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Ahora no sabía qué hacer. Intenté llamar de nuevo a mis padres, pero una vez más el teléfono sonó en el vacío. Comí atún en lata con un panecillo gomoso del día anterior. Bebí una cerveza. Fui a sentarme a la terraza con un libro y no conseguí leer más de media página. Pensé en acostarme; enseguida me di cuenta de que era una pésima idea. No tenía sueño y todavía hacía mucho calor. Me revolvería entre las sábanas húmedas y pegajosas; la idea me provocó una especie de asfixia en el alma.

Entonces salí. No había nadie caminando y la calle desierta tenía algo de inquietante y casi siniestro. Como a veces pueden ser siniestros los lugares demasiado familiares con sólo mirar a su alrededor en vez de transitarlos como de costumbre.

¿Cuándo habían apuntalado aquel portal con dos maderas? El edificio era inestable pero antes no me había dado cuenta. ¿Y dónde estaba la vieja que vivía un poco más abajo, a ni siquiera cien metros de casa? Solía estar sentada fuera, tomando el fresco. Sin embargo, aquella noche, o quién sabe cuándo, había desaparecido y su casa estaba cerrada. Parecía un ojo ciego y atemorizador.

Sentí un escalofrío desagradable que partía de la nuca y recorría todo mi cuerpo. No conseguí controlar el impulso de mirar hacia atrás. No había nadie, pero eso no me tranquilizó. Hubiera querido que mis padres estuvieran en casa. ¿Por qué no contestaban el teléfono? Tuve el presentimiento de que había ocurrido algo o que, tal vez, estuviese ocurriendo algo justo en aquel momento. Recordaría aquella noche durante años, mis gestos tontos y aquel sentimiento de catástrofe inminente. Un accidente de tráfico. Un infarto. Todo hecho pedazos justo cuando había decidido volver la hoja. Me pregunté cuál había sido exactamente la última vez que había visto a mis padres. No conseguí recordarlo, aunque había sido sólo algunos días atrás. En cambio recordaba la última vez que habíamos hablado -discutido- y no me gustó. Pensé que si le hubiera ocurrido algo malo a mi madre y a mi padre, o aun a uno solo de los dos, habría pasado el resto de mi vida con un sentimiento de culpa insoportable. Tuve ganas de llorar y durante un par de minutos consideré la posibilidad de coger el coche y conducir hasta Ostuni. Renuncié no por lo absurdo de la idea sino sólo porque ignoraba dónde se encontraba con exactitud aquella granja y, en resumen, no sabía adónde ir.

Hacía por lo menos un cuarto de hora que caminaba cuando encontré a un hombre de unos cuarenta años que llevaba a pasear un perrito sin raza muy feo y gordo. El hombre, en cambio, era flaquísimo y vestía una camisa blanca de manga larga con el cuello y los puños abotonados. Tenía una cara sin expresión. Al cruzarnos, percibí el olor denso de su sudor.

Me pregunté cómo habría sido aquel hombre veinte años atrás, más o menos a mi edad. ¿Qué esperaba del futuro? ¿Había tenido sueños? ¿Había imaginado que podría terminar caminando con un triste chucho, con una camisa toda abotonada, en una noche de agosto, entre casas anónimas y coches aparcados en la acera? ¿Cuándo se había dado cuenta de cómo estaban las cosas? ¿Se había dado cuenta? Y mi cara, ¿cómo sería dentro de veinte años?

Oí el ruido de un coche sin tubo de escape que venía de la calle Manzoni mientras yo estaba en la calle Putignani.

Me dije: si conduce un hombre, todo andará bien con respecto al viaje y todo lo demás. Llegamos a la esquina al mismo tiempo. Contuve la respiración. El vehículo, una camioneta Fiat Duna, dobló lentamente por la calle Putignani.

Al volante vi a una señora gorda, en camiseta, con el cabello recogido y una cara extenuada por el calor. Conducía echada hacia delante, como si de un momento a otro fuera a caerse sobre el volante.

Mientras el Duna se alejaba hacia el centro de la ciudad hice un esfuerzo para sonreír y dije en voz alta: a la mierda con tus estúpidas profecías, Giorgio Cipriani.

No había nadie que me escuchara.

Cuando regresé a casa era demasiado tarde para llamar a mis padres. Lo haría a la mañana siguiente desde un área de servicio. Fui a la cama tras dejar la ventana abierta de par en par para aliviar el calor.

Di muchas vueltas sin conseguir dormirme. El sueño vino cuando por las rendijas de la persiana se filtraba la luz del alba, y soñé.

Estaba yendo en coche por una especie de autopista, en un paisaje desierto, gris y triste como ciertas mañanas de invierno. Conducía con una sensación de angustia, con la impresión de que se me estaba escapando algo muy importante. Luego veía a lo lejos objetos que venían hacia mí -contra mí- cada vez más veloces. Entonces lo comprendía. Aquellos objetos eran automóviles y yo iba contra dirección.

¿Cómo había podido ocurrir? ¿Cómo había hecho para llegar a esa situación? Además, aquella autopista no era muy ancha. Al contrario, se estrechaba cada vez más mientras los vehículos se acercaban. No quería morir: todavía tenía mucho que hacer. No podía sucederme a mí. Esas cosas les ocurren a los demás. La carretera se había vuelto estrecha, ya no era una autopista. Era muy angosta. Mis movimientos eran lentos, cada vez más lentos y yo tenía cada vez más miedo. Y aquella sirena lacerante que se acercaba.

No quería morir.

Porque, tal vez, después no había nada.

El despertador sonaba sin parar y abrí los ojos. Durante algunos segundos me quedé recostado mirando mis zapatos junto a la cama, todavía en equilibrio entre un mundo y otro.

Media hora después estaba bajo la casa de Francesco, llamando por el portero electrónico. Estábamos a punto de partir.

21

No recuerdo dónde he leído que los fantasmas se esconden de día. Por otra parte, no es una frase particularmente inteligente u original. Pero es verdad. Aquella mañana me sentía bien. A pesar de que había dormido sólo una hora o poco más. A pesar de las calles pobladas de espectros por las que había circulado durante la noche.

Todo volvía a ser más sencillo mientras conducía mi BMW a ciento ochenta por hora. Ni siquiera estaba seguro de los significados que había atribuido a nuestro viaje la noche anterior. Incluso cuando todos aquellos buenos propósitos volvieron a mi mente, tuve una sensación de hastío. No tenía ganas de pensar, lo haría en otro momento. El día era hermosísimo y ni siquiera demasiado caluroso, íbamos con la música que hacía estallar la cabina y todo era posible. No estaba alegre sino eufórico. Percibía con agudeza, como si mis sentidos se hubieran vuelto más potentes. Todo era muy elemental y sencillo. Había algo primitivo en aquel ver los colores más intensos; en escuchar como si fuera por primera vez canciones que conocía muy bien; en tocar el volante, el pomo de la palanca de cambios, en pisar los pedales.

A eso de las diez nos detuvimos en una gasolinera, tal vez en los Abruzos o quizá ya en las Marcas. Tomamos un capuchino y un pedazo de pastel con crema de limón; y en realidad no sé por qué este detalle me ha quedado impreso en la memoria con tanta nitidez. Porque recuerdo a la perfección mi gesto de recoger entre dos dedos las migas de aquel pastel que habían quedado en el plato donde lo sirvieron. Recuerdo la consistencia de la masa y el sabor de la crema que se mezclaba con el del capuchino.

Antes de seguir telefoneé a mis padres, pero ya no me encontraba en el estado de ánimo de la noche anterior. Hubiera preferido no hacerlo porque hablar con ellos, en ese momento, me habría arrancado aquella sensación de ligereza. Me habría recordado que tenía -o habría debido tener- responsabilidades. De nuevo me habría obligado a pensar. Cosa que, en realidad, no tenía ninguna intención de hacer. Pero obviamente debía llamar. No podía desaparecer sin dejar rastro.

Ocurrió lo que esperaba. Incluso peor. ¿Había partido hacia España? ¿Y por qué no había avisado antes? ¿Y con qué coche? Sólo en aquel momento me vino a la memoria que ellos no sabían que tenía coche. Por eso dije una serie de torpes mentiras y ellos comprendieron que eran mentiras pero sin saber la verdad. Me enfadé otra vez por estar en falta y por mi torpeza. Una vez más dije cosas desagradables. Terminé mal, muy mal, con la comunicación cortada abruptamente de una parte y de la otra, sin siquiera despedirnos.