Emily miró hacia la ventana.
– Gracias. Seguiré su consejo, pero no parece que vaya a hacer mal tiempo.
Maggie tembló y apretó los labios.
– Sopla una amenaza en el viento. Yo la oigo. -Se dio la vuelta y empezó a preparar el desayuno de Emily.
Susannah bajó sobre las diez. Estaba pálida y tenía el cabello más canoso de lo que Emily había apreciado la noche anterior a la luz de las velas. Sin embargo, parecía descansada y sonrió de modo fugaz al ver a Emily en la salita escribiendo cartas.
– ¿Has dormido bien? Confío en que estuvieras cómoda. ¿Maggie te ha preparado el desayuno?
Emily se puso en pie.
– Excelente a todas las preguntas -respondió-. Y la señora O'Bannion es encantadora, y he comido muy bien, gracias. Tienes toda la razón, me ha gustado enseguida.
Susannah miró el papel de carta.
– ¿Puedo sugerirte que las lleves a correos antes de comer? Me parece que se está levantando viento. -Echó un vistazo a la ventana-. Puede que tengamos una tormenta muy fuerte. En esta época del año suele haberlas, y a veces son espantosas.
Emily no contestó. Le pareció un comentario extraño.
En todas partes había tormentas en invierno. Formaba parte de la vida. Por lo que había oído decir, en Connemara no nevaba tanto como en Inglaterra.
Volvió a su correspondencia y a las once se reunió con Susannah y con Maggie para tomar una taza de cacao. Con el viento aullando fuera y las ocasionales ráfagas de lluvia golpeando la ventana, sentarse a la mesa de la cocina con unas galletas y una taza caliente en las manos era casi como revivir las delicias de la infancia.
Una ramita repiqueteó contra el cristal y Maggie se dio la vuelta enseguida para mirar hacia allí. Las frágiles manos de Susannah se aferraron a taza de porcelana. Inspiró con brusquedad.
Maggie apartó la mirada, se encontró con los ojos de Emily y se esforzó en sonreír.
– Aquí dentro estaremos calentitas -comentó, sin que fuera necesario-. Y hay turba suficiente hasta enero.
Emily quería hacer algún comentario jocoso para que la risa aligerara la tensión, pero no se le ocurrió nada. Se dio cuenta de que tampoco conocía lo bastante a esas mujeres para entender por qué estaban asustadas. ¿Qué importancia tenía un poco de viento?
Pero a media tarde unas nubes gruesas oscurecieron el cielo por el oeste y el viento arreció bastante. Emily no fue consciente de lo potente que era hasta que salió a cortar un puñado de ramitas de sauce rojo para añadirlas al cuenco de acebo y hiedra del vestíbulo. No era tan frío como había supuesto, pero la fuerza del vendaval le zarandeó la falda como si fuera una vela, la desestabilizó y la echó hacia atrás. Le costó un poco inclinarse hacia delante y recuperar el equilibrio.
– Tenga cuidado, señora -dijo una voz masculina tan cercana que ella dio media vuelta alarmada, como si la hubiera amenazado.
Estaba a unos cuatro metros de distancia; era un hombre grueso de facciones rudas y ojos oscuros y atribulados. Le sonrió indeciso, sin espontaneidad.
– Perdone. -Emily se disculpó por su reacción exagerada-. No esperaba que el viento fuera tan fuerte.
– Seguro que empeorará -dijo el hombre con amabilidad y alzando la voz lo justo para hacerse oír. Miró el cielo con los ojos entornados.
– ¿Busca usted a la señora Ross? -preguntó Emily.
Él extendió las manos a modo de disculpa.
– Ay, qué maleducado soy. Como yo sé que usted es la sobrina de la señora Ross, pienso que usted tiene que conocerme a mí también. Soy Fergal O'Bannion. He venido a acompañar a Maggie a casa. -Volvió a mirar al cielo, pero esta vez más al oeste, hacia el mar.
– ¿Viven ustedes lejos? -Estaba decepcionada. Le gustaba Maggie y había confiado en que viviría cerca, para que pudiera ir a ver a Susannah incluso en pleno invierno. De no ser así, Susannah estaría muy sola, sobre todo cuando su enfermedad empeorara.
– Allí. -Fergal señaló un lugar a unos ochocientos metros.
– Oh. -A Emily no se le ocurrió ninguna respuesta lógica, de modo que se limitó a sonreír-. Solo voy a cortar unas ramitas. Pase, por favor. Estoy segura de que la señora O'Bannion ya debe de estar preparada.
Él le dio las gracias y entró, y Emily se puso a buscar ramas vistosas y sin defectos. Estaba desconcertada. ¿Qué podía temer Fergal para haber acudido a acompañar a Maggie por menos de un kilómetro? No se le ocurría ningún peligro. Debía de ser otra cosa… ¿una disputa local, quizá?
Encontró las ramas y volvió a la casa cinco minutos después. Maggie estaba en el vestíbulo poniéndose el chal y Fergal esperaba junto a la puerta.
– Gracias -le dijo Susannah a Maggie con una leve sonrisa.
Emily dejó las ramas sobre la mesa de la entrada.
– Volveré por la mañana -informó Maggie-. Traeré pan y unos huevos.
– Si el tiempo aguanta -apuntó Fergal.
Ella le miró con dureza y luego se mordió el labio y se volvió hacia Susannah.
– Claro que aguantará, al menos lo bastante para eso. Yo no la abandonaré -le prometió.
– Maggie… -empezó Fergal.
– Claro que no -repitió Maggie, y luego sonrió con cariño a su marido-. Venga. Vámonos. ¿A qué esperas?
Abrió la puerta delantera y se adentró en el viento. Este se le enredó en las faldas, las infló y le hizo perder ligeramente el equilibrio. Fergal fue tras ella, la alcanzó con un par de zancadas y la rodeó con el brazo para sujetarla, un momento antes de que ella se apoyara en él.
Emily cerró la puerta de entrada.
– ¿Preparo una taza de té? -propuso. Había perdido la oportunidad de llevar su correspondencia al correo ese día. Tendría que ir al día siguiente.
Quince minutos después estaban las dos sentadas junto a la chimenea, con la bandeja del té sobre una mesilla entre ambas.
Emily se comió un trozo de galleta.
– ¿Por qué Fergal está tan preocupado por el tiempo? Está un poco revuelto, pero nada más. Yo acompañaré a Maggie, si eso la tranquiliza.
– No es eso… -empezó a decir Susannah; entonces se calló y bajó la vista al plato-. A veces aquí las tormentas son peligrosas.
– ¿Tanto como para llevarse por los aires a una mujer robusta en un trayecto de ochocientos metros? -preguntó Emily, incrédula.
Susannah contuvo la respiración y luego espiró sin contestar. Emily meditó sobre lo que iba a decir, y por qué había cambiado de opinión. Pero Susannah eludió el tema durante toda la tarde, y se acostó temprano.
– Buenas noches -le dijo a Emily desde el umbral de la puerta, con una pálida sonrisa. Tenía la cara arrugada y triste, y bajo la penumbra las cuencas que rodeaban sus ojos parecían azules, como si estuviera al final de un camino muy largo y apenas le quedaran fuerzas. No había ningún motivo real, pero Emily tuvo la impresión de que estaba asustada.
– Si me necesitas para alguna cosa, por favor, llámame -se ofreció discretamente-. Aunque solo sea para que te lleve algo. No soy una invitada, soy de la familia.
De pronto aparecieron las lágrimas en los ojos de Susannah.
– Gracias -contestó y se dio la vuelta.
Emily volvió a dormir bien, cansada por la novedad del entorno y la preocupación de ver lo grave que estaba Susannah. El padre Tyndale había dicho que no viviría demasiado, pero eso no describía el auténtico dolor de estar al borde de la muerte. Solo tenía cincuenta años y era claramente demasiado joven para consumirse de ese modo. Todavía le quedaba mucho por hacer y por disfrutar.
Emily se despertó demasiado temprano para hacerle el desayuno a Susannah. No tenía ni idea de cuánto debía esperar. Se preparó una taza de té en la cocina, escuchando el viento, que golpeaba contra la casa, y que de vez en cuando emitía un aullido estridente entre los aleros del tejado.