¡Una hora más! ¿Cuánto iba a durar aquel viaje? Emily tragó saliva.
– Sí, gracias. Eso me encantaría. ¿Y luego hacia dónde?
– Oh, seguiremos un poco más hacia el oeste, hasta Maam Cross, después hacia el sur por la costa, a través de Roundstone; y unos pocos kilómetros más, y habremos llegado.
Emily no supo qué decir.
Oughterard resultó ser cálido y acogedor, y les sirvieron un refrigerio delicioso en un comedor con un fuego de turba enorme. No solo desprendía más calor de lo que ella había pensado, sino también un olor a tierra y a humo que le resultó muy agradable. Le ofrecieron un vaso de algo moderadamente alcohólico que parecía agua de río pero sabía bastante bien, y que la llevó a pensar que podría sobrevivir el resto del viaje, si dejaba de contar las horas y los kilómetros.
Pasaron Maam Cross y el tiempo se despejó al caer la tarde. El aire tenía un peculiar tono dorado cuando el padre Tyndale señaló las montañas Maumturk, al nordeste.
– Nosotros no llegamos a conocer al marido de Susannah -dijo Emily de pronto-. ¿Cómo era?
El padre Tyndale sonrió.
– Oh, pues eso fue una lástima -contestó con pesar-. Era un buen hombre, sí. Tranquilo para ser irlandés, ¿sabe? Pero cuando contaba una historia se hacía escuchar y tenía una risa muy contagiosa. Amaba esta tierra y la pintó como nadie. Con una luz que te permitía oler el aire solo con mirarla. Pero eso usted ya debe de saberlo.
– No -dijo Emily, muy sorprendida-. Yo… yo ni siquiera sabía que era un artista. -Se sintió avergonzada-. Nosotros creíamos que tenía un patrimonio familiar. No mucho, pero lo suficiente para vivir.
El padre Tyndale se echó a reír. Fue un sonido copioso y alegre en medio de aquella tierra desierta, donde ella solo oía el chillido de los pájaros, el viento y las patas del caballo en el camino.
– Eso es bastante cierto, pero nosotros juzgamos a un hombre por su alma, no por su bolsillo -le contestó-. Hugo pintaba por placer.
– ¿Cómo era físicamente? -preguntó ella. Entonces se sintió avergonzada por pensar en algo tan trivial, y quiso que el padre Tyndale supiera el motivo-. Así puedo imaginarle. Cuando piensas en alguien, te formas una idea en la cabeza. Yo quiero que sea correcta.
El padre Tyndale se quedó pensando y dijo:
– Era un hombre grandote, con el pelo castaño y rizado y los ojos azules. Era alegre, así le recuerdo yo. Y tenía unas manos preciosas, como si fuera capaz de tocarlo todo sin estropear nada.
De ponto, Emily notó que estaba a punto de llorar, porque ya nunca conocería a Hugo. Debía de estar muy cansada. Llevaba dos días viajando, y no tenía ni idea del tipo de sitio al que se dirigía, ni hasta qué punto el tiempo y la enfermedad habrían cambiado a Susannah, por no hablar de los años de distanciamiento de la familia. Aquel viaje resultaba ridículo. No debería haber dejado que Jack la convenciera para ir.
Hacía ya más de cuatro horas que habían salido de Galway.
– ¿Cuánto tardaremos en llegar? -le preguntó al sacerdote.
– Unas dos horas -contestó él animoso-. Aquello de allí es Twelve Fins. -Señaló una cadena de colinas que ahora quedaban al norte, casi en línea recta-. Y más allá el lago de Ballynahinch. Nosotros nos desviaremos antes hacia la costa, después pasaremos Roundstone y ya habremos llegado.
Se detuvieron en otro hotel y volvieron a comer maravillosamente. Después les resultó aún más difícil volver a la oscuridad y al viento húmedo que soplaba del este.
Entonces el cielo se despejó y, mientras subían una ligera pendiente, el panorama se abrió ante ellos: el sol se derramaba sobre el agua en una llamarada escarlata y oro, como un fuego líquido que hacía brillar la tierra negra de los cabos. El sendero que tenían delante parecía incrustado de bronce. Emily notó el olor a sal en el aire, levantó los ojos un momento, y vio la parte inferior de los pájaros que cabalgaban al viento en círculo, pálida bajo la luz postrera.
El padre Tyndale sonrió sin decir nada, pero Emily sabía que la había oído inspirar profundamente.
– Cuénteme algo del pueblo -pidió cuando el sol ya casi había desaparecido, y se dio cuenta de que el poni, que debía de conocer el camino a fuerza de la costumbre, sabía que casi había llegado a casa.
Pasaron unos minutos antes de que él contestara, y cuando lo hizo, ella captó cierto matiz de tristeza en su voz, como si estuviera rindiendo cuentas por algún error que había cometido.
– Es más pequeño que antes -dijo-. Se nos ha ido demasiada gente joven. -Se detuvo, como si le faltaran las palabras.
Emily se sintió incómoda. Aquella era una tierra con la que ni ella ni sus compatriotas tenían la menor relación, pese a que llevaban siglos allí. A ella la recibían bien porque eran hospitalarios por naturaleza. Pero ¿qué sentían realmente? ¿Qué había experimentado Susannah cuando llegó allí? No era de extrañar que se sintiera tan desesperada para pedirle a un sacerdote católico que le suplicara a algún familiar que estuviera a su lado en sus últimos días.
Carraspeó.
– De hecho, yo me refería más a las casas, las calles, la gente que usted conoce… ese tipo de cosas.
– Ya los conocerá, seguro -contestó él-. A la señora Ross la quieren mucho. Irán a visitarla, aunque sea un ratito para no cansarla, pobrecilla. Antes ella solía dar largos paseos por la costa, o subía hacia Roundstone Bog, sobre todo en primavera. Acompañaba a Hugo cuando él salía a pintar. Simplemente se sentaba a leer un libro, o iba a coger flores silvestres. Pero lo que más le gustaba era el mar. Nunca se cansaba de mirarlo. Estaba recopilando documentos sobre la familia Martin, pero no sé si siguió haciéndolo cuando cayó enferma.
– ¿Quiénes son los Martin? -preguntó Emily.
A él se le iluminó la cara.
– Oh, los Martin están emparentados con los Ross, o al revés -dijo con orgullo-. En otros tiempos eran los Flaherty y los Conneeley quienes mandaban en esta zona. Y lo que hicieron fue pelear entre sí hasta aniquilarse. Pero aun así todavía queda algún Flaherty en el pueblo, y Conneeley también, por supuesto. Y otros que ya conocerá. Pero para cuestiones de historia hay que hablar con Padraic Yorke. El sabe todo lo que hay que saber, y lo cuenta con una voz que contiene la música, la risa y el llanto de la gente de esta tierra.
– Tengo que conocerle, si puedo.
– Él estará encantado de contarle todo lo que pasó, y los nombres de las flores y de los pájaros. Aunque en esta época del año no hay muchos.
Ella imaginó que no tendría tiempo para ese tipo de cosas, pero le dio las gracias, de todas formas.
Llegaron poco después de la seis de la tarde; ya estaba oscuro como la boca del lobo, y por el este la lluvia formaba una calima que ocultaba las estrellas. Pero hacia el oeste estaba despejado y había una luna pálida, suficiente para ver el perfil del pueblo. Lo cruzaron y siguieron hasta la casa de Susannah, más cercana a la costa.
El padre Tyndale se apeó y llamó a la puerta de entrada. Pasaron unos minutos antes de que se abriera y la silueta de Susannah se recortara contra la llama de una vela. Debía de haber encendido una docena al menos. Ella salió al rellano y miró detenidamente más allá del padre Tyndale, como si quisiera asegurarse de que había alguien con él.
Emily cruzó la grava y subió hasta el amplio vestíbulo iluminado.
– Emily… -dijo Susannah en voz baja-. Estás preciosa, pero debes de estar muy cansada. Te agradezco mucho que hayas venido.
Emily dio un paso adelante.
– Tía Susannah. -Le pareció absurdo decir nada más. Estaba cansada, como debía de ser obvio, pero al ver la cara demacrada de Susannah y la evidente fragilidad de su cuerpo, aún bajo el chal y el vestido de lana, le pareció incluso infantil pensar en sí misma. Y preguntarle a Susannah cómo estaba sería como trivializar la verdad que ambas conocían.