De lo que ocurrió luego recuerdo sólo fotogramas y algunos fragmentos en cámara lenta. Francesco que golpea al más grande con una silla. Cartas que vuelan por la habitación. Alguno que llega del pasillo y se lanza a la pelea.
Lo raro es que lo recuerdo todo sin sonido, como una película muda y surrealista. Entre otras cosas, hay una lámpara que cae de una mesita y se rompe. Sin ruido.
Echamos fuera a los tres, y entonces reinó en la casa una extraña sensación de incomodidad. Algunos sabían o imaginaban el porqué de aquella expedición punitiva con un final tan poco feliz. Es decir, sabían o imaginaban qué podía haber hecho Francesco.
Lo que en cambio no sabían y no entendían era qué tenía que ver yo. Y sobre todo cómo había sido capaz de hacer semejante cosa. Hablaban en grupos y, cuando me acercaba, bajaban la voz o dejaban de hablar. Yo andaba molesto por las habitaciones. Sólo quería dejar pasar un poco de tiempo para adoptar un aire de indiferencia y luego marcharme.
Ni siquiera yo conseguía comprender lo que había hecho y por qué. Le rompí la nariz, pensaba. Coño, le rompí la nariz. En parte estaba sorprendido por la violencia de que había sido capaz, y en parte sentía una satisfacción vergonzosa y extraña.
La gente comenzó a dispersarse en silencio. El juego, obviamente, no recomenzó. Pensé que yo también podía irme, dado que, además, había llegado solo.
Me puse el abrigo y busqué a la anfitriona para saludarla.
¿Qué le digo?, pensaba. Gracias por la espléndida velada; sobre todo disfruté del fuera de programa con el que pude desahogar con verdadera satisfacción mi instinto bestial. Pero tal vez no iba a resultarle gracioso.
– ¿Nos vamos juntos? -Francesco estaba a mis espaldas, también él con el abrigo puesto. En sus labios se dibujaba una ligera sonrisa irónica, y algo parecido a la admiración en los ojos.
Asentí con la cabeza. Sencillamente. A esas alturas parecía natural, aunque apenas nos conocíamos.
A lo mejor me explica en qué me he metido, pensé.
Fuimos juntos a despedirnos de Alessandra, que nos miró con aire extraño. Creo que su mirada decía muchas cosas. No sabía que fuerais amigos. Sí sabía que tú, Francesco, traerías problemas -lo saben todos-, pero no imaginaba que tú, Giorgio, fueses de la misma calaña y, encima, así de bruto. Por Dios, está todo sucio de sangre. La sangre de aquel al que rompiste la nariz con ese cabezazo de delincuente.
Sus ojos decían, sobre todo: fuera de aquí y no aparezcáis por esta casa hasta el próximo milenio.
Nos fuimos juntos. Al llegar a la calle miramos alrededor con precaución. Por si acaso los tres eran especialmente tenaces y vengativos y todavía estaban en condiciones de molestarnos después de los golpes que habían recibido.
– Gracias. Hay que tener un par de cojones para hacer lo que hiciste.
No dije nada. No porque quisiera darme aires de duro. En realidad no sabía qué decir. Entonces él continuó mientras empezábamos a caminar.
– ¿Ibas a pie?
– Sí, vivo cerca.
– Yo tengo coche. Podemos dar una vuelta, tomamos algo y te explico. Creo que te lo debo.
– Está bien.
Tenía un viejo Citroën DS de color crema con el techo burdeos.
– A ver, ¿qué te ha parecido? ¿Qué crees que querían esos capullos?
– No lo sé. Está claro que el que estaba interesado en ti era el rubio. Los otros dos eran gorilas. ¿Mujeres?
– Mmm. Sí. El rubio no sabe perder. Pero nunca habría esperado que hiciera semejante gilipollez. -Hizo una pausa, como si hubiera tenido un pensamiento inquietante. Luego volvió a hablar.
– ¿Te molesta si vamos a un lugar, por media hora?
– No. ¿Dónde?
– Estoy pensando que es mejor prevenir alguna otra payasada. Quiero hablar con un amigo. Allí donde vamos también podemos tomar algo si no tienes problemas de horario.
Asentí con la cabeza. Como quien tiene bien clara la situación y está cómodo.
En realidad no entendía bien de qué estaba hablando. Pero tenía una vaga intuición; de una manera difusa percibía que aquella noche estaba a punto de cruzar un umbral. O tal vez ya lo había cruzado.
Respiré hondo, me acomodé en el asiento del DS que se deslizaba silencioso por las calles desiertas, entrecerré los ojos y pensé que, joder, no me importaba. Quería ir.
Adondequiera que estuviésemos yendo. Estaba listo.
4
Llegamos a una vieja urbanización de casas populares.
Aparcamos el coche y entramos en uno de los cuatro grandes edificios sin ascensor que formaban la manzana.
En la escalera, entre el primer piso y el segundo, había un tipo delgado fumando un cigarrillo apoyado en la pared. Francesco lo saludó, el otro respondió con una inclinación de cabeza y después, siempre con un movimiento de cabeza, me señaló. Interrogativo. ¿Quién era yo?
– Es amigo mío.
Fue suficiente y así pasamos y subimos otros dos tramos de escalera. Llamamos a una puerta y, transcurridos algunos segundos -alguien observaba por la mirilla-, nos abrió uno que parecía el hermano mayor del que estaba en la escalera.
El interior del piso era bastante extraño. Una pequeña entrada-corredor a la derecha daba a una habitación muy grande. Había una barra de bar, como en ciertos pequeños hoteluchos, algunas mesas y pocas personas sentadas bebiendo y fumando. Parecían estar a la espera de algo. Un tocadiscos reproducía a bajo volumen la banda sonora un poco rayada de la película Cabaret.
A la izquierda, una habitación más pequeña se abría sobre otra en el fondo. Mesitas con paño verde y gente que jugaba a las cartas.
Francesco me hizo entrar en la habitación con bar.
– Siéntate aquí dos minutos. Pide algo de beber, vuelvo enseguida. -Y sin esperar respuesta entró en la otra habitación, la atravesó y desapareció. Me senté a la única mesa libre. Ningún camarero vino a atenderme, no había nadie detrás de la barra. De modo que permanecí sentado, sin hacer nada y con la impresión de que todos me estaban observando, preguntándose quién era y qué hacía allí.
En realidad, nadie me prestaba atención. Hablaban entre ellos en cada mesa y de vez en cuando alguno se volvía a mirar hacia la otra habitación. Casi todos eran hombres. Con disimulo, sin hacerme notar, me puse a observar a las únicas dos mujeres. Una era baja y gorda, con ojos como hendiduras y juntos, una expresión brutal. Estaba con dos hombres de aspecto insignificante y hablaba siempre ella, en voz baja y con una ira en el tono contenida con esfuerzo.
La otra era morena y guapa, aunque debía de tener por lo menos quince años más que yo. Un suéter de lana con escote en uve dejaba entrever el comienzo de la línea de los pechos. En aquella sala era la única que yo hubiera querido que se fijara en mí. Pero estaba muy interesada en un tipo con americana, corbata y encendedor de oro macizo.
Estaba yo fantaseando acerca de la señora morena, y no eran justamente pensamientos que hubiera comentado con mis viejas tías, cuando Francesco se materializó en la silla que había frente a mí.
– Emma.
– ¿Perdón? -dije, después de un pequeño sobresalto.
– Se llama Emma. Es la mujer separada de C.M. El de los congelados, no sé si lo tienes presente. Quince millones al mes por alimentos y casa con vistas a la plaza Umberto. Un poco retocada aquí y allá, pero en conjunto una tía buena. ¿No pediste nada de beber?
– No había nadie…
Francesco se levantó, pasó detrás de la barra y llenó dos vasos de whisky. Volvió a la mesa y me pasó uno. Luego encendimos los cigarrillos.
– Dime, ¿por qué hiciste eso esta noche?
– No sé. Nunca en mi vida le había dado un cabezazo a alguien.
– ¡Qué raro! Por el modo en que le rompiste la nariz parecías un profesional. ¿Te enseñó alguien?
Efectivamente, alguien me había enseñado.
A los catorce años, mis amigos y yo solíamos ir a un salón de billar cerca de casa. Generalmente jugábamos al ping-pong y al pool. Los clientes no eran gente precisamente elegante y una vez dije una palabra de más a uno que, a los dieciséis años, ya era un criminal. Quiero decir un verdadero criminal. Era camello y robaba automóviles, entre otras cosas. Nunca supe su nombre, pero, cuando no estaba, todos lo llamaban 'u Zuzzus, el Puerco. La higiene personal no era su principal pasión.
Naturalmente, me estaba haciendo sonar como un bongó sin que mis amigos hicieran nada. Lo único que faltaba era que comenzaran a silbar mirando hacia otra parte. Así y todo, mientras yo recibía los golpes tratando de minimizar el daño, otro se puso en medio. Él también era un criminal, era mayor -tal vez dieciocho años-, más corpulento que el otro y sobre todo notablemente mucho más peligroso.
Se llamaba Feluccio. Feluccio 'u Gress, el Grande. Controlaba negocios ilegales y hacía respetar el orden en toda la manzana del salón de billar. Tenía una idea personalísima del orden, pero eso es otro asunto. Por razones desconocidas, yo le caía simpático.
Me ofreció una cerveza Dreher y un trapo con hielo para los moretones. Dijo que yo no podía permitir que me golpearan de ese modo. Dije que sí podía, y de qué modo, y lo acababa de demostrar, pero él no captó la sutil ironía. Estaba preocupado por mi destino en la jungla urbana y decidió convertirme en su alumno. Había desarrollado un método propio de combate. Si hubiera nacido en Oriente tal vez se habría convertido en un gran maestro. En cambio estaba en Bari, en el barrio Libertà, y era Feluccio 'u Gress, campeón de pelea en la calle y de golpes en el estadio. Y no sólo eso.
En el patio del fondo del salón de billar, Feluccio 'u Gress me enseñó a dar cabezazos en la nariz, rodillazos en las pelotas, bofetadas en las orejas para ensordecer al adversario, codazos en la barbilla. Me enseñó a derribar a uno mayor que yo tirándole del cabello y dándole al mismo tiempo un puntapié en la parte de atrás de la rodilla.
No sé hasta dónde habríamos llegado si un día los carabinieri no hubieran arrestado a mi maestro por un robo. Así terminó mi aprendizaje en el arte de las peleas callejeras.
– Por eso sé dar cabezazos. Por lo menos esta noche descubrí que funciona.
– Es una buena historia -dijo Francesco cuando terminé de contarla.
– Es verdad, una buena historia. ¿Qué es este lugar?
– Ya lo ves, ¿no? Es, digamos, una especie de casino. Ilegal, por supuesto. Aquí la gente viene a jugar. En la primera habitación se juega, pero de modo tranquilo. En las otras -hizo un movimiento vago con la mano-, se juega con más seriedad.
Bebió un sorbo de whisky y volvió a hablar, restregándose los ojos.
– Hablé con aquel amigo -hizo el mismo movimiento con la mano-, y ahora podemos quedarnos tranquilos. Alguien irá a buscar a nuestros amigos de esta noche y les explicará que es mejor que no tengamos otro encuentro.
– ¿Cómo es que conoces… a esta gente?
– A veces vengo a jugar.
En aquel momento llegó otro grupo de personas. Tres mujeres más o menos de mi edad y dos hombres mucho mayores. Como mínimo estaban en la cuarentena, con Rolex, trajes costosos y caras en sintonía. Una de las jóvenes contempló largamente a Francesco, como si tratara de encontrar su mirada. Pero no lo consiguió.
– Diría que es hora de irnos, a menos que tengas ganas de probar en alguna mesa.
– No, no. Vamos.
Nos levantamos y fuimos hacia la salida. Francesco no hizo ademán de pagar el whisky. Yo estaba a punto de decir algo, temiendo que un energúmeno nos siguiera por la escalera y nos disparase a las piernas como castigo por insolvencia fraudulenta. Después pensé que Francesco sabía lo que hacía. Tal vez le fiaran en aquel garito, perdón, casino, y al final no dije nada. La joven siguió a Francesco con la mirada hasta que salimos de la habitación. Saludamos al señor que estaba en la puerta, saludamos al que estaba en la escalera y salimos al patio.
Cuando llegamos al portal de mi casa, Francesco me preguntó si me interesaría una partida de póquer una de esas noches. En casa de amigos, se apresuró a precisar al percibir la perplejidad de mi mirada. Le di mi número de teléfono, lo memorizó sin escribirlo, y nos saludamos con un apretón de manos.
Desde la ventanilla bajada, cuando ya me había apeado del coche y luchaba con la cerradura defectuosa de la puerta, dijo que estaba en deuda conmigo. Me volví y ya había partido.
Me fui enseguida a la cama y permanecí despierto hasta que la luz del amanecer comenzó a filtrarse por las rendijas de las persianas.