Anne Perry
El pasado vuelve a Connemara
6º Historias de Navidad
Dedicado a todos aquellos que ansían una segunda oportunidad.
Emily Radley estaba de pie en el centro de su magnífico salón, pensando dónde debía colocar el árbol de Navidad para sacarle el máximo partido. Los adornos ya los tenía decididos: lazos, bolas de colores, espumillón, pequeñas lágrimas de cristal y pajarillos relucientes de color rojo y verde. Al pie colocaría brillantes paquetes con los regalos para su marido y sus hijos.
Habría velas, coronas y guirnaldas de acebo y de hiedra por toda la casa. Habría boles de fruta escarchada y platos de porcelana con nueces, jarras de ponche, bandejas con tartaletas de fruta, castañas asadas y, naturalmente, enormes fuegos con leños de manzano en las chimeneas, para que perfumaran al arder.
1895 no había sido un año fácil, y se alegraba bastante de que llegara a su fin. Como ellos se quedaban en Londres en lugar de irse al campo, acudirían a veladas y a cenas de gala, incluida la de la duquesa de Warwick, a la que asistirían todos sus conocidos. Y a fiestas donde pasarían la noche entera bailando. Ya había elegido el vestido: un modelo verde muy pálido con bordados de oro. E irían al teatro, naturalmente. Sin una obra de Oscar Wilde no sería lo mismo, pero sería divertido ver She Stoops to Conquer de Goldsmith.
Seguía pensando en eso cuando entró Jack. Parecía un poco cansado, no obstante conservaba la misma elegancia natural de siempre. Llevaba una carta en la mano.
– ¿Correo? -preguntó, sorprendida-, ¿a esta hora de la tarde? -Y se le cayó el alma a los pies-. No será un asunto del gobierno, ¿verdad? No pueden reclamarte ahora, menos de tres semanas antes de Navidad.
– Es para ti -contestó él, y se la entregó-. Acaban de traerla. Me parece que es la letra de Thomas.
Thomas Pitt, el cuñado de Emily, era policía. Su hermana Charlotte se había casado con alguien con una posición social bastante inferior, y aunque había perdido el bienestar social y económico al que estaba acostumbrada, no se había arrepentido ni por un segundo. Era Emily, por el contrario, quien envidiaba las oportunidades que Charlotte había tenido de implicarse en alguno de sus casos. Emily tenía la sensación de que hacía mucho que no había compartido una aventura, el peligro, la emoción, la rabia y la pena. Eso hacía que en cierto modo se sintiera menos viva.
Rasgó el sobre y leyó el papel que había dentro.
Querida Emily,
Lamento mucho tener que contarte que Charlotte ha recibido hoy una carta del padre Tyndale, un sacerdote católico que vive en Connemara, un pueblecito al oeste de Irlanda. Es el párroco de Susannah Ross, la hermana menor de tu padre, quien ha enviudado de nuevo; el padre Tyndale dice que ahora está muy enferma. De hecho es muy probable que esta sea su última Navidad.
Sé que ella se distanció de la familia en unas circunstancias bastante tristes, pero no deberíamos permitir que pase estas fechas sola. Tu madre está en Italia, y desgraciadamente Charlotte tiene una bronquitis muy severa; por eso te escribo, para preguntarte si podrías ir tú a Irlanda para estar con Susannah. Me doy cuenta de que ello supone un gran sacrificio; sin embargo, no hay nadie más.
El padre Tyndale dice que no será por mucho tiempo, y que serías bienvenida en casa de Susannah. Si le contestas a la dirección adjunta, él irá a recogerte a la estación de Galway, a la hora que le digas. Por favor, no tardes más de un par de días. No hay tiempo para vacilaciones.
Yo te lo agradezco por adelantado, y Charlotte te manda cariñosos recuerdos. Te escribirá en cuanto se recupere.
Con toda mi gratitud,
Thomas
Emily levantó la vista y se encontró con los ojos de Jack.
– ¡Esto es absurdo! -exclamó-. Ha perdido la cabeza.
Jack parpadeó.
– ¿De veras? ¿Qué dice?
Ella le dio la carta sin decir palabra.
Él la leyó con el ceño fruncido y luego se la devolvió.
– Lo siento. Sé que te hacía mucha ilusión pasar las Navidades en casa, pero ya habrá otras el año que viene.
– ¡No voy a ir! -replicó ella, sin dar crédito.
Él no dijo nada, solo la miró fijamente.
– Es ridículo -protestó ella-. Yo no puedo ir a Connemara, por Dios santo. Y menos aún en Navidad. Eso debe de ser el fin del mundo. Es el fin del mundo, de hecho. No es más que una ciénaga helada, Jack.
– En realidad, tengo entendido que la costa oeste de Irlanda es bastante templada -apuntó él-. Aunque húmeda, por supuesto -añadió con una sonrisa.
Ella lanzó un suspiro de alivio. Su sonrisa seguía resultándole fascinante y no quería que él supiera hasta qué punto. Si lo descubría, sería imposible manejarle. Se volvió para dejar la carta sobre la mesa.
– Mañana escribiré a Thomas y se lo explicaré.
– ¿Qué le dirás? -preguntó él.
Ella se sorprendió.
– Que es impensable, por supuesto. Pero lo expondré con tacto.
– ¿Cómo se puede exponer con tacto que vas a dejar que tu tía muera sola en Navidad, porque no te gusta el clima irlandés? -preguntó él con una dulzura sorprendente, teniendo en cuenta sus palabras.
Emily se quedó helada. Se dio la vuelta para mirarle y supo que, a pesar de la sonrisa, quería decir justo lo que había dicho.
– ¿De verdad quieres que me marche a Irlanda durante las Navidades? -preguntó-. Susannah solo tiene cincuenta años y todavía puede vivir mucho. ¡Thomas ni siquiera dice qué le ocurre!
– La muerte puede llegar a cualquier edad -señaló Jack-, y lo que yo quiera no tiene nada que ver con el deber.
– ¿Y los niños? -Emily jugó su mejor baza-. ¿Qué pensarán si los dejo en Navidad? Es una época para estar en familia. -Le devolvió la sonrisa.
– Pues escribe a tu tía y dile que se muera sola, que tú quieres estar con tu familia -replicó él-. Pensándolo bien, tendrás que decírselo al sacerdote y que él se lo comunique a ella.
Una evidencia atroz la impactó.
– ¡Tú quieres que me vaya! -le acusó.
– No, no quiero -negó él-. Pero tampoco quiero vivir contigo todos esos años posteriores a la muerte de Susannah, cuando lamentes no haber ido. La culpa puede destruir incluso lo que más queremos. Sobre todo lo que más queremos, de hecho. -Se le acercó y le acarició la mejilla con cariño-. Yo no quiero perderte.
– ¡No me perderás! -dijo ella al instante-. Tú no me perderás nunca.
– Muchas parejas se pierden -contestó él meneando la cabeza-; hay quien incluso se pierde a sí mismo.
Ella bajó la mirada a la alfombra.
– ¡Pero estamos en Navidad!
Él no contestó.
Pasaron unos segundos. El fuego chisporroteó en la chimenea.
– ¿Crees que en Irlanda existen los telegramas? -preguntó Emily finalmente.