Efectivamente, alguien me había enseñado.
A los catorce años, mis amigos y yo solíamos ir a un salón de billar cerca de casa. Generalmente jugábamos al ping-pong y al pool. Los clientes no eran gente precisamente elegante y una vez dije una palabra de más a uno que, a los dieciséis años, ya era un criminal. Quiero decir un verdadero criminal. Era camello y robaba automóviles, entre otras cosas. Nunca supe su nombre, pero, cuando no estaba, todos lo llamaban 'u Zuzzus, el Puerco. La higiene personal no era su principal pasión.
Naturalmente, me estaba haciendo sonar como un bongó sin que mis amigos hicieran nada. Lo único que faltaba era que comenzaran a silbar mirando hacia otra parte. Así y todo, mientras yo recibía los golpes tratando de minimizar el daño, otro se puso en medio. Él también era un criminal, era mayor -tal vez dieciocho años-, más corpulento que el otro y sobre todo notablemente mucho más peligroso.
Se llamaba Feluccio. Feluccio 'u Gress, el Grande. Controlaba negocios ilegales y hacía respetar el orden en toda la manzana del salón de billar. Tenía una idea personalísima del orden, pero eso es otro asunto. Por razones desconocidas, yo le caía simpático.
Me ofreció una cerveza Dreher y un trapo con hielo para los moretones. Dijo que yo no podía permitir que me golpearan de ese modo. Dije que sí podía, y de qué modo, y lo acababa de demostrar, pero él no captó la sutil ironía. Estaba preocupado por mi destino en la jungla urbana y decidió convertirme en su alumno. Había desarrollado un método propio de combate. Si hubiera nacido en Oriente tal vez se habría convertido en un gran maestro. En cambio estaba en Bari, en el barrio Libertà, y era Feluccio 'u Gress, campeón de pelea en la calle y de golpes en el estadio. Y no sólo eso.
En el patio del fondo del salón de billar, Feluccio 'u Gress me enseñó a dar cabezazos en la nariz, rodillazos en las pelotas, bofetadas en las orejas para ensordecer al adversario, codazos en la barbilla. Me enseñó a derribar a uno mayor que yo tirándole del cabello y dándole al mismo tiempo un puntapié en la parte de atrás de la rodilla.
No sé hasta dónde habríamos llegado si un día los carabinieri no hubieran arrestado a mi maestro por un robo. Así terminó mi aprendizaje en el arte de las peleas callejeras.
– Por eso sé dar cabezazos. Por lo menos esta noche descubrí que funciona.
– Es una buena historia -dijo Francesco cuando terminé de contarla.
– Es verdad, una buena historia. ¿Qué es este lugar?
– Ya lo ves, ¿no? Es, digamos, una especie de casino. Ilegal, por supuesto. Aquí la gente viene a jugar. En la primera habitación se juega, pero de modo tranquilo. En las otras -hizo un movimiento vago con la mano-, se juega con más seriedad.
Bebió un sorbo de whisky y volvió a hablar, restregándose los ojos.
– Hablé con aquel amigo -hizo el mismo movimiento con la mano-, y ahora podemos quedarnos tranquilos. Alguien irá a buscar a nuestros amigos de esta noche y les explicará que es mejor que no tengamos otro encuentro.
– ¿Cómo es que conoces… a esta gente?
– A veces vengo a jugar.
En aquel momento llegó otro grupo de personas. Tres mujeres más o menos de mi edad y dos hombres mucho mayores. Como mínimo estaban en la cuarentena, con Rolex, trajes costosos y caras en sintonía. Una de las jóvenes contempló largamente a Francesco, como si tratara de encontrar su mirada. Pero no lo consiguió.
– Diría que es hora de irnos, a menos que tengas ganas de probar en alguna mesa.
– No, no. Vamos.
Nos levantamos y fuimos hacia la salida. Francesco no hizo ademán de pagar el whisky. Yo estaba a punto de decir algo, temiendo que un energúmeno nos siguiera por la escalera y nos disparase a las piernas como castigo por insolvencia fraudulenta. Después pensé que Francesco sabía lo que hacía. Tal vez le fiaran en aquel garito, perdón, casino, y al final no dije nada. La joven siguió a Francesco con la mirada hasta que salimos de la habitación. Saludamos al señor que estaba en la puerta, saludamos al que estaba en la escalera y salimos al patio.
Cuando llegamos al portal de mi casa, Francesco me preguntó si me interesaría una partida de póquer una de esas noches. En casa de amigos, se apresuró a precisar al percibir la perplejidad de mi mirada. Le di mi número de teléfono, lo memorizó sin escribirlo, y nos saludamos con un apretón de manos.
Desde la ventanilla bajada, cuando ya me había apeado del coche y luchaba con la cerradura defectuosa de la puerta, dijo que estaba en deuda conmigo. Me volví y ya había partido.
Me fui enseguida a la cama y permanecí despierto hasta que la luz del amanecer comenzó a filtrarse por las rendijas de las persianas.
5
Era un estudiante modelo. Último año de Derecho, adelantado en los exámenes, tesis en Derecho Penal casi lista y ninguna nota inferior a treinta en el expediente. En junio me graduaría y luego decidiría qué hacer. Carrera universitaria u oposiciones para acceder a la magistratura. Todo muy claro, muy preciso, muy regular.
Hacía casi dos años que estaba con Giulia. Tenía mi misma edad, estudiaba Medicina y sería médica, como su padre. Era menuda y bonita. Yo le gustaba mucho a su madre. En realidad, siempre les había gustado a las madres de mis novias.
Todo era perfecto.
Francesco me telefoneó cuatro o cinco días después, cuando el fin de año ya había pasado y corría 1989.
¿Continuaba interesándome la idea de aquella partidita de póquer? Me interesaba. Entonces la cita era para las diez de la noche en casa de una persona que yo no conocía. Me dio el nombre y la dirección y le dije que allí estaría.
A las nueve discutí con Giulia -la primera pelea de verdad desde que estábamos juntos, pero no la última-, y a las diez estaba en la dirección que me había dado Francesco.
Traía conmigo casi quinientas mil liras, que para mí eran una auténtica fortuna. No quería parecer un miserable.
Además de Francesco estaba el dueño de la casa, un rubio llamado Roberto, con cabellos largos y grasientos, y un señor cuarentón de aspecto algo sucio. Se presentó sólo con el apellido, Massaro, y durante toda la velada nadie lo llamó por el nombre de pila.
El piso era pobre, con unos pocos muebles destartalados, iluminado por bombillas desnudas que colgaban del techo.
Íbamos a jugar en la cocina. El rubio apoyó una botella de whisky y vasos de plástico junto al fregadero. Dijo que podíamos servirnos, cosa que hicimos varias veces a lo largo de la noche, hasta que vaciamos la botella. Francesco fue el único que no bebió casi nada.
Empezamos a jugar a su manera. Tres vueltas de póquer y una con variantes. Pozo de diez mil liras y límite para el aumento de la suma apostada por el jugador anterior. Era un juego claramente superior a mis posibilidades. Pero me daba vergüenza retirarme y así empecé a perder, poco a poco. Ponía en el pozo, tal vez hacía la primera apuesta, luego el juego crecía y yo me retiraba porque tenía miedo de perderlo todo en una sola mano. Gané incluso algunos pozos pequeños, pero, en resumen, después de casi dos horas de juego lo había perdido casi todo y me estaba maldiciendo por mi estupidez. Entonces ocurrió algo.
Tocaba la vuelta de teresina y Francesco daba cartas. Primero la carta cubierta, después la descubierta. Yo tenía una dama fuera y una dama debajo. El rubio, un diez; Massaro, un rey; Francesco, un as.
– Cincuenta -dijo Francesco.
Los otros dos jugaron de inmediato, yo, en cambio, me tomé algunos segundos para pensar; me quedaban poco más de cien mil liras y me dije que al diablo, perdería aquellos últimos billetes, me levantaría de la mesa y no jugaría nunca más en la vida. Así aprendería.
Francesco dio cartas de nuevo y tuve la tercera dama. Sentí que el pulso se me aceleraba mientras el rubio recibía un tercer diez y Massaro una jota. Francesco recibió otro as y, por lo tanto, le tocaba hablar de nuevo.
– Doscientas mil. -O sea todo lo que había en el pozo y mucho más de lo que me quedaba.