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– ¿Y luego se marchó? -preguntó ella, intentando descifrar la tragedia que veía en su cara-. ¿Por qué? ¿Seguro que pasó algo malo? Debió de volver a casa y probablemente se marchó en otro barco.

– No -dijo el padre Tyndale con una voz tan tenue que el viento casi se tragó sus palabras-. No, no se marchó nunca.

Ella quedó presa del miedo que crecía en su interior.

– ¿Qué quiere decir? ¿Sigue aquí?

– En cierto modo.

– ¿Modo… en qué modo? -Ahora que lo había preguntado, ya no lo quería saber. Pero era demasiado tarde.

– Allí -levantó la mano-, pasado el promontorio, está enterrado su cadáver. Nunca le olvidaremos. Lo hemos intentado, y no podemos.

– ¿Su familia no… no vino a llevarse el cuerpo?

– Nadie sabía que estaba aquí -dijo sencillamente el padre Tyndale-. Llegó del mar una noche, cuando todas las demás las almas que iban en su barco habían desaparecido. Durante aquellas semanas no llegó al pueblo ningún forastero, y nosotros no sabíamos nada de él, excepto su nombre.

El frío interno que ella sentía era cada vez más intenso, desagradable y doloroso.

– ¿Cómo murió, padre?

– Se ahogó -repuso él, y la miró como si reconociera algo tan terrible que no era capaz de decirlo en voz alta.

A Emily solo se le ocurrió pensar una cosa, pero ella tampoco iba a decirla. Connor Riordan había sido asesinado. El pueblo lo sabía, y el secreto había estado envenenándolo durante todos estos años.

– ¿Quién? -dijo ella en voz baja.

El viento que soplaba sobre la hierba impidió que él oyera su voz. Leyó sus labios, y su mente. Era la pregunta que cualquiera habría hecho.

– No lo sé -respondió, impotente-. Yo soy el padre espiritual de esta gente. Debo quererlos y apoyarlos, aliviar sus penas y curar sus heridas, y absolver sus pecados. ¡Y no lo sé! -dijo en un tono más bajo, ronco, casi inaudible-. Me lo he preguntado a mí mismo todas las noches desde entonces; ¿cómo puedo haber estado frente a tanta pasión y tanta ceguera sin darme cuenta?

Emily ansiaba poder contestar. Ella conocía los entresijos sutiles y terribles del asesinato, y cuan a menudo nada es lo que parece. Tiempo atrás su propia hermana mayor había sido una víctima, y sin embargo cuando se supo la verdad, ella había sentido más lástima que ira hacia alguien tan torturado, que había asesinado una y otra vez, movido por un dolor interior en el que nadie podía influir.

– No podemos -dijo ella con amabilidad y soltó por fin el brazo del padre Tyndale-. Una vez conocí bastante bien a alguien que cometió varios asesinatos. Y cuando al final se aclaró todo, lo comprendí.

– ¡Pero esta es mi gente! -protestó él con voz temblorosa-. Yo oigo sus confesiones y, por encima de todo, conozco sus temores y sus sueños. ¿Cómo puedo escucharles, y sin embargo no tener ni idea de quién ha hecho esto? ¡Fuera lo que fuese, podían haber acudido a mí, deberían haber sabido que podían hacerlo! -Extendió las manos-. No le salvé la vida de Connor, y algo infinitamente peor que eso: no salvé el alma de quienquiera que le mató. O de quien le protege aún ahora. El pueblo entero se muere por culpa de esto, y yo no sirvo de nada. No tengo ni la fe ni la fortaleza para ayudar.

A ella no se le ocurrió decir nada que no fuera un lugar común y que habría sonado como si no hubiera entendido su dolor.

Él bajó la mirada hacía las ráfagas de arena que revoloteaban a sus pies.

– Y ahora ha llegado este nuevo joven, como si la muerte regresara, como si todo fuera a ocurrir otra vez. Y yo sigo siendo incapaz.

Emily sintió lástima por él, por todos ellos. Ahora entendía qué era lo que Susannah quería resolver antes de morir. ¿Creía que Emily era capaz de hacerlo por las ocasiones en que Charlotte y ella se habían implicado en los casos de Pitt? Ambas habían descubierto hechos, pero ella no tenía ni idea de cómo empezar a investigar, ni discernir qué era importante y qué no, ni colocar cada cosa en su lugar para construir una historia. Una historia que siempre era trágica.

Hugo Ross estaba vivo cuando Connor Riordan estuvo allí. ¿Qué había averiguado? ¿Temía Susannah que hubiera estado involucrado de algún modo y se lo hubiera ocultado a la ley, porque aquella era su gente? ¿O temía que culparan a Hugo en cuanto ella falleciera y ya no pudiera proteger su memoria?

Emily quería ayudar, con una fiereza que la consumía y la sorprendía, pero no tenía ni idea de cómo.

El padre Tyndale lo vio en su cara. Meneó la cabeza.

– Usted no puede, querida. Ya se lo he dicho. No se culpe a sí misma. Yo conozco a esta gente de toda la vida, y no lo sé. Usted llegó hace apenas un par de días de tierras extrañas; ¿cómo va a saberlo?

Pero mientras Emily dejaba la compra sobre la mesa de la cocina para que Maggie la colocara, pensó que eso no era un consuelo.

Entró en el salón y descubrió a Daniel levantado y vestido con una ropa que le iba muy ancha, pero que al menos no le quedaba corta. Debía de haber sido de Hugo, algo que se confirmó en cuanto vio la cara de Susannah.

– Gracias por sus cuidados, señora Radley -dijo Daniel con una sonrisa que le confirió una cordialidad repentina, y esa clase de inteligencia aguda pero amable que acompaña al sentido del humor-. Me encuentro bien, aunque me duelen unas cuantas cosas y tengo algunas magulladuras que enorgullecerían a un boxeador profesional. -Se encogió de hombros-. Pero sigo sin recordar casi nada, salvo que tenía frío, me ahogaba y creía que iba a morir.

– ¿Cómo le llamaban los demás hombres? -preguntó Emily intrigada.

Él vaciló y rastreó en su memoria.

– Daniel, supongo. No recuerdo nada más.

– ¿Y usted a ellos? -insistió.

– Había un… Joe, creo. -Frunció el ceño-. Había un hombre grande con muchos tatuajes. Me parece que se llamaba Wat, o algo parecido. ¿Todos han desaparecido? ¿Están seguros?

– No lo sabemos -le contestó Susannah-. Esperamos durante toda la noche, pero las olas no arrastraron a nadie más hasta aquí. Lo siento.

Le habló con un tono amable pero le escrutó la cara con los ojos. ¿Qué buscaba, indicios de una mentira? ¿El recuerdo de alguna otra cosa? ¿O veía en él al fantasma de Connor Riordan y de la tragedia que suscitó?

– ¿Qué día es hoy? -preguntó Daniel de pronto, mirando primero a Susannah, después a Emily, y luego a la inversa.

– Sábado -contestó Emily.

– Aquí debe de haber una iglesia. Yo vi a un sacerdote. Me gustaría ir a misa mañana. Debo dar gracias a Dios por haberme salvado y, sobre todo, debo rezar por las almas de mis amigos. Tal vez Dios me conceda que recupere la memoria. Ningún hombre debería morir solo, hasta el punto de que ninguno de los supervivientes pronuncie su nombre.

– Sí, por supuesto -dijo Susannah inmediatamente-. Yo le acompañaré. No está muy lejos.

Emily sintió un nudo en el estómago.

– ¿Estás segura de que te encuentras suficientemente bien?

Quería encontrar algún modo, alguna excusa para que ella no fuera. Era natural que Daniel deseara asistir a una misa en honor de sus compañeros, como cualquier hombre decente. Era prácticamente seguro que él nunca había oído hablar de Connor Riordan, cuya muerte no tenía nada que ver con aquella tormenta, ni con aquella tragedia. Pero quizá el pueblo vería fantasmas en su cara y al menos una persona se sentiría culpable.

– Sí, claro -afirmó Susannah con cierta rudeza-. Mañana todos nos encontraremos mejor.

Pero a la mañana siguiente Susannah estaba tan débil que cuando entró en la cocina tuvo que agarrarse al respaldo de una silla para no perder el equilibrio y caerse.