Entretanto había llegado Angelica. El grupito de curiosos era de siete, ocho personas. Un hombre sobre la treintena, delgado, un poco bizco, preguntó en español si podía hacer una apuesta. Dije que sí, mientras sentía que la adrenalina entraba en circulación. Se empezaba a jugar en serio. Él aposto y yo truque las cartas. Señaló la carta equivocada y perdió. Volvió a jugar y perdió. Volvió a jugar y volvió a perder tres, cuatro, tal vez cinco veces.
Entonces se adelantó Angelica. Por lo que yo podía entender, hablaba un español casi perfecto. Apostó. Ganó. Perdió. Ganó otra vez. Perdió. Perdió. No había hecho trucos y el gordinflón ya no podía más. Cuando Angelica dijo que para ella era suficiente, Francesco amagó adelantarse de nuevo y el gordo lo empujó a un lado. Era su turno. Era mi turno, pensé con una sonrisa invisible y maligna.
Todo fue como debía ir. Perdió. Perdió. Ganó. Perdió. Perdió. Etcétera.
Después de no sé cuántas jugadas miré el reloj y le hice entender, un poco en inglés, un poco con gestos, un poco en un español imaginario (que consistía en añadir una «s» al final de cada palabra italiana) que era tarde, debía irme.
El gordo se cabreó. Adoptó un aire amenazador. Dijo que estaba perdiendo y que tenía el derecho de continuar jugando. Yo miré alrededor, simulando estupor y un poco de preocupación. Luego cogí todo el dinero que había ganado y lo puse en la arena. Miré al gordo. ¿Quería jugar aquella cantidad? ¿Una última mano, todo de una vez?
Se quedó perplejo un instante, como si algo similar a una sospecha -o a un pensamiento- le hubiera pasado por la cabeza. En ese momento Francesco dijo que él estaba dispuesto a hacer esa apuesta. Entonces el otro dejó de pensar, si es que lo había hecho. Esa partida era suya. Fuck.
Contó los billetes y los depositó junto a los míos, siempre sobre la arena. Yo tenía una cara que oscilaba entre el desconcierto y la preocupación.
Mostré las cartas sosteniendo dos con la derecha y una con la izquierda. Repetí de nuevo la fórmula. Las apoyé. Luego las junté de nuevo, esta vez todas con la derecha, y volví a depositarlas. En la jerga de los fulleros esta variante del juego de las tres cartas se llama golpe de gracia. En general se hace al final. Precisamente.
La reina era la carta de la izquierda. Entre el público se había hecho silencio. El gordo se lo pensó un poco. Sus sentidos decían al centro, sin duda. Pero se lo pensó. Yo sentía mis latidos, miraba sus ojos, que se movían de un lado al otro. De un lado al otro hasta que apoyó una mano en la carta que había elegido.
En el centro.
Deslicé el índice bajo la carta que el muy tonto había elegido y le di la vuelta. Diez de diamantes.
El silencio del público se deshizo en una nube de comentarios indescifrables, en diversas lenguas entremezcladas.
Estaba estirando la mano para retirar el dinero -el mío y el suyo-, cuando el tipo colorado se tiró de rodillas en la arena, se arrojó sobre las otras dos cartas y las descubrió, una después de la otra. Justo como había hecho Angelica en la otra playa. Por unos segundos tuvo en la mano la reina de corazones con la expresión de quien se ha lanzado a derribar una puerta y ha caído estrepitosamente porque la puerta estaba abierta. Arrojó con rabia la carta en la arena, se levantó con dificultad y se marchó maldiciendo en una lengua que por el sonido parecía inglés o norteamericano, pero cuyas palabras no distinguí.
No dije nada. Recogí el dinero, las cartas, las botellas de cerveza vacías y me fui mientras los espectadores se dispersaban junto con sus comentarios acerca de aquello que habían presenciado.
No nos quedamos en Altea con los amigos de Angelica. Partimos a la caída del sol y llegamos a Valencia ya de noche. Angelica nos preguntó si queríamos ir a su casa a beber algo y fumarnos un porro. Me disponía a decir que los acompañaría y luego me iría al hotel, cuando Francesco se adelantó.
– Está bien, vamos encantados. Estás de acuerdo, ¿verdad, Giorgio?
Claro que estaba de acuerdo, por supuesto. Así que subimos.
La casa de Angelica era una especie de estudio, con un pequeño balcón que daba a un patio interior y el baño sin puerta, sólo con una especie de cortina sucia para impedir la vista. Hacía calor y de dentro llegaban olores que me recordaban algunas partes bajas del barrio Libertà, cerca de mi casa. De niño pasaba por ahí y detrás de las cortinas oía voces, ruidos, gritos. Sentía olor de cocina mezclado con lejía y otras cosas. Y a veces imaginaba que detrás de aquellas cortinas había un pasaje hacia otra dimensión y un mundo paralelo.
Bebimos ron, fumamos algunos porros que Angelica ya tenía liados. Nuestras conversaciones eran totalmente inconexas, como ocurre en esas ocasiones. En un momento dado Angelica aspiró una bocanada de su porro, la última tal vez, y dijo que quería pasarme su humo. Yo la miré entrecerrando los ojos con una sonrisa idiota. Ella no esperó mi respuesta, pegó su boca a la mía y me echó el humo dentro. Tosí y ellos dos rieron mientras yo trataba de adoptar una actitud digna. Luego ella dejó de reír y me besó. Su boca era dura y agresiva, como un refuerzo de goma en un enchufe, su lengua era iguaclass="underline" elástica y fuerte.
Después, la escena es confusa, a veces fragmentaria. Ella sigue besándome mientras sus manos bajan para desabrochar mis pantalones. Su boca ya no está sobre la mía sino en otra parte. Estoy desnudo y ella también lo está, desnuda, sobre mí y moviéndose lentamente. Hace algo contrayendo los músculos de la ingle y la sensación me llega directa al cerebro, mucho más que el humo y el alcohol. Pienso que es excelente, excelentísima. Justo como decía Francesco. Ah, Francesco. ¿Dónde está? Vuelvo la cabeza con un movimiento lentísimo, pero en cualquier caso el más veloz que consigo hacer, y lo veo. Está sentado en el suelo, a mi izquierda, tal vez a un metro de distancia, tal vez a menos. Tiene una sonrisa vaga y nos está mirando. O tal vez mira hacia otra parte. Angelica continúa moviéndose y me parece que se toca mientras se me folla. Después todo se mezcla.
Antes de dormirme, o lo que sea aquel hundirse, veo a Angelica y a Francesco. Están juntos, se mueven en cámara lenta. Muy cerca. Yo en cambio estoy lejos.
Cada vez más lejos.
25
Me despertaron la luz, el calor, la nariz tapada, los dolores en la espalda y el cuello. Había dormido en el suelo, la garganta me quemaba, la lengua estaba pegada al paladar. Tenía una sensación de náusea y opresión.
Me incorporé apoyándome en los brazos. Francesco y Angelica dormían en la cama, en la parte opuesta de la habitación. Dormían profundamente y me quedé unos minutos observándolos. Francesco compuesto, como siempre. Tendido de espaldas, con los brazos a lo largo del cuerpo, tenía un aire tranquilo. Respiraba por la nariz, silenciosamente.
Angelica estaba acurrucada sobre un costado, con una mano entre la cabeza y la almohada, vuelta hacia Francesco. Me hizo pensar en una niña. Luego me volvió a la memoria lo ocurrido la noche anterior y tuve que apartar la mirada.
No sabía qué hacer. Me sentía tan fuera de lugar allí, con aquellos dos que dormían en aquel cuartito caluroso, impregnado de olores que no quería percibir. Pero no podía irme. La sola idea de pasar otra mañana dando vueltas sin meta, hundido y solo en el calor tórrido, me desasosegaba.
Mientras estaba allí pensando, Francesco abrió los ojos. No se movió. Abrió los ojos y me miró sin decir nada. Por unos instantes pensé que se trataba de una forma de sonambulismo o algo parecido. Se sentó en el borde de la cama.