– No es por mí. -Emily cerró la puerta del dormitorio al entrar, señal tácita de que no tenía intención de irse-. Hay un barco en la bahía, con unas dificultades terribles. Supongo que nosotras no podemos hacer nada, pero quiero asegurarme.
Se sintió ridícula. Claro que no podían hacer nada. Sencillamente no quería contemplar sola el naufragio.
El horror en los ojos de Susannah fue peor que cualquier cosa que Emily pudiera haber imaginado.
– ¡Susannah! ¿Hay alguien que conoces a bordo? -Se le acercó de inmediato y le apretó las manos que tenía apoyadas en el cubrecama. Estaban entumecidas y frías.
– No -repuso Susannah con la voz tomada-. No creo. Pero eso no cambia nada, ¿verdad? ¿No nos conocemos todos en momentos como este?
No hubo respuesta. Se quedaron juntas frente a la ventana, observando la oscuridad. Entonces cayó un nuevo relámpago, como un fogonazo abrasador, e impactó en la parte delantera de la proa de un barco que luchaba por mantenerse a flote entre olas cavernosas, inclinándose primero hacia un lado y luego al otro, esforzándose por mantener la proa al viento. En cuanto se escorara, volcaría, se partiría en pedazos y se hundiría para siempre. Los marineros debían de saberlo, como lo sabía Emily. Las dos mujeres estaban contemplando algo inevitable, y sin embargo Emily notó el cuerpo tenso por la firme esperanza de que, de algún modo, no fuera así.
Se acercó más a Susannah, la tocó. Ella le cogió la mano con fuerza. El barco seguía a flote, batallando para dirigirse al sur, hacia el cabo. En cuanto quedara fuera de su vista, ¿llegaría a saber alguien algún día lo que les había sucedido?
Como si leyera el pensamiento de Emily, Susannah dijo:
– Probablemente iban rumbo a Galway, pero quizá se refugien en Cashel, justo pasado el cabo. Esta es una bahía grande y complicada. Hay una gran zona de aguas tranquilas, venga de donde venga el viento.
– ¿Esto sucede a menudo? -preguntó Emily, horrorizada con la idea.
Susannah no contestó.
– ¿Sí?
– Una vez hace tiempo… -empezó Susannah; entonces contuvo el aliento con un gemido de dolor muy agudo, que la propia Emily sintió en sus huesos cuando Susannah le apretó los dedos de la mano.
Emily miró al exterior sumido en una oscuridad total, y entonces volvió a estallar un relámpago y el barco desapareció. Durante un instante vio con espantosa claridad tan solo el mástil sobre las aguas turbulentas.
Susannah se volvió hacia la habitación.
– Debo ir a avisar a Fergal O'Bannion. Él conseguirá que acudan los demás hombres del pueblo. Puede que el mar… arroje a alguno a la orilla. Necesitaremos…
– Iré yo. -Emily puso la mano en el brazo de Susannah y la retuvo-. Sé dónde vive.
– No localizarás el camino… -objetó Susannah.
– Cogeré un farol. En cualquier caso, ¿importa realmente que vaya a parar a la casa correcta? Si despierto a otras personas, ellas avisarán a Fergal. ¿Podemos hacer algo más que proporcionarles un entierro decente?
La voz de Susannah fue un susurro involuntario que surgió de sus labios.
– Puede que alguien haya sobrevivido. Ya ha sucedido antes…
– Iré yo y avisaré a Fergal O'Bannion -dijo Emily-. Por favor, no te desabrigues. Ya imagino que no podrás volver a dormirte, pero descansa.
Susannah asintió.
– Corre.
Emily volvió a su habitación y se vistió tan deprisa como pudo, luego cogió un farol del vestíbulo y salió por la puerta delantera. De pronto se vio en medio de un torbellino. El viento chillaba y aullaba como un coro de objetos enloquecidos. Bajo el relámpago vio las ramas de los árboles que se quebraban como si fueran de papel. Luego la oscuridad volvió a ser total, hasta que levantó el farol, que emitía un débil resplandor amarillo frente a ella.
Avanzó, se abrió paso por aquel sendero desconocido, y tuvo que apoyar todo su peso contra la verja para obligarla a abrirse. Cuando llegó al camino tropezó y tuvo un momento de pánico al pensar que podía caerse y romper el farol y tal vez cortarse. En ese caso estaría totalmente perdida.
– ¡Estúpida! -dijo en voz alta, pero el caos de los elementos le impidió oír sus propias palabras-. ¡No seas tan débil! -se conminó a sí misma. Ella estaba en tierra firme. Lo único que tenía que hacer era mantenerse en pie y andar. Allí fuera había gente que el mar estaba engullendo.
Aceleró el paso, mantuvo el farol tan alto como pudo, hasta que le dolió el brazo, y siguió avanzando en zigzag por el camino mientras el viento la empujaba fuera del sendero, y luego cedía de pronto y la dejaba luchando contra la nada.
Estaba quedándose sin aliento y jadeaba cuando por fin se acercó trastabillando a la puerta de la primera casa que encontró. La verdad fue que no le importó si era la de Fergal O'Bannion o no. La aporreó varias veces, pero nadie contestó. Retrocedió y encontró unos guijarros del jardín que lanzó contra la ventana más grande. Si la rompía, pediría perdón, incluso la pagaría. Pero habría pulverizado todos los cristales de la casa si con ello tenía la menor posibilidad de ayudar a alguno de los hombres que estaban allí en la bahía.
Los arrojó con fuerza y los oyó repicar; el último crujió de un modo inquietante.
Momentos después se abrió la puerta y vio a Fergal con cara de sorpresa y el cabello revuelto. Él la reconoció inmediatamente.
– ¿Ha empeorado la señora Ross? -preguntó con voz ronca.
– No, no. Se ha hundido un barco en la bahía -jadeó Emily-. Ella me dijo que usted sabría qué hacer, por si hubiera supervivientes.
Un miedo repentino apareció en la cara de Fergal, que se quedó inmóvil en el umbral.
– ¿Y bien? -La voz de Emily se quebró por el pánico.
Él la miró como si ella le hubiera abofeteado.
– Sí. Le diré a Maggie que avise a los demás. Yo bajaré a la orilla, por si… -No terminó la frase.
– ¿Puede realmente alguien sobrevivir a algo así? -le preguntó ella.
El no contestó; volvió a entrar en la casa y dejó la puerta abierta de par en par para que le siguiera. Momentos después volvió a bajar la escalera totalmente vestido, seguido de Maggie.
– Yo traeré a tantos como pueda -dijo ella después de hacerle un gesto de saludo a Emily-. Tú ve a la playa. Yo conseguiré mantas y whisky y las llevaremos. ¡Ve!
Él, pálido, cogió un farol y entonces salió a la oscuridad de la noche.
Emily miró a Maggie.
– Venga conmigo -le dijo esta sin vacilar-. Reuniremos a tantos como podamos. -Encendió otro farol, se abrigó con el chal y salió también.
Juntas avanzaron a trompicones por el camino, aunque en la orilla les resultaría mucho más duro. Maggie señaló una casa y le dijo a Emily el nombre de sus habitantes, mientras ella iba a la siguiente. Fueron una por una, gritando y aporreando y a veces tirando piedras; consiguieron que casi una docena de hombres bajaran a la playa, y que el mismo número de mujeres acumulara mantas y whisky, y trajeran latas de estofado y hogazas de pan de la cocina.
– Puede que la noche sea larga -dijo Maggie con sequedad, la expresión sombría y los ojos llenos de lástima y miedo.
Por parejas y en grupos de tres se abrieron camino a través de los montículos de hierba y arena. A Emily le desconcertó la cantidad de casas a las que no habían llamado.
– ¿Ellos no habrían venido? -Tuvo que gritar debido al estruendo-. ¿Seguro que ninguno habría ayudado, cuando hay gente que se está ahogando? ¿Quiere que vuelva y lo intente?
– No. -Maggie alargó la mano para sujetarla, como si quisiera obligarla a avanzar hacia el viento. Ahora estaban más cerca del agua y oían su rugido profundo, como el de una bestia enorme.
– Pero… -apuntó Emily.
– Están vacías -gritó Maggie-. Se fueron.
– ¿Todas?
Era imposible. Estaba hablando de casi la mitad del pueblo. Entonces Emily recordó las disculpas del padre Tyndale por lo despoblado que estaba, y tuvo la sensación de que se abría un vacío enorme a sus pies. El pueblo se estaba muriendo. Era eso lo que él había querido decir.