– ¿De veras? Entonces debo intentar que me lo cuente. -Emily aceptó la sugerencia, aunque no era el pasado remoto lo que ella buscaba. Intentó que la conversación volviera de nuevo al presente-. Los Flaherty me parecen interesantes. ¿Cómo era Seamus Flaherty? Tengo entendido que Brendan se le parece mucho.
Maggie apartó los ojos y empezó a mirar lo que estaba haciendo con mucha atención.
– Oh, supongo que sí-dijo con un tono despreocupado, pero tenso-. De un modo superficial. Desde luego físicamente se le parece. Los mismos ojos, la misma manera de andar, como si el mundo fuera suyo y tuvieras la suerte de que te permitiera compartirlo.
Emily sonrió.
– ¿Usted le apreciaba? -preguntó.
Maggie se quedó callada. Tenía la espalda rígida y empezó a mover las manos más despacio.
– Me refiero a Seamus -aclaró Emily.
– Oh, bastante, supongo. -Maggie volvió a moverse con energía-. Era bastante buena persona, mientras no le tomaras demasiado en serio.
– ¿Demasiado en serio?
– Bueno, no podías fiarte de él -concretó Maggie-. Sabía ganarse a la gente, y era capaz de hacerte morir de risa. Pero la mitad de las cosas que decía eran bobadas. Te embelesaba con la mirada, y bebiendo tumbaba a cualquiera.
– ¿Y tenía éxito con las mujeres? -preguntó Emily sin rodeos.
Maggie se ruborizó.
– Oh, desde luego. De eso puede estar segura. Eso, y un carácter peleón.
Emily no necesitó preguntar si la señora Flaherty le había amado; eso se lo había visto en la cara. Detrás de aquella sobreprotección hacia su hijo, y aquella sutil distancia que mantenía con los demás, había una profunda vulnerabilidad. Ahora la explicación era fácil de entender.
Pero Emily notó además en la voz de Maggie cierta turbación, cierta ternura no por el padre, sino por el hijo, que la traicionaba también a ella. ¿Era eso, también, una defensa de uno de los suyos, de un hombre que una forastera inglesa podía malinterpretar con demasiada facilidad? ¿O era algo más?
Se concentró en ayudar en las tareas domésticas. Maggie se ocupó de la plancha, un trabajo que requería bastante habilidad, pues había que calentar alternativamente las dos planchas de hierro sobre la cocina, y utilizarlas mientras tuvieran una temperatura bastante específica: no demasiado caliente para no quemar la ropa blanca, ni demasiado fría para planchar las arrugas.
Emily peló y cortó las verduras y las dejó en agua fría hasta que Maggie estuviera lista para preparar el guiso.
Por la tarde Emily fue paseando por la costa hasta la tienda. Necesitaban más té, azúcar y unas pocas cosas más. El viento era frío y cortante, pero no helado como hubiera sido en Londres. Seguía soplando del oeste, y en cada bocanada de aire notaba el sabor de la sal y las algas del océano. El mar estaba cubierto de nubes, pero allí el cielo era azul y despejado, con unos pocos nubarrones de tormenta de un blanco cegador, que se desplazaban lentamente.
La propia orilla estaba agitada, la arena arrasaba parte de la hierba seca y tramos salpicados de flores, las dunas se movían de un lado a otro, como si hubieran equivocado el sitio. Por todas partes había montones de maleza y algas negras, arrancadas de zonas profundas y desperdigadas sobre la arena. Emily no pudo evitar ver los extremos de los maderos rotos que sobresalían entre ellas, astillas del barco que se había hundido, como si el mar no pudiera digerirlos y los hubiera vuelto a expulsar. Era una especie de monumento a la osadía humana, y al dolor.
Se detuvo a observar uno de los pedazos más grandes, un trozo de madera clara y tosca que asomaba por la maraña de algas negras, y entonces se dio cuenta de que Padraic Yorke estaba justo detrás. Emily se volvió, le miró a los ojos, y vio el reflejo de la misma tristeza abrumadora que sentía ella, y del miedo que provoca la fuerza y la belleza del mar cuando uno convive con todos sus estados de ánimo.
– ¿Llegan restos de naufragios como este cada invierno? -preguntó ella.
– No solo en invierno -repuso él-. Pero tormentas tan dañinas como esta son muy poco frecuentes.
Tenía profundas ojeras y parecía deshecho de dolor, y Emily se preguntó si él también pensaba en aquella otra tormenta, la de siete años atrás. Y en el joven que había sido arrojado en la playa y que ya nunca se había ido.
– Daniel sigue sin recordar nada -dijo ella de forma impulsiva-. ¿Cree que podría ayudarle alguien de aquí?
– ¿Cómo? -Estaba confuso-. Nadie le conoce, si se refiere a eso. No tiene ningún familiar en el pueblo, ni en los alrededores. -Sonrió apenas-. Aquí todos están emparentados o saben quiénes son parientes. Este es un país primitivo, de gente muy arraigada. No les queda otro remedio. Ese chico no es del oeste de Connemara, señora Radley.
Parecía un comentario absurdo, una suposición sin motivo. Y aun así, ella le creyó.
– ¿Conoce usted esa tierra bastante para decir eso?
– Sí. -Se le iluminó la cara-. La conozco, conozco la tierra, y a toda la gente que vive aquí, y su historia.
Miró a su alrededor y entornó un poco los ojos, como si atisbara el viento que penetraba como un cuchillo, tirando, zarandeando y meciendo los pastizales que se extendían hasta las colinas que se recortaban en el horizonte. Los colores cambiaban en función de las sombras. A veces eran más claros y al momento quedaban en penumbra, y luego adquirían una ligera pátina dorada.
Tal vez él apreció la expresión de asombro momentáneo de Emily, o puede que tuviera intención de decirlo en cualquier caso, pero le sugirió:
– Antes de marcharse, tiene que ir a la ciénaga. Al principio le parecerá desolador, pero cuanto más observe, más descubrirá que hay una flor o una hoja en cada tramo, y su belleza la cautivará para siempre.
Ella sonrió de mala gana.
– Me gustaría. Gracias. Pero hábleme de la gente. No puedo entender la tierra sin conocer a algunas de las personas que ha conformado.
Se habían alejado de las astillas de madera y de las marañas de malas hierbas, pero a ella le apetecía caminar despacio. Disponía de toda la tarde, y quería enterarse de todo lo que él tuviera que decir.
– ¿Brendan Flaherty es realmente tan alocado? -preguntó con una sonrisa discreta-Cuando vino con su madre a visitar a Susannah, solo vi su lado encantador, lógicamente.
El señor Yorke encogió los hombros; levantó uno más que el otro, con un gesto extrañamente irónico.
– Solía serlo, pero no hace daño a nadie. Cuando era joven se saltaba todas las normas habidas y por haber. Estaba metido en todos los líos del pueblo, de una forma u otra. Y coqueteaba con todas las chicas. No sé hasta dónde llegó, ni tampoco lo pregunté. Supongo que a veces se pasó de la raya. Pero eso es lo que pasa cuando uno es joven.
– Pero ¿no tuvo problemas graves? -repuso Emily a la defensiva, al recordar de pronto el destello de dolor que había visto en los ojos de Brendan.
– Por supuesto que no -dijo el señor Yorke con pesar-. Su madre nunca lo permitiría. Lo malcrió desde el principio, y después de la muerte de su padre todo le parecía poco para él.
– ¿A qué se refiere?
Emily necesitaba entenderlo, no solo presuponerlo. ¿Connor habría desafiado a Brendan de algún modo y este, acostumbrado a conseguir siempre lo que quería, no pudo soportarlo? ¿Hubo una pelea, un estallido de ira, golpes, y de pronto Connor cayó muerto? La señora Flaherty ¿lo había ocultado, había disculpado a Brendan y había mentido por él, como siempre había hecho? Quizá Hugo Ross, creyendo que había sido un accidente, había hecho lo mismo.
¿Era necesario? ¿O temían que Brendan mostrara esa faceta que sobrepasaba la indisciplina, ese egoísmo auténtico y destructor? ¿Era miedo lo que Emily había visto en la cara de Colleen Flaherty cuando miraba a su hijo, o solo ansiedad por que los demás le atribuyeran a él lo que habían visto en su padre?