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Como un telón. Que se desplomó con estrépito.

– ¡Qué me importa! -dije mirando el aparato que devolvía mi tarjeta telefónica. Miré con odio y desprecio a una señora gorda que estaba allí cerca, esperando para telefonear, y que evidentemente lo había oído todo. Ella apartó la vista, asustada, y yo sentí un placer maligno-, ¡Qué me importa! -dije de nuevo mientras iba hacia el coche.

Todo lo que ocurrió después lo tengo muy confuso. El último recuerdo nítido que guardo del viaje es aquel pastel de limón y aquel capuchino. Cruzamos Italia y el sur de Francia alternándonos al volante, casi sin parar. Al comienzo del viaje nos habíamos dicho que podíamos hacer lo que quisiéramos. Detenernos donde nos pareciera, tal vez en algún lugar marítimo sobre la ruta y quedarnos un día o dos. En resumen, tomarlo con comodidad, porque estábamos de vacaciones. En el camino quedó claro que era una idea sin sentido. Francesco había dicho que conocía gente en Valencia.

Valencia se convirtió en nuestra meta. Debíamos ir allí. Entonces he aquí esa secuencia de sol cegador, de crepúsculo con una luz rosada que inundaba el universo, de oscuridad y ventanillas abiertas en una gasolinera para media hora de sueño. Un camionero que bajaba de su vehículo y orinaba en una mata; al terminar eructaba y volvía a subir para dormir un rato. Cigarrillos, sándwiches, café, más cigarrillos, capuchinos, baños de las estaciones de servicio, puestos de frontera, carteles en idiomas que cambian. Luz, penumbra, oscuridad, otra vez luz y esa sensación de necesidad que nos empujaba a continuar. Música. Springsteen, Dire Straits, Neil Young. Y algunos casetes de Francesco con canciones metálicas y violentas. Un estrépito hipnótico. Cuanto más avanzábamos menos hablábamos, como si nos estuviéramos concentrando en una misión que cumplir. Sólo que yo no sabía cuál era esa misión.

No recuerdo nada de lo que pensaba, si pensaba algo. Y tampoco recuerdo lo que decía Francesco. Avanzábamos, cada vez más cansados, pero no podíamos detenernos.

Llegamos a Valencia más o menos al cabo de un día. Tomamos una habitación en un hotel de aspecto poco recomendable y nos dormimos sin siquiera desvestirnos.

Afuera el aire era abrasador.

22

Me desperté a eso de las siete de la tarde, húmedo de sudor. Francesco ya se había levantado y se oía el ruido de la ducha. Aquella habitación era sencillamente absurda. Papel estampado con puertas de caballerizas desde donde asomaban cabezas de caballos, los dos cubrecamas diferentes y un televisor enorme, en blanco y negro, de los años sesenta. Me quedé mirándolo varios minutos, todavía atontado por el cansancio y una sensación de extrañeza. Sentía un olor extraño, desagradable pero familiar. Tardé un poco en comprender que era yo mismo quien lo despedía. No me gustó darme cuenta de que hedía y, apenas salió Francesco, envuelto en una toalla, fui a bañarme.

Salimos cerca de las ocho, después de que los dos recuperáramos un aspecto normal.

Francesco telefoneó a su amigo y oí cómo hablaba una mezcla de italiano, español y francés. Comprendí que un tal Nicolás no estaba en Valencia y que volvería dentro de algunos días. Francesco no pareció sorprenderse y dijo que telefonearía de nuevo. Había algo extraño en el tono en que lo dijo.

Nicola era un viejo amigo suyo, me explicó Francesco después de colgar. Era de Bari pero ahora vivía en España desde hacía más de dos años, viajando continuamente y haciendo varios trabajos. La explicación terminó allí. Yo no tenía especial interés en Nicola. Estaba bien despierto, me sentía bien, tenía hambre y nos encontrábamos en España.

Después de comer -obviamente paella valenciana- con muchas cervezas, fuimos a recorrer la ciudad.

Vagamos por los bares, que estaban todos abiertos y atestados de gente. Fue así como llegamos a un jardín con mesitas en la penumbra, una gran barra en el medio, mucha gente en las mesas, de pie, sentada en el suelo. El olor a hachís saturaba el aire. Encontramos una mesita libre y nos sentamos. Al contrario del viaje, los dos hablábamos muchísimo. Estábamos eufóricos. Hablábamos los dos a la vez, sin escuchar lo que decía el otro. Un río de palabras sobre nuestra libertad, sobre nuestro vivir rebelde, fuera de reglas hipócritas. Sobre nuestro buscar el sentido de las cosas bajo el viejo barniz de las convenciones. Convenciones que rechazábamos en nombre de una ética inaccesible a la mayoría.

Un aluvión de gilipolleces.

La camarera que vino a la mesa dijo «¡hola!», pero un instante después, al oírnos hablar, se dirigió a nosotros en italiano.

Era de Firenze, más precisamente de Pontassieve, y se llamaba Angelica. No era guapa, pero tenía un rostro simpático. Miraba a Francesco. Nos preguntó de dónde éramos, dijo que había estado en Bari sólo de pasada hacia Grecia y que le habían recomendado que tuviera cuidado con los carteristas. Nos tomó nota mirando siempre a Francesco y prometió volver enseguida.

– ¿Qué te parece? -me preguntó Francesco.

– Graciosa. Es decir, simpática. Tiene algo, aunque no es guapa. De todos modos te miraba.

Movió la cabeza, como diciendo que obviamente se había dado cuenta.

– Hagámonos amigos, esperemos que termine de trabajar y salgamos juntos. Así tendremos un apoyo en Valencia hasta que regrese Nicola.

– También podemos pedirle que nos recomiende un hotel un poco mejor que esa pocilga adonde hemos ido a parar -dije yo, pero él no me contestó. Evidentemente el hotel estaba bien para él. Angelica volvió con nuestras dos caipiriñas.

– ¿Cómo es que estás trabajando en España? -le preguntó Francesco.

Ella miró un instante alrededor antes de contestar. Nadie parecía necesitarla en las mesas.

– Hace un año que no ando bien con los exámenes en la universidad. Estudio lenguas pero tuve algunos problemas. Así que decidí pasar un tiempo en España para mejorar mi español y tratar de entender lo que quiero hacer. ¿Y vosotros?

– Yo estoy en último curso de Filosofía y mi amigo Giorgio de Derecho. En julio terminamos nuestros exámenes y decidimos tomarnos un par de semanas para venir a España. Y aquí estamos. ¿Hasta qué hora está abierto este sitio? -Había mentido con la acostumbrada naturalidad. Pensé que no me importaba en absoluto. Que estaba bien y no me importaba nada de nada.

Angelica miró de nuevo alrededor y vio que en una mesa, en el lado opuesto del jardín, alguien gesticulaba para llamar su atención. Habló rápidamente.

– Depende. Las dos, las tres. Depende de las noches. Mientras queda gente estamos abiertos. -Hizo una pausa breve, como si estuviera pensando en lo que iba a decir. Luego habló con rapidez-. Escuchad, ahora tengo que ir. Si no tenéis prisa podéis esperarme, como máximo una hora, y acompañarme a casa. Está a un cuarto de hora a pie. Así charlamos tranquilos y también os doy algunos consejos acerca de qué hacer en Valencia y los alrededores.

Francesco dijo que no teníamos ninguna prisa y que sería un placer esperarla. Entonces ella volvió a trabajar y nosotros nos quedamos en nuestra mesa. Me sentía bien. El aire era cálido y yo estaba inmerso en una sensación de pereza invencible y dulce. Una ausencia de tiempo, de responsabilidad, de liberarme de mí mismo. Un poco era el alcohol -las cervezas primero, las bebidas fuertes después-, un poco aquella atmósfera de periferia exótica.

Una hora y media y tres caipiriñas más tarde nos fuimos con Angelica. Siempre he aguantado bien el alcohol, de modo que estaba algo atontado, eufórico pero despierto. Noté que Angelica, además de haberse cambiado, se había soltado el cabello, que era largo y cobrizo. También se había maquillado.