– Así será, estoy segura, señora Flaherty, pero gracias por sus buenos deseos.
Brendan también se despidió de ella y le aguantó la mirada durante unos segundos más como si quisiera añadir algo, pero cuando su madre le hizo un gesto con los ojos para que se diera prisa, cambió de opinión.
Emily vio claramente cómo la señora Flaherty se sujetaba con firmeza del brazo de Brendan, no tanto para apoyarse en él como para impedir que se alejara.
Cuando cerraron la puerta y ambas volvieron a entrar, Emily observó más de cerca a Susannah.
– Hoy tengo un buen día. He dormido bien. ¿De verdad te ha gustado la costa?
– Sí, de verdad. -A Emily le satisfizo ser sincera. Tuvo la repentina convicción de que a Hugo le había gustado mucho, y que para Susannah era importante que Emily apreciara también su belleza-. Y lo único que me ha contado el señor Yorke ha sido una pequeña leyenda de hace mucho tiempo sobre los Flaherty.
Susannah hizo un gesto de despreocupación.
– Oh, no le hagas el menor caso a la señora Flaherty. Su marido era un hombre llamativo, pero totalmente inofensivo. Eso quiero creer, al menos, pero de todas formas estoy encantada de no haberme casado con él. Ella le adoraba, pero me parece que le recuerda con más benevolencia de la que merecen sus actos. Era un hombre demasiado atractivo y eso no le hacía bien, ni a ella tampoco.
– Me lo imagino -corroboró Emily con una sonrisa, pensando en Brendan alejándose por el camino con sus elegantes andares.
Susannah la captó al instante.
– Ah, sí, Brendan también. Naturalmente él se aprovechó de eso, y ella le consintió, en recuerdo de su padre, supongo.
– ¿Volvió a casarse? -preguntó Emily.
Susannah arqueó las cejas.
– ¿Colleen Flaherty? ¡Por Dios santo, no! Desde su punto de vista, nadie estaría a la altura de Seamus. ¡Tampoco creo que nadie lo intentara! Está demasiado ocupada protegiendo a Brendan de lo que ella considera las debilidades de su padre. Básicamente las mujeres, la bebida, y un exceso de imaginación, supongo. Le aterra que Brendan vaya por el mismo camino. En mi opinión, no le está haciendo ningún bien, pero sería inútil decírselo.
– ¿Y él irá por el mismo camino? -preguntó Emily.
Susannah la observó con total franqueza un instante, como si la sondeara, y luego apartó la mirada.
– Puede, pero yo espero que no. Por lo que Hugo solía decir, vivir con Seamus Flaherty era una pesadilla. La gente con ese tipo de encanto es capaz de manipularte como si fueras una marioneta accionada con una cuerda. Tarde o temprano la cuerda se romperá. ¿Te apetece comer? Debes de tener hambre después del paseo.
– Sí, me apetece. ¿Quieres que prepare yo la comida?
– Maggie ha estado aquí y ya está todo listo -repuso Susannah.
– ¿De veras? -Emily hizo un gesto en dirección a la ventana y sonrió-. ¿A pesar de la tormenta?
– Llegará, Emily. -Susannah se estremeció, todo su cuerpo se cerró sobre sí mismo como si lo hubiera rodeado con sus brazos-. Quizá esta noche.
Al atardecer el viento estaba claramente levantándose otra vez, y con un sonido distinto al de antes. Era más penetrante y tenía un matiz más peligroso. Oscureció muy pronto y cuando Emily retiró las cosas de la cena se dio cuenta de que en la casa había sitios donde hacía frío. A pesar de que todas las ventanas estaban cerradas, el viento había conseguido colarse en el interior de algún modo. Las ráfagas parecían sucederse sin pausa, como si ya no hubiera tranquilidad posible.
Las cortinas estaban corridas, pero Susannah no dejaba de mirar hacia las ventanas. No se oía la lluvia, tan solo el viento, y ocasionalmente el golpe repentino de una rama chocando contra el cristal.
Ambas prefirieron acostarse temprano.
– Quizá por la mañana se habrá calmado -apuntó Emily esperanzada.
Susannah se volvió para mirarla con los ojos llenos de miedo.
– No, no amainará -murmuró, y el viento prácticamente ahogó sus palabras-. Todavía no. Puede que nunca.
El sentido común de Emily la impulsaba a decir que aquello era una tontería, pero sabía que no serviría de nada. Susannah se refería a algo que iba mucho más allá del viento. Tal vez ese algo que realmente la asustaba, y el motivo por el que había deseado la presencia de Emily.
Mientras se desnudaba, Emily pensó que en Londres Jack probablemente estaría en el teatro, disfrutando del intermedio, bromeando con sus amigos sobre la obra, intercambiando chismorreos. ¿O sin ella no habría ido? No sería lo mismo, ¿o sí?
Sorprendentemente se quedó dormida enseguida, pero se despertó con un sobresalto. No tenía ni idea de qué hora era, salvo que la oscuridad era total. No veía nada en cualquier caso. El viento se había agudizado hasta convertirse en un chillido estridente y constante.
Entonces llegó: una llamarada de luz tan intensa que iluminó la habitación, incluso a través de las cortinas. El trueno fue casi instantáneo, retumbó repetidas veces, como si procediera de todas partes.
Ella se quedó inmóvil un momento. El relámpago centelleó otra vez, fue un resplandor breve y espectral, casi cegador, que luego desapareció dando paso al rugido de los truenos y al penetrante aullido del viento.
Ella apartó la colcha, cogió un chal de la silla y se acercó a la ventana. Recogió las cortinas, pero la oscuridad era impenetrable. El ruido era demoníaco y más intenso sin las cortinas que lo amortiguaran. Aquello era una ridiculez; habría visto lo mismo si se hubiera quedado en la cama con la colcha tapándole la cabeza, como una niña.
Entonces cayó otro relámpago, que le mostró un mundo atormentado. Los escasos árboles del jardín devastados salvajemente, y ramas rotas volando. El cielo estaba lleno de nubes turbulentas tan bajas que parecía que fueran a posarse en la tierra. Pero fue el mar lo que atrajo su mirada. Bajo el resplandor hervía con espuma blanca, tumultuoso, como si intentara quebrar sus propios límites y alzarse para devorar la tierra. Y su alarido se oía incluso por encima del viento.
Entonces volvió a sumirse en la oscuridad, como si se hubiera quedado ciega. No podía ver ni el cristal que estaba a unos centímetros de su cara. Tenía frío. No había nada que hacer, nada que intentar, y sin embargo ella se quedó de pie en ese punto, como si estuviera pegada allí.
De nuevo estalló un relámpago, casi simultáneo al trueno; capas de luz incolora aparecieron en el firmamento, luego horcas, como si el cielo apuñalara la tierra. Y allí, frente a la bahía, bastante visible, había un barco procedente del norte, maltrecho y agotado, que luchaba para intentar abrirse camino bordeando el cabo en dirección a Galway. Iba a fracasar. Emily lo supo con toda certeza, como si ya hubiera sucedido. El mar iba a devorarlo.
Le pareció casi inmoral estar en la casa a salvo, mirando mientras la gente era aniquilada frente a ella. Pero tampoco podía sencillamente darse la vuelta y volver a la cama, aunque lo que hubiera visto fuera un sueño que se habría desvanecido a la mañana siguiente. Aquellas personas estaban pereciendo, asfixiados en el agua mientras ella estaba allí acostada, abrigada y a salvo.
Emily pensó que sería inútil despertar a Susannah, como si ella fuera una cría incapaz de sobreponerse a una pesadilla por sí sola, y sin embargo no lo dudó. Se arropó bien con el chal y recorrió el pasillo con una vela en la mano. Llamó a la puerta del dormitorio de Susannah, dispuesta a entrar si no obtenía respuesta.
Volvió a llamar, más fuerte, con mayor urgencia. Oyó la voz de Susannah y abrió la puerta.
Susannah se incorporó despacio, pálida, con el pelo revuelto. Bajo el resplandor amarillento de la llama casi parecía joven y saludable otra vez.
– ¿Te ha asustado la tormenta? -preguntó en voz baja-. No debes preocuparte; la casa ha resistido muchas como esta.