dibujo. Cuando regresaron, dijo que deberían mostrar las fotocopias a todas las chicas, que había que volver a tomarles declaración acerca de lo ocurrido; pedirles que explicaran en qué locales habían estado las noches de las agresiones; verificar si, aparte de las camareras, habían ido a esos locales en los días anteriores. Dijo todo eso hablando con demasiada rapidez, deseando que lo dejaran solo lo antes posible.

– ¿Cuándo empezamos, señor teniente?

– Hace diez minutos. Gracias, eso es todo.

Luego les hizo el gesto de que se retiraran, con la mano. Menos amable que de costumbre, en realidad nada amable. Los dos se sobresaltaron, saludaron y salieron. Él se quedó allí, sentado ante el escritorio.

Solo, por fin, con el dibujo original. Por fin pudo mirarlo con calma.

Lo miró durante un largo rato, mientras la tensión crecía en todos los músculos de su cuerpo.

¿Qué habían visto allí sus hombres? ¿Y qué veía él?

¿El rostro de un criminal psicópata sin nombre o algo extrañamente similar a un autorretrato? Cuanto más miraba aquella hoja, más le parecía estar frente a un espejo de papel.

Al fin la tensión se hizo insoportable.

Entonces enrolló el papel con violencia, se lo puso en el bolsillo y escapó del despacho.

19

Ninguna de las chicas reconoció el rostro del dibujo. Las noches de las agresiones, todas habían estado en locales diferentes. Ninguna tenía nada que añadir con respecto a la primera declaración.

Los dibujos se mostraron en los bares y en los locales; uno de los dueños dijo que le parecía haber visto, en alguna parte, al tipo representado en el dibujo. Probablemente en el bar, pero no estaba seguro. Habían insistido durante horas, pero él no conseguía recordar nada más. Le parecía haberlo visto, pero no sabía decir ni dónde ni cuándo. Eso era todo.

Algunos días después tuvo lugar la séptima violación.

Era un sábado por la noche y enviaron un coche patrulla de la brigada radiomóvil a los alrededores del Politécnico. Una llamada anónima había avisado de la presencia de una joven que lloraba, sentada en un coche, con la ropa destrozada, en evidente estado de agitación.

El coche patrulla de los carabinieri llegó pocos segundos antes que la brigada móvil de la jefatura, que también había recibido una llamada anónima. No se pudo saber si se trataba de la misma persona o de otra.

Los carabinieri acompañaron a la joven hasta la sala de primeros auxilios, donde llegó casi al mismo tiempo Chiti en persona con uno de los suyos, escogido entre los que estaban de guardia en la oficina de detenciones.

Comprobaron pronto que el modus operandi era el mismo. Pero con más violencia y menos control, pensó Chiti. Como si ese tipo estuviera sufriendo una evolución -una involución- y la simple violación ya no le bastase.

La chica había recibido muchos golpes antes de ser violada, y después. Por lo demás, la secuencia era igual a las precedentes. Se evidenciaba agresión por la espalda, con puñetazos en la cabeza; la víctima, semiinconsciente, fue luego arrastrada hacia el vestíbulo de un viejo edificio, donde recibió más golpes; sexo oral con orden de no alzar la vista, más golpes, orden de no moverse de la portería durante cinco minutos, cuenta de los segundos en voz alta, desaparición.

Esta joven, como todas las demás, tampoco era una belleza. Más bien flaca, casi huesuda, cabellos cortos, un aire masculino y fibrosa. Mientras la interrogaba en el consultorio del médico de primeros auxilios, ella respondía entrecerrando los ojos y haciendo girar entre las manos unas gruesas gafas anticuadas, que se habían roto durante la agresión.

No podía decir nada sobre el aspecto del agresor. De la voz sí, como las otras. Era sibilante y metálica, y parecía provenir de otro lugar. Dijo exactamente eso: que parecía provenir de otro lugar y Chiti sintió que algo le recorría el espinazo, como un escalofrío.

La novedad era que la joven no regresaba de ningún local, ningún bar, ninguna enoteca, nada. Había estado estudiando en casa de una amiga y volvía a la suya, sola, como ocurría muy a menudo. Siempre la misma calle, jamás ningún problema. Hasta esa noche.