– Buenos días -dijo.
– Hola -contesté.
– ¿Hiciste café?
Lo miré. Me parecía tan absurda aquella pregunta banal.
– Está allí, en aquel mueblecito entre la cocina y el fregadero -dijo ligeramente nervioso.
¿Qué? Iba a preguntárselo cuando me di cuenta de que hablaba del café. Ya había pasado una noche en aquella casa, pensé. De modo que fui hacia aquel mueblecito -un horrible objeto verde pálido con calcomanías de flores descoloridas-, tomé el café y la cafetera, lo preparé.
Bebimos en tacitas que habían perdido el asa. Le llevé una a Angelica, que se había despertado al oír nuestras voces y los ruidos. Cogió la taza con ojos soñolientos y el aire atontado de quien no está acostumbrado a ciertos gestos.
Yo estaba avergonzado de encontrarme todavía allí con el recuerdo confuso de la noche anterior. Hubiera querido estar lejos. Hubiera querido desaparecer.
Angelica se levantó, completamente desnuda, fue al baño y a través de la cortina que hacía de puerta se oyó el ruido de su pis. Me pareció que las paredes de aquella habitación, ya pequeña, se cerraban sobre mí.
Nos quedamos el tiempo de fumar un cigarrillo. Cuando Francesco dijo que debíamos irnos, sentí un alivio desproporcionado.
– Yo me vuelvo a dormir -dijo Angelica.
– Iremos al bar, esta noche o a lo sumo mañana. Tenemos que ver a un amigo -respondió Francesco.
Sentada en el borde de la cama, Angelica nos hizo un gesto desganado con la cabeza, alzando un instante la mano. Parecía que no le importaba nada de lo que haríamos o no haríamos. Tenía aspecto cansado, como de quien hubiese practicado ya otras veces -muchas- aquel ritual de los saludos. La habitación, con la luz que se filtraba por las cortinas y el calor ya opresor, estaba cargada de una sensación de derrota.
– Adiós -dije en la puerta, en voz baja. Ella no contestó. A través de la mirilla de la puerta que se cerraba la vi tenderse en la cama y desaparecer.
Nunca más volvimos a verla.
– Hoy tendría que volver Nicola, o tal vez volvió ya -dijo Francesco mientras bajábamos la escalera.
Salimos al sol violento. Encontramos una cabina telefónica y Francesco lo llamó.
– ¡Nicola!
Sí, estábamos en Valencia. Ya hacía tres días, ¿dónde coño te habías ido? Sí, bueno, bueno, como habíamos quedado. Podíamos pasar aquella misma noche. No, no había problema. Un amigo y socio. Podía quedarse tranquilo. Bueno, iría solo, pero no había nada de qué preocuparse. ¿Alguna vez le había creado problemas? Está bien, está bien, hasta luego.
Estaba hablando de mí. ¿Por qué necesitaba tranquilizar a Nicola?
– Vamos al hotel. Descansamos un poco y te lo explico.
¿Qué había que explicar? ¿Y de qué hablaba? Me lo preguntaba mientras nos arrastrábamos en el calor agobiante, rozando las paredes para atrapar un poco de sombra.
En una panadería compramos panecillos y cruasanes; pasamos por una charcutería y compramos queso, jamón y cerveza para comer en el hotel, donde por lo menos el aire era fresco.
Y allí, en el fresco malsano y ruidoso de aquel hotel poco recomendable, en medio de las migas de pan y las latas de cerveza caídas, Francesco me explicó qué habíamos venido a hacer en España.
26
– ¿Cocaína?
¿Estás loco?, estaba a punto de añadir. Pero me pareció algo banal. Insuficiente para la enormidad de lo que acababa de decirme. Entonces dejé aquella palabra sola, colgada de mis estupefactos signos de interrogación.
– Sí. De óptima calidad a un precio buenísimo. Podemos tener un kilo a cuarenta millones. Revendida en Bari así, sin siquiera dividirla en dosis, nos rinde más del doble. Tengo una persona que la compra toda y ríos da noventa, tal vez cien millones.
– ¿Y de dónde sacarás esos cuarenta millones?
– Los tengo.
– ¿Qué significa que los tienes? ¿Te trajiste cuarenta millones así, en efectivo, para los pequeños gastos? ¿O quieres pagar un kilo de cocaína con un cheque?
– Los tengo en efectivo.
Lo miré por algunos instantes. Tenía el dinero en efectivo. Es decir, había traído cuarenta millones -por lo menos cuarenta millones- desde Bari, cruzando toda Italia, toda Francia, hasta aquel lugar de la costa levantina de España. Es decir que había partido con la intención precisa de venir aquí, a España, y comprar un kilo de cocaína. Tal vez había partido sólo por ese motivo.
– Ya habías decidido en Bari venir aquí a comprar droga.
Se quedó en silencio una veintena de segundos. Luego se restregó la nariz con el índice y el pulgar y me contestó a su modo. Con una pregunta.
– ¿Qué problema tienes? Quiero decir: ¿cuál es tu verdadero problema?
– ¿Qué quiere decir cuál es mi problema? Una hermosa tarde de verano me dices: tomémonos unas vacaciones, partamos mañana sin una meta precisa. Yo estoy de acuerdo, hacemos este viaje sin rumbo y cuando estamos aquí descubro que todo estaba organizado. -Me interrumpí porque me resultaba difícil decir las palabras que se me habían formado en la cabeza. Tragué-. Descubro que estaba todo organizado para traficar con droga. ¡Joder!
– En esto tienes razón. Hice mal en no decírtelo, pero estaba seguro de que no habrías aceptado y no habrías querido partir.
– Puedes jurar que no habría partido.
– Está bien; me equivoqué al no ser sincero contigo. Pero ahora, ¿cuál es tu problema? Quiero decir: ¿te opones a comprar esta mercancía o piensas en los riesgos?
– Obviamente las dos cosas. Pero en resumen, ¿te das cuenta de lo que estamos hablando? Hablamos de comprar droga para venderla. Hablamos de un «negocio» que, si nos pillan, nos encierran por un tiempo que no quiero ni siquiera imaginar.
– ¿Te opones al consumo de drogas?
– Me opongo a la venta de drogas. Me opongo a hacerlo yo, sea la venta de cocaína o de cualquier otra cosa por el estilo.
– Hay gente que consume cocaína. Como hay gente que fuma o bebe. Nosotros también fumamos y bebemos.
– Ya he oído esa historia. Que el tabaco y el alcohol son mucho más letales que la droga, y mirad las estadísticas, sería mejor liberalizar la venta, etcétera, etcétera.
– ¿Y no estás de acuerdo?
– Eso no tiene ninguna importancia. Está prohibido. Es un delito…
Me interrumpí. Miré a Francesco a la cara. Tenía una expresión extraña. Los dos estábamos pensando lo mismo. O mejor dicho, yo comprendía lo que él estaba pensando y que no necesitó decir. A propósito de delitos por cometer y ya cometidos.
– Escucha, Giorgio, dejemos por un segundo este asunto del delito y todo lo demás. Miremos la cosa desde otro punto de vista. Imagina a una persona que tiene el hábito de consumir cocaína. Tal vez le guste invitar a sus amigos, puede permitírselo y, en resumen, quiere evitar tener que frecuentar una vez por semana a un camello, con todos los riesgos y los aspectos desagradables que eso implica. ¿Qué tienes, qué tendrías contra una persona de esa clase? Tal vez es un artista, qué sé yo: un pintor, un director de teatro, y la cocaína lo ayuda a ser más creativo. O simplemente le gusta y querría tener una provisión que le permita estar tranquilo por, digamos, un año. Sin riesgos y sin crearle problemas a nadie. Imagínate a uno así.
– ¿Y entonces?
– Entonces, ¿qué tendría de malo procurarle un kilo de cocaína a una persona como ésa? Y con ello ganarse algunas decenas de millones. Sin hacer daño a nadie. No estamos hablando de vender heroína a cualquier infeliz drogado que se mete en un callejón asqueroso y roba para conseguir el dinero para la dosis.
– Explícame bien una cosa. ¿Estás haciendo hipótesis por amor a la discusión o me estás diciendo que, además de haber organizado este viaje a mis espaldas para poder traficar tranquilamente, ya tenías al comprador? Explícamelo, por favor.