– Está bien, señorita, gracias. Por esta noche no queremos cansarla más. Mañana le telefonearemos y, si se encuentra mejor, tendría que venir a la comisaría para formalizar la denuncia. Trate de descansar, y si le viene a la mente algo que tal vez no ha dicho, anótelo, por favor. A veces un detalle puede ser muy importante para quien investiga, aunque al interesado pueda parecerle irrelevante. Buenas noches.
Tonterías, pensó en silencio en el coche mientras regresaba al cuartel.
Tonterías de manual del joven investigador. Había estudiado todo y muy bien, en la academia y después. Había leído libros, tomos, revistas especializadas. Pero la vida real era diferente. Huidiza y cruel como aquel hijo de perra al que trataban inútilmente de atrapar.
Habían tenido una pista -para ser precisos la había tenido Cardinale- y parecía que aquel desgraciado lo hubiera comprendido o sabido. Y había cambiado de método. No más locales nocturnos sino agresiones en la calle, donde era prácticamente inapresable, como un maldito hilo de humo. ¿Por qué? ¿Cómo había podido intuir que de alguna manera le seguían de cerca?
O tal vez sólo eran tonterías, también. El tipo, simplemente, actuaba al azar y ellos, después de meses de investigaciones, no habían entendido nada.
Nada de nada.
Apretó el puño con lentitud y se golpeó con los nudillos en la frente. Una, dos, tres veces, hasta hacerse daño.
El carabiniere que conducía el Alfa 33 lo miró con el rabillo del ojo, sin apartar la mirada de la calle.
20
Era agosto y los días transcurrían iguales, envueltos en un calor denso e inquietante. Hasta de noche el aire tenía una consistencia casi física y nos sofocaba como su manto tibio, infecto, implacable.
Una tarde paseábamos por los lugares de n'derr a la lanz, cerca de las barcas varadas de los pescadores. Faltaba una semana o poco más para el verano. Como de costumbre, Francesco hablaba. De vez en cuando hacía una pausa y me dejaba decir algo. Sin escuchar ni una palabra. Cuando comenzaba de nuevo, retomaba simplemente el discurso donde lo había interrumpido, o cambiaba de tema.
Después dijo que debíamos tomarnos unas vacaciones. Que podíamos llevarnos el coche -dijo que era mejor que fuera el mío- y partir. Tal vez hacia España. Sin hacer reservas en ninguna parte.
Haríamos dos o tres paradas en la carretera, o más si lo preferíamos. Si nos venía bien podíamos detenernos en cualquier parte; en Francia, por ejemplo. En resumen, podíamos hacer lo que quisiéramos.
Dije enseguida que sí. Pensé, con una sensación de euforia imprevista y confusa, que podía ser una especie de epílogo heroico.
Está bien -me dije-, he vivido este período loco. He hecho cosas increíbles. Cosas que nunca hubiera pensado poder hacer. He caminado sobre el filo de la navaja y por fortuna no me caí. Ahora hagamos este viaje y cuando termine comienzo una nueva vida. Que por otra parte será mi vieja vida aunque diferente. He visto cómo es el lado oscuro. Tuve la experiencia. Dentro de poco será hora de volver a casa.
Pensé en On the road * en aquel intercambio de frases famoso, que algunos años antes había aprendido de memoria.
– Debemos andar y no detenernos hasta llegar -dijo Dean.
– ¿Para ir adónde, amigo? -pregunta Sal-Kerouac.
– No lo sé, pero debemos andar.
Sí, debíamos andar y después, al final, yo volvería a casa. Significara lo que significase.
Aquellos pensamientos me hicieron sentir bien. Como si estuviese a punto de alcanzar la meta en una competición comprometida. Ahora estaba casi terminada. Al volver le diría a Francesco que ya era suficiente. Había sido extraordinario vivir aquella aventura junto a él pero para mí ya había acabado. Sería su amigo para siempre pero nuestros caminos se separaban.
Estaba seguro de que, al regreso, habría encontrado las palabras y el valor para decir lo que debía decirse.
– Entonces, ¿cuándo partimos?
Francesco sonrió. No con la acostumbrada sonrisa controlada, plena de sobreentendidos. Aquella que yo nunca entendía exactamente qué quería decir. Me pareció una sonrisa normal. Y tuve una punzada de tristeza. Él era mi amigo y yo acababa de decidir abandonarlo. Me sentí culpable por eso y por las dudas que cada vez más a menudo sentía acerca de él y de nosotros dos.
– Mañana. Mañana por la mañana. Ahora vamos a hacer el equipaje. Yo preparo un mínimo de itinerario y mañana por la mañana temprano pasas a buscarme, así salimos cuando todavía no hace calor. A eso de las siete.
Volví a casa, donde estaba solo desde hacía varios días. Mis padres habían ido a la finca rural de unos amigos, en la región de Ostuni. Ante todo busqué el número de teléfono de aquellos amigos. Quería hablar con ellos. De pronto sentía la necesidad de hablarles; me parecía que el hielo que había caído entre nosotros desde aquel domingo se había derretido. Quería avisarles de que me iba por unas breves vacaciones, una semana o un poco más. Lo necesitaba, y cuando regresara me pondría a estudiar de nuevo. Lamentaba mi comportamiento de los últimos meses. Había sido un período difícil, pero ahora había terminado. Por un instante pensé en contarles lo que en verdad me había ocurrido en aquellos meses. Luego me dije que por el momento no era lo mejor. Tal vez más adelante. Al marcar el número me sentía un poco emocionado, aunque aliviado. Me sentía bien. Todo andaría mejor.
El teléfono sonó largo rato, nadie respondió.
Probablemente se habían entretenido en el mar. A mi madre le gustaba quedarse leyendo en la playa cuando el gentío desaparecía, hasta la puesta de sol. Le gustaba bañarse ya bien entrada la tarde o por la mañana temprano. A mi padre no, pero se adaptaba.
Me quedé un poco mal y me dije que volvería a llamar más tarde, después de haber preparado una mochila con las cosas que llevaría.
No fue una operación rápida.
Cogía una camisa de mi armario y la apoyaba en la mesa del cuarto de estar. No sé por qué había decidido usar aquella mesa, lejos de mi habitación, como plano de apoyo para preparar el equipaje. Cogía otras dos camisas. Luego otras dos y volvía a poner en su lugar una de las que ya había elegido. Caminando de mi habitación al cuarto de estar me preguntaba cuáles y cuántos pantalones debería llevar. Dos debían bastar. Tejanos ligeros y pantalones caqui. Además del que llevaba puesto, naturalmente. Un suéter de algodón. ¿O mejor uno de lana? ¿O los dos? ¡Al diablo!, en España hace calor; basta con un suetercito de algodón. ¿Pero cuál? ¿Y una americana? Si se presentara la ocasión de ir a un restaurante elegante o a un casino, la americana iba a ser necesaria. Pero no podía ponerla en la mochila. Entonces sería mejor una maleta. Pero se las habían llevado sus padres. Fuera la americana. Además, qué idea idiota la de ir a un casino. ¿Para qué? Aunque también podía colgar la americana en el coche. Dos pares de zapatos. O uno solo, ya que tengo un par puesto. Diez calzoncillos para no tener que lavar nada. No, de todas maneras tendré que lavar porque no creo que volvamos en diez días. ¿Entonces llevo una caja de detergente? No digas tonterías, si te hace falta lo compras allá o usas el jabón del hotel para lavar la ropa. ¿Y calcetines? En general no se usan calcetines en verano. Cinco pares bastarán. ¿Bastarán? ¿Es mejor poner debajo los pantalones, luego las camisas y las camisetas y después calzoncillos y calcetines? ¿O es más cómodo lo contrario?
Una hora después había puesto poca ropa en la mochila, en la mesa había un montón de prendas y yo estaba exhausto. Y me sentía estúpido. Me encontraba de pie ante la mesa sin saber qué hacer.
Entonces me dije que me estaba volviendo gilipollas. Tomé al azar lo que tenía a mano y lo coloqué en la mochila hasta que estuvo casi llena. Antes de cerrarla, añadí una decena de casetes y dos barajas nuevas de cartas francesas.