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La sala de estar era estrecha y daba una sensación de atiborrada incomodidad combinada con una impresión de extrañeza, que intrigó a Kate hasta que vio una chimenea artificial, con la repisa repleta de tarjetas de felicitación y pequeños adornos de porcelana, instalada contra la pared exterior, sin salida de humos. A la derecha, una puerta abierta permitía ver una cama pequeña medio deshecha y cubierta de prendas de vestir. La señora Reed se apresuró a cerrarla. A la derecha de la puerta había una barra con cortinas en la que Kate vislumbró una apretada hilera de vestidos; a la izquierda, un televisor enorme con un sofá delante, y una mesa cuadrada con cuatro sillas enfrente de la ventana doble. Encima de la mesa había un montón de libros que parecían de texto, y ante los libros una niña vestida con un uniforme compuesto de falda plisada azul marino y blusa blanca, que se volvió hacia ellos cuando entraron.

Kate pensó que pocas veces había visto una criatura más desprovista de belleza. Estaba claro que era hija de su madre, pero, por algún capricho de los genes, los rasgos maternales aparecían superpuestos de un modo incongruente sobre su rostro frágil y delgado. Los ojos que miraban a través de los cristales de las gafas eran pequeños y estaban demasiado separados; la nariz, ancha como la de la madre; la boca, igual de carnosa y con la curvatura hacia abajo más pronunciada. Pero tenía el cutis delicado y de un color extraordinario, de un dorado pálido y verdoso como el de las manzanas vistas bajo el agua. El cabello, de un color entre dorado y castaño claro, colgaba como hebras de seda en torno a un rostro que parecía más enfermizo que infantil. Kate miró a Dalgliesh de soslayo y enseguida apartó precipitadamente la vista. Se dio cuenta de que su jefe sentía compasión y ternura; ya le había visto antes esa expresión, por deprisa que la dominara, por más fugaz que fuera, y le sorprendió la oleada de resentimiento que esta vez provocó en ella. Con toda su sensibilidad, no era distinto de los demás hombres. Su primera reacción ante el sexo femenino era una respuesta estética: placer ante la belleza y pesar compasivo ante la fealdad. Las mujeres poco agraciadas se acostumbraban a esa mirada; no les quedaba otro remedio. Pero sin duda a una niña se le podía ahorrar esa brutal revelación de una injusticia humana universal. Se podía legislar contra toda clase de discriminación menos contra ésta. Las mujeres atractivas tenían ventaja en todo, desde el trabajo hasta el sexo, mientras que las muy feas eran denigradas y rechazadas. Y esta niña ni siquiera mostraba la promesa de esa fealdad distintiva, cargada de sexualidad, que, si iba acompañada de inteligencia e imaginación, podía resultar mucho más erótica que la simple belleza. Nunca se podría hacer nada para corregir la caída de esa boca demasiado gruesa, para juntar más esos ojos porcinos. Durante unos breves segundos, Kate sintió un revoltijo de emociones, entre ellas, y no la menor, disgusto consigo misma: si Dalgliesh había experimentado una piedad instintiva, lo mismo le había ocurrido a ella, y era una mujer. Ella, al menos, habría podido juzgarla según distintos criterios. En respuesta a un ademán de la madre, Dalgliesh tomó asiento en el sofá y Kate ocupó una silla frente a Daisy. La señora Reed se dejó caer en el sofá con aire beligerante y encendió un cigarrillo.

– Yo me quedo. No entrevistarán a la niña sin mí.

– No podemos hablar con Daisy si no está usted delante, señora Reed -replicó Dalgliesh-. Hay un procedimiento especial para entrevistar a los menores. Sería conveniente que no nos interrumpiera, a menos que considere que obramos de mala fe.

Kate, sentada ante la niña, le habló con suavidad.

– Sentimos mucho lo de tu amiga, Daisy. La señora Carling era amiga tuya, ¿verdad?

Daisy abrió uno de los libros de la escuela y fingió ponerse a leer. Contestó sin levantar la mirada.

– Yo le gustaba.

– Cuando le gustamos a una persona, normalmente esa persona también nos gusta; por lo menos, a mí me ocurre. Ya sabes que la señora Carling ha muerto. Es posible que se haya matado ella misma, pero aún no lo sabemos. Tenemos que averiguar cómo y por qué murió, y queremos que nos ayudes. ¿Nos ayudarás?

Entonces Daisy la miró. Sus ojillos, de una inteligencia desconcertante, eran tan duros como los de un adulto y tan dogmáticos como sólo los de un niño pueden serlo.

– No quiero hablar con usted -replicó-. Quiero hablar con el que manda. -Volvió el rostro hacia Dalgliesh y añadió-: Quiero hablar con él.

– Bien, aquí me tienes -le contestó Dalgliesh-. Pero es lo mismo, Daisy, da igual con quién hables.

– Si no es con usted, no hablo.

Kate, desconcertada, se levantó de la silla tratando de ocultar la decepción y el sofoco, pero Dalgliesh la contuvo con un gesto y se sentó en la silla de al lado.

– Ustedes creen que a la tía Esmé la han asesinado, ¿verdad? ¿Qué le harán cuando lo cojan? -le preguntó Daisy.

– Si el tribunal lo considera culpable, irá a la cárcel. Pero no estamos seguros de que la señora Carling fuera asesinada. Todavía no sabemos cómo ni por qué murió.

– La señora Summers, de la escuela, dice que meter a la gente en la cárcel no le hace ningún bien.

– La señora Summers tiene razón -concedió Dalgliesh-. Pero no se suele mandar a la gente a la cárcel para que les haga bien. A veces es necesario proteger a otras personas, o disuadir, porque a la sociedad le preocupa mucho lo que la persona culpable ha hecho y el castigo refleja esa preocupación.

Kate pensó: «Dios mío, ¿ahora hemos de perder el tiempo discutiendo sobre la bondad de las penas de privación de libertad y la filosofía del castigo judicial?» Pero obviamente Dalgliesh estaba dispuesto a mostrarse paciente.

– La señora Summers dice que ejecutar a la gente es de bárbaros.

– En este país ya no ejecutamos a nadie, Daisy.

– En América sí.

– Sí, en algunas partes de los Estados Unidos, y también en otros países, pero en Inglaterra ya no se hace. Creo que eso ya lo sabes, Daisy.

La niña, pensó Kate, se mostraba deliberadamente recalcitrante. Se preguntó qué pretendía Daisy con ello -aparte, naturalmente, de ganar tiempo- y maldijo mentalmente a la señora Summers. En su época de estudiante había conocido a un par de personas así, sobre todo la señorita Crighton, que había hecho todo lo posible para disuadirla de ingresar en la policía porque, según ella, este cuerpo albergaba a los agentes represivos y fascistas de la autoridad capitalista. Kate habría querido preguntarle a la chiquilla qué haría la señora Summers con el asesino de la señora Carling -si es que había un asesino-, aparte, naturalmente, de ofrecerle comprensión, darle buenos consejos y pagarle un crucero por el mundo. O mejor aún, le habría encantado llevar a la señora Summers a que viera algunas víctimas de asesinato y afrontara las escenas de asesinato que ella, Kate, había tenido que afrontar. Irritada por la reaparición de antiguos prejuicios y resentimientos que creía haber superado, y de recuerdos que prefería olvidar, mantuvo la mirada fija en el rostro de Daisy. La señora Reed no decía nada, pero aspiraba enérgicamente el humo del cigarrillo. El ambiente estaba cargado.

Sentado cerca de la niña, Dalgliesh prosiguió:

– Tenemos que averiguar cómo y por qué murió la señora Carling, Daisy. Pudo ser por su propia mano, pero también es posible, tan sólo posible, que muriera asesinada. Si fue así, hemos de averiguar quién lo hizo. Es nuestro trabajo. Por eso estamos aquí. Hemos venido porque creemos que puedes ayudarnos.

– Ya les dije lo que sabía a aquel inspector y a la mujer policía.