Más allá aún, la pescadería y el hedor a pescado, tan fresco que todavía se debate en pequeños cajones de polietileno, y unos extraños y viejos ventiladores adheridos al techo, con una especie de tiras color rosa, que parecen papel higiénico, que deberían ahuyentar a las moscas, y que éstas, en cambio, casi parecen tomar por un gracioso carrusel.
Mi padre nos llevaba de la mano, con esas manos grandes, él, tan alto, tan orgulloso, tan noble, con quién sabe cuántas preocupaciones que nosotros no lográbamos todavía comprender desde allí abajo, desde nuestro pequeño mundo. Pero ahora… ahora vuelve a estar aquí. A mi lado. Estoy a sotavento y huelo el perfume ligero de su loción para después del afeitado, el de siempre, el que tanto echo en falta y me hacía sentir tan pequeño, con tantas cosas por hacer aún, y las ganas de crecer y de sorprenderlo y de convertirme en un hombre como él…
Se vuelve de repente, me mira y parece leerme el pensamiento. No dice nada, y en sus ojos hay un auténtico deseo, una ligera nostalgia, una media sonrisa, un entusiasmo empañado, tal vez una cosa que se muere por decir pero no puede. Y me lo quedo mirando, y también yo querría decirle tantas cosas, pero no puedo, permanezco en silencio y siento que me he vuelto un niño, uno de esos que tienen vergüenza, un niño que, de golpe, se apoya en el muro, menea la cabeza y calla. Como hacía yo de pequeño.
Quizá porque entonces no estaba aún muy seguro de qué desear. Y me reía en sus filmaciones, cuando atravesaba tambaleante la casa apoyándome en la pared, y luego en las ventanas, y, al final, me precipitaba hacia adelante un breve trecho sin apoyos, hasta alcanzar la silla más próxima o una planta: y era un suspiro, y era una victoria. Y él, seguramente, tras aquella vieja y ruidosa cámara de súper ocho, sonreía. Y luego, otra casa y otra película, y otra más. Y yo me veo en todo aquello que tal vez no podría haber recordado por mí mismo…, un juego, un concurso en un importante palacete, Villa Annamaria, con un gran jardín y muchos parientes. Una tienda india y, al final de una improvisada actuación musical, yo, que salto lanzando los brazos al aire y aplaudo, como un jovencito indio que se precipita a una danza de la felicidad, bajo los ojos divertidos de una bellísima mujer con un vestido blanco lleno de espejuelos alrededor del cuello, y en la cintura, y en la sesga dura de las mangas cortas. Con el cabello que le llega hasta los hombros y un cartelito en la mano con muchas preguntas fáciles. La mujer cierra los ojos y se esconde para sonreír. Sí, lo hace a escondidas porque he ganado yo. Porque soy su hijo. Y querría decir muchas cosas más aún acerca de ella, pero es de una belleza tal que no se puede relatar. Niña, muchacha, madre…, una mujer elegante, a veces silenciosa.
Recuerdo en particular la sonrisa de aquella filmación que, además de mi pequeña victoria, hablaba de amor. Por mí, por él, por mis hermanas, por todo aquello que teníamos la fortuna de vivir y de hacer vivir, y que aún duraría mucho. Y todavía hoy sigo recordando cuanto fue. Y, a lo largo de los años, en mil momentos y a medida que crecía, me lo preguntaba: ¿seré capaz de pagar de algún modo la deuda por todo aquello que he recibido? ¿Por tantas atenciones y amor y sacrificios y paciencia? No hay ninguna balanza extraordinaria que pueda calcular el peso de todo ello. Pero el verdadero amor no prevé ni créditos ni deudas.
Lo contemplo. Y sus ojos se cierran igual que antaño, como diciendo: «Sí, es exactamente así.» Y entonces sonrío también yo y me siento un poco más aliviado. Por otra parte, también esto me lo ha enseñado él.
La barca se ladea. Una ráfaga de viento más fuerte. Lo miro.
– ¿Estás listo? Viramos…
Orzo y suelto la cangreja, y él, ágil y veloz, baja la cabeza mientras la barca gira sobre sí misma y se inclina. Permanecemos inmóviles en el centro, mientras la botavara pasa sobre nuestras cabezas. Y no nos desequilibramos, no nos movemos, no tenemos prisa. Nos miramos y sonreímos. No como aquella vez, que él se precipitó, nos lanzamos al otro lado de la virada y la barca se volcó. Y estuvimos en el agua durante horas. Y, en aquella ocasión, se enfadó.
– ¿Es que no sabes enderezarla?
– No… Tuve fiebre y falté a la última clase de vela, en la que explicaban cómo se endereza una barca que se ha dado la vuelta.
Sacude la cabeza. Y, un poco preocupado, mira a su alrededor. No hay barcas. No pasa ninguna. Y no parecen tener ganas de pasar. Y el mar se ha encrespado un poco. Y las crestas de las olas se rompen, casi bullen, quebradas por fuertes ráfagas de viento. Pero él, al final, no parece preocupado, o al menos no lo demuestra. Sabe que no se lo puede permitir. No con un Hijo aún tan joven e inexperto. Aquel día, estuvimos en remojo por lo menos seis horas, y vino a buscarnos precisamente Walter, el bañero. Y cuando nos vio llegar a la orilla arrastrando la barca aún medio llena de agua, mamá meneó la cabeza. Y luego lanzó un suspiro, un poco más tranquila. Irónica, Cornelia, se permitió incluso soltar: «Mira mis pollitos…, ¡mojados!»
De todos modos, luego todo fue gloria, como todas esas desventuras que terminan bien, las que se convierten sólo en un recuerdo que poder engrandecer un poco y contar cuando hace falta.
Volvemos a tierra. Esta vez, todo va como la seda. Fue uno de esos errores necesarios para coger experiencia, no para repetirlos, como sucede a veces. También es verdad que es siempre mejor equivocarse que arrepentirse de no haber hecho algo.
En un segundo llegamos a la playa y nos quitamos los chalecos salvavidas y los echamos al interior de la barca y, acto seguido, la arrastramos a la orilla con fuerza, apoyando firmemente los pies en tierra. La levantamos un poco y metemos en seguida bajo la proa un rodillo, y luego otro, y la barca se desliza hacia adelante hasta acabar en su sitio, aparcada sobre dos gruesos caballetes de madera.
– ¡Ya está!
Damos unas palmadas para sacudirnos un poco de arena de encima. Nos miramos cansados, sonriendo. Después, corremos bajo la ducha fresca, incluso algo fría, que baila en el viento. Y nos movemos, intentando pillar el chorro. Y allí debajo, liberándonos de la sal, liberándonos del sudor, con los ojos cerrados, sentimos que el agua arrastra consigo toda aquella sana fatiga. Luego nos secamos rápidamente con un par de toallas que Walter nos ha dejado sobre el patín. Están un poco descoloridas, viejas, gastadas, pero, en el pálido calor, saben a limpio, a perfumado, a cosa buena.
Echamos a andar en dirección al quiosco. Allí donde, jovencísimo, intervine como figurante en la película La diva del teléfono blanco, de Dino Risi. Estúpido y estupefacto, embutido en un traje de baño de lana de cuerpo entero, ligeramente aturdido, intenté con mucho esfuerzo interpretar bien una escena. Bostezando, sudando, mirando de vez en cuando a la cámara. Y cuando se lo conté: «No me lo puedo creer. Cuando encuentre a Dino tendré que pedirle disculpas… ¡Vaya papelones me haces hacer!»
Pero luego sonreía. Como si todo aquel cine fuera algo que permanece, sí, pero que no lo es todo. Es parte de la vida, es pasión, es diversión. Pero nosotros, nosotros éramos su mejor película. Y ahora está de nuevo delante de mí. Me precede veloz, y no suda y no se cansa. Siempre ágil, como en los mil paseos que le encantaba dar, y en los que era siempre el portador divertido de una nueva idea, una observación, algo que lo había impresionado y que tenía ganas de hacerte vivir a ti también. Curiosos, también nos divertíamos entonces.
Cuatro escalones y hemos llegado al quiosco.
– ¡Venga, vamos, muévete!
Ahí está. Me espera en lo alto de la escalera. Tiene el cabello oscuro y una sonrisa confiada. Y yo subo, agarrándome al pasamanos azul.