Me sentía bien. Había dormido toda la tarde, hasta al anochecer. Y con la oscuridad los malos humores se habían disipado. Me sentía lleno de energía y, de nuevo, dispuesto a todo. También Francesco estaba bien. Inmediatamente antes de salir de la habitación había hecho algo extraño.
– ¿Eres mi amigo? -había dicho cuando estaba casi en la puerta. Yo dudaba en responder, no comprendía si estaba bromeando.
– ¿Eres mi amigo? -repitió, y había una nota insólita, algo que sonaba serio y casi desesperado en el modo en que lo dijo.
– ¡Qué pregunta! ¡Claro que soy tu amigo!
Él asintió con la cabeza, y se quedó todavía algunos segundos mirándome. Después me abrazó. Me estrechó con fuerza y yo quedé casi inerte, sin saber qué hacer.
– Ya es hora de ir, amigo. ¿Trajiste las cartas?
Las llevaba y nos fuimos como dos pícaros locos e inocentes hacia la noche, el día y todo lo que nos esperaba. El resto, fuera lo que fuese, no tenía importancia.
Llegamos a Altea cuando el sol todavía no había salido y el aire tenía la transparencia inmóvil de ciertos sueños. En la playa había sólo una señora muy vieja, en pantaloncitos y camiseta, con un perro sin raza enorme, peludo y extraño que corría alrededor de ella. Las olas, pequeñas y perezosas, golpeaban delicadamente la orilla.
Los tres nos desvestimos sin decir una palabra. Pocas veces en mi vida me he sentido tan exactamente en mi lugar como aquel amanecer en una playa desconocida de España. Entramos en el agua caminando despacio; alrededor, todo tenía un sentido casi sagrado e inminente. De posibilidad infinita.
Estábamos nadando con lentitud mar adentro, algunos metros uno del otro, con la cabeza fuera del agua, cuando de pronto el universo se cubrió de rosa y de gloria.
El sol salió del mar y sentí que mis lágrimas se mezclaban con las gotas de agua que me resbalaban por la cara.
Después de desayunar nos acomodamos con las toallas en la playa, muy cerca del mar. La gente empezaba a llegar.
– ¿Por qué no sacas las cartas? -me dijo Francesco.
Las saqué de mi mochila mientras él se dirigía a Angelica.
– Giorgio es un excelente prestidigitador. -Tenía una expresión perfectamente seria. Estaba jugando. Se burlaba de nosotros dos de distinta manera. Pero aunque lo sabía muy bien, me sentí henchido de orgullo por lo que decía.
– Vamos, muéstrale algo.
No protesté. No dije que el maestro era él. Le mostré unas cuantas cosas y, al diablo, pensé que era bueno. Angelica me miraba con el ceño ligeramente fruncido, la mirada cada vez más asombrada.
Francesco me pidió que le mostrara el juego de las tres cartas. Sin decir nada, saqué la reina de corazones y los dos dieces negros.
– Carta que gana -mostraba la reina-, carta que pierde -mostraba primero uno y después el otro diez. Sentía que el pulso se me aceleraba, lo que no me había sucedido mientras realizaba los otros juegos de prestidigitación. Deposité con suavidad las cartas cubiertas sobre la toalla extendida en la arena.
– ¿Dónde está la reina?
Angelica dio la vuelta a una carta y vio que era el diez de tréboles.
– Hazlo de nuevo -dijo mirándome de arriba abajo. Una nota de fingida severidad en la voz mientras los ojos reían como los de una niña.
– Está bien. Carta que gana, carta que pierde. La mano es más veloz que el ojo. Carta que gana, carta que pierde.
Apoyé las cartas. Ella se quedó mirándolas varios segundos. Sabía que era un truco, pero sus ojos decían que la reina era la carta a su derecha. Al fin la señaló. Era el diez de picas. Rehíce el juego un montón de veces, con todas las variantes, y ella nunca consiguió acertar. Un par de veces, después de haberse equivocado, quiso destapar también las otras dos cartas para estar segura de que no había hecho desaparecer la reina de corazones.
– Es increíble. Nunca había visto nada igual. Pensaba que sólo pasaba en las películas. Joder, lo haces a centímetros de mi cara.
Fue entonces cuando Francesco propuso que nos divirtiéramos un poco con esa habilidad mía. Mientras hablaba, me di cuenta de que había tenido aquella idea desde el principio.
Nos trasladaríamos algunos kilómetros, hacia otra playa -porque allí, ahora, alguien podría habernos visto-, y entre los tres ganaríamos un poco de dinero. Estaba a punto de comentar algo cuando Angelica se me adelantó diciendo que era una idea divertida. Miré a Francesco y él me devolvió la mirada, sonriendo. Las pocas monedas que podríamos sacar de algún incauto de la playa le traían sin cuidado. Quería celebrar esa nueva iniciación mía. Mía y de Angelica. Había algo turbio en ese nuevo juego. Era como si nos empujase uno a los brazos del otro, pero pretendiendo estar presente mientras hacíamos el amor. Quería llevarnos hacia lo que había decidido y disfrutar de la escena.
Dejé pasar algunos segundos, luego me encogí de hombros y sencillamente dije sí con la cabeza. Si en verdad lo quieres así.
Entonces Francesco nos explicó su plan. Nos alejaríamos algunos kilómetros y aparcaríamos cerca de otra playa. Yo iría primero, me instalaría en un punto de paso y empezaría a juguetear con las tres cartas. Ellos me mirarían de lejos. Después de un cuarto de hora, veinte minutos, Francesco se acercaría y apostaría, es decir, fingiría apostar. Perdería muchas veces, enfadándose de modo evidente y haciéndose notar. Luego llegaría Angelica. Entretanto ya tendríamos un poco de público. Yo la invitaría a jugar. Ella apostaría y ganaría, y perdería y ganaría otra vez. A esas alturas seguramente alguien del público habría querido apostar.
Angelica me dio un breve curso de español para estafadores callejeros.
Carta que gana, carta que pierde. ¿Dónde está la reina? Lo siento, ha perdido. Enhorabuena, ha ganado.
Todo fue como Francesco había previsto, naturalmente. Siguiendo las indicaciones de Angelica llegamos a las cercanías de la playa de un pueblo turístico, frecuentado sobre todo por holandeses, alemanes e ingleses. Compré un par de cervezas heladas en un chiringuito y fui a instalarme a la sombra de un pino al comienzo del caminito de arena que llevaba a la playa. Puse en el suelo la toalla doblada en dos, me senté, bebí algunos sorbos de cerveza, encendí un cigarrillo y empecé a juguetear con las tres cartas, ignorando a los que pasaban. Alguno aminoraba el paso para ver qué estaba haciendo, yo levantaba la mirada, les sonreía a todos sin decir nada y ellos se iban.
Unos diez minutos después llegó Francesco. Se detuvo para mirarme de manera insistente con la expresión de un pez. La actuación me vino con naturalidad. Alcé la vista una primera vez; la alcé una segunda; la alcé una tercera y él seguía allí. Entonces dejé de juguetear y le pregunté en inglés si quería hacer una apuesta. Would you like to bet? Siempre en inglés le expliqué cómo funcionaba el juego, gesticulando notoriamente. Alguno se paraba a mirar. Terminada la explicación, Francesco puso un billete de mil pesetas ante mí, en la arena. Yo saqué otro igual de mi mochila y lo puse sobre el suyo. Me aseguré de que el público estuviese siguiendo el juego.
– Carta que gana, carta que pierde. -Luego, moviéndome de modo inútilmente rápido, puse las cartas en el suelo. Sin ningún truco. Con un poco de atención cualquiera podía decir dónde estaba la reina.
Francesco me miró con el inconfundible aire del estúpido que se cree astuto e indicó la carta equivocada. Con el rabillo del ojo noté la expresión de uno de los espectadores. Un señor alto, gordo y peludo, con forma de pera, pecoso y pelirrojo. No entendía cómo alguien podía equivocarse en algo tan sencillo y, coño, hubiera querido ser él quien apostara.
Descubrí la carta que Francesco había señalado, se la mostré a él y a todos aquellos que ahora seguían la acción, sonreí, me encogí de hombros casi disculpándome por haber ganado y me hice con el dinero. Él, un poco con palabras, un poco con gestos, dijo que quería jugar de nuevo y así repetimos la secuencia. Sólo coloqué la reina en una posición diferente, siempre sin ninguna manipulación. Una vez más, cualquiera que hubiera seguido con normal atención mis movimientos sin truco habría sido capaz de indicar la reina. Francesco en cambio se equivocó de nuevo. El gordo con forma de pera se estaba poniendo nervioso. Quería jugar. Él era nuestro hombre.