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Bebimos un par de tragos de ron en un bar que estaba cerrando. El propietario era amigo de Angelica y no quiso cobrarnos.

Retomamos el camino. Ahora Angelica y Francesco hablaban entre ellos, y yo, naturalmente, estaba excluido. Entonces decidí caminar unos pasos atrás.

Miraba alrededor y debía de tener una sonrisa un poco ausente. Eran las tres pasadas, pero las calles todavía estaban llenas de gente. No sólo grupos de gente joven, también borrachos, colgados de todo tipo; había señores ancianos con camisas blancas de manga corta y cuellos dudosos; familias con niños, abuelos y perros. También cruzamos dos monjas. Vestidas perfectamente con sus hábitos, caminaban despacio hablando animadamente. Permanecí mirándolas largamente mientras se alejaban. Para imprimírmelas en la mente y -pensé con claridad- para que a la mañana siguiente o diez años después no me viniera la duda de haberlas soñado.

Todo era inverosímil, irreal, lleno de una sensación de ebriedad y de leve nostalgia.

Llegamos a casa de Angelica y ella nos preguntó si queríamos subir a tomar algo más. Pero el significado era si Francesco quería subir. Mentí, diciendo que estaba muy cansado y también bebido. No lo bastante, pensé, para no entender las cosas de la vida. De modo que Francesco y Angelica desaparecieron juntos detrás de aquel pequeño portal de madera sucio. Ella se despidió dándome un beso en la mejilla.

Tardé más de una hora en encontrar el hotel. Entretanto me detuve en otro par de bares y bebí otro par de rones. Cuando me acosté, después de haber hecho un pis interminable, la cama empezó a girar sobre sí misma. O tal vez era la habitación la que giraba, mientras la cama permanecía quieta. Pensé en Galileo. Era él quien había inventado el método de la ciencia moderna. O tal vez era Newton. Oh, todo eso era demasiado agotador, pero debía conseguir recordarlo. Coño, yo aguantaba muy bien el alcohol, todos lo decían. ¿Todos quiénes? Además, ¿qué quería decir que debía conseguir recordarlo?

Después, de golpe, todo desapareció.

23

Me despertó el ruido de un golpe violento que llegaba de fuera. Me levanté y me arrastré hasta la ventana. Tenía la boca como llena de cemento. Intenté decir alguna palabra -un taco- simplemente para verificar que mi cuerpo funcionaba. Luego abrí las persianas y me asomé.

Era un choque entre camiones. Dos hombres, cerca del lugar del impacto, gesticulaban y se movían pasando el peso un poco sobre la pierna derecha, un poco sobre la izquierda. En la acera, un grupo de espectadores seguía la escena. Los hombres que discutían eran altos y gordos, con idénticas camisetas oscuras de tirantes sobre hombros y barrigas hipertróficas. Se movían y gesticulaban casi rítmicamente, y parecía que estaban siguiendo una especie de coreografía. Toda la escena tenía una sincronía extravagante, una extraña simetría que no conseguía descifrar.

Después me di cuenta de que los dos camiones eran iguales. El mismo modelo, los mismos colores -blanco y lila- y los mismos escritos en los laterales. Pertenecían a la misma empresa de transportes y los dos hombrones llevaban camisetas de la compañía. En ese momento perdí el interés, me encogí de hombros y entré.

Francesco todavía no había vuelto y decidí hacer tiempo. Bañarme, vestirme, bajar a desayunar, fumar un cigarrillo. Eran las nueve pasadas y de ese modo tiraría por lo menos hasta las diez. Después, si Francesco no aparecía, pensaría qué hacer.

No apareció y empecé a sentirme inquieto. La euforia de la noche anterior había desaparecido y ahora, en el comedor del desayuno de aquel triste hotel, sentí crecer la angustia y algo similar al pánico. Por unos minutos pensé recoger mis cosas e irme solo.

Después, una vez recuperado un mínimo de control, pedí al conserje un mapa de Valencia, dejé un mensaje para Francesco y salí.

Hacía mucho calor. La ciudad de aquella mañana incandescente era otro lugar, diferente de aquellas calles surrealistas y ligeramente encantadas en las que había vagabundeado la noche anterior. Todas las tiendas estaban cerradas, en las calles había poca gente, con cara abatida por el gran calor. Se sentía como una desolación, de inmovilidad.

Al salir del hotel, Valencia me pareció una mujer hermosa pero no joven, a la que se ve a la mañana siguiente de una noche entera de amor. La noche anterior iba bien vestida, maquillada, perfumada. Ahora en cambio acaba de levantarse, tiene los ojos soñolientos, su cabello parece demasiado largo. Lleva una camiseta vieja. Uno quisiera estar en otra parte. Y probablemente ella también querría que uno estuviera en otra parte.

Anduve por las calles con una extraña determinación. Cuanto más avanzaba el día, más aumentaba el calor y más rápido caminaba yo. Sin sentido, porque no tenía ninguna meta, no conocía la ciudad, ni siquiera había abierto el mapa y, en resumen, no sabía hacia dónde estaba yendo.

Pasé ante unos edificios de aspecto decadente y llegué a unos grandes jardines. Una señora anciana, sin que le preguntara nada, me explicó que estábamos en el lecho seco de un río, el Turia. Hacía unos años que habían desviado el río y construido un parque en el lecho.

De aquel día de sol feroz en Valencia conservo un extraño recuerdo sin ruidos. Sólo imágenes como en una película muda pero en colores violentos.

Caminé muchas horas, me detuve a comer tapas y beber cerveza en un bar que tenía mesas al aire libre, con viejas sombrillas descoloridas; continué caminando durante largo rato, buscando el hotel. Cuando lo encontré, estaba dispuesto a soportar la desolación que me causaba a cambio del aire acondicionado. Era ruidoso pero funcionaba, mientras fuera había más de cuarenta grados.

Cuando le pedí la llave, el conserje me dijo que el otro huésped había regresado y que estaba en la habitación. Me sentí aliviado.

Llamé a la puerta de la habitación; luego volví a llamar y sólo a la tercera vez oí que la voz de Francesco respondía algo incomprensible un momento antes de abrirme, en calzoncillos y con una camiseta negra.

Se sentó en la cama sin hablar y permaneció un par de minutos con los ojos semicerrados, que parecían mirar algo en el suelo. Se iba desperezando lentamente y tenía el aspecto de alguien que ha hecho un viaje de dos días en un vagón de carga. Al fin sacudió la cabeza y levantó la mirada hacia mí.

– ¿Cómo fue? -pregunté.

– Menuda zorra, la pequeña Angelica. Hace números de circo ecuestre. Tal vez en los próximos días te das una vuelta tú también.

Tuve una sensación indefinida y desagradable al oír aquellas palabras pero Francesco no me dio tiempo a identificarla. Dijo que esa misma noche pasaríamos a recoger a Angelica después del trabajo y partiríamos directamente hacia la playa, al sur. Llegaríamos al alba, es decir el momento más hermoso. Nos bañaríamos cuando las playas estuvieran todavía desiertas, iríamos a buscar a unos amigos de Angelica que tenían una pensión con restaurante y, sobre la marcha decidiríamos si nos quedábamos allí a dormir, teniendo en cuenta que al día siguiente ella tenía un día libre en el trabajo.

El programa me gustó y sin embargo Francesco no me estaba pidiendo mi opinión. Me estaba comunicando sus decisiones. Como de costumbre. No pedí explicaciones.

24

Salimos de Valencia a eso de las cuatro de la madrugada. Todavía había gente en las calles. Después de recoger a Angelica en el bar pasamos por su casa, donde ella tomó un pequeño equipaje, y emprendimos la marcha.

Yo conducía, Angelica estaba sentada a mi lado, Francesco detrás.

Partir a aquella hora de la mañana significa ir al encuentro de la gloria desconocida del universo. Salíamos de la ciudad mientras la noche estaba terminando y todos aquellos que la habían poblado volvían a casa. El aire era fresco, de modo que teníamos las ventanillas abiertas y el aire acondicionado apagado. Todavía no había luz, pero la esperábamos hablando en voz baja.