Выбрать главу

Dalgliesh repitió:

– «Oí la voz, pero la serpiente estaba ante la puerta. Y qué momento más extraño para tomar prestada una aspiradora.» ¿Estás segura de esas palabras?

– Sí.

– ¿No dijo de quién era la voz?

– No, dijo lo que acabo de contarle. Creo que quería guardar algo en secreto. Le gustaban los secretos y los misterios.

– ¿Cuándo volvió a hablarte del asesinato?

– Anteayer, mientras estaba aquí haciendo los deberes. Me dijo que el jueves por la noche iría a Innocent House para hablar con alguien. Dijo: «Ahora tendrán que seguir publicando mis obras. No les queda más remedio.» Dijo que quizá necesitase que le proporcionara otra coartada, pero aún no estaba segura. Le pregunté que a quién iba a ver y me contestó que de momento no me lo diría, que tenía que ser un secreto. No creo que pensara decírmelo nunca; creo que era demasiado importante para decírselo a nadie. Le dije: «Si vas a ver al asesino, puede que te mate a ti también», y ella me contestó que no era tan tonta, que no iba a ver a ningún asesino. Dijo: «No sé quién es el asesino, pero puede que mañana por la noche lo sepa.» No me dijo nada más.

Dalgliesh le tendió la mano por encima de la mesa y la niña se la estrechó.

– Gracias, Daisy, nos has ayudado mucho. Tendremos que pedirte que escribas todo esto y lo firmes, pero en otro momento.

– ¿Y me llevarán a Protección?

– No creo que exista ninguna posibilidad, ¿verdad? -Se volvió hacia la señora Reed, que respondió con expresión sombría e inflexible.

– Antes tendrán que pasar por encima de mi cadáver.

La mujer los acompañó hasta la puerta y, de pronto, al parecer movida por un impulso, salió al rellano con ellos y cerró a sus espaldas. Sin prestarle atención a Kate, le habló directamente a Dalgliesh.

– El señor Masón, el director de la escuela de Daisy, dice que es inteligente. Quiero decir, inteligente de veras.

– Creo que tiene razón, señora Reed. Debería estar orgullosa de ella.

– Dice que podría conseguir una de esas becas del Gobierno para ir a una escuela distinta, a un internado.

– ¿Y qué opina Daisy?

– Dice que no le importaría. No está contenta en esa escuela. Creo que le gustaría ir, pero que no quiere decírmelo.

Kate sintió una ligera punzada de irritación. Tenían cosas que hacer. Había que examinar el apartamento de la señora Carling, y su agente llegaría a las once y media.

Pero Dalgliesh no dio ninguna muestra de impaciencia.

– ¿Por qué Daisy y usted no lo hablan a fondo con el señor Masón? La decisión debe tomarla Daisy.

La señora Reed se resistía a dejarlos, como si aún necesitara escuchar algo más, una seguridad que sólo él podía darle. Dalgliesh añadió:

– No debe creer que sea a la fuerza malo para Daisy sólo porque a usted le resulta conveniente. Podría ser lo mejor para las dos.

– Gracias, gracias -susurró ella, y entró de nuevo en el piso.

51

El apartamento de la señora Carling quedaba un piso más abajo y en la parte frontal del edificio. La pesada puerta de caoba estaba provista de un cierre normal y dos cerraduras de seguridad, una Banham y una Ingersoll. Las llaves giraron con facilidad y, al empujar la puerta, Dalgliesh arrastró con ella una pila de cartas. El recibidor olía a moho y estaba muy oscuro. Dalgliesh buscó a tientas el interruptor de la luz y lo accionó, revelando al instante la sencilla estructura del apartamento: un estrecho corredor con dos puertas enfrente y una a cada lado. Se agachó para recoger los sobres y vio que se trataba de simples notificaciones: dos de ellos sin duda contenían facturas y en el otro se exhortaba a la señora Carling a abrirlo de inmediato para tener la posibilidad de ganar medio millón. Había también una hoja de papel doblada con un mensaje laboriosamente escrito a mano: «Lo siento, pero mañana no podré venir. Tengo que ir a la clínica con Tracey por lo de la presión alta. Espero verla el viernes que viene. Sra. Darlene Morgan.»

Dalgliesh abrió la puerta que tenía justo delante y encendió la luz. Se encontraron en la sala de estar. Las dos ventanas que daban a la calle estaban cerradas, y las cortinas de terciopelo rojo a medio correr. Aun cuando a aquella altura no había peligro de miradas indiscretas, ni siquiera desde el piso alto de los autobuses, la mitad inferior de ambas ventanas se hallaba cubierta por un visillo. La principal fuente de luz artificial procedía de una especie de cuenco invertido de cristal, decorado con un tenue dibujo de mariposas y moteado por los cuerpos negros y resecos de moscas atrapadas, que colgaba de un rosetón central. Había tres lámparas de mesa con pantalla de flecos rosados, una sobre una mesita situada junto a un sillón cerca del fuego, otra sobre una mesa cuadrada colocada entre las dos ventanas, y la tercera sobre un enorme escritorio con puerta de persiana apoyado contra la pared de la izquierda. Como si necesitara desesperadamente luz y aire, Kate descorrió las cortinas y abrió una de las ventanas; a continuación fue encendiendo todas las luces del cuarto. Aspiraron el aire frío, que producía una engañosa sensación de frescura campestre, y pasearon la mirada por una habitación que al fin podían ver con claridad.

La primera impresión, reforzada por el resplandor rosa de las lámparas, era de una intimidad acolchada y pasada de moda que resultaba tanto más atractiva cuanto que la propietaria no había hecho ninguna concesión al gusto popular contemporáneo. Se diría que habían amueblado la sala en los años treinta y la habían dejado intacta desde entonces. Casi todos los muebles parecían heredados: el escritorio con puerta de persiana que contenía una máquina de escribir portátil, las cuatro sillas de caoba de formas y épocas discordantes, una vitrina de estilo eduardiano en la que diversos objetos de porcelana y parte de un servicio de té aparecían más amontonados que ordenados, dos alfombras descoloridas dispuestas de un modo tan inadecuado que Dalgliesh sospechó que tapaban agujeros en la moqueta. Tan sólo el sofá y los dos sillones a juego que bordeaban la chimenea, provistos de mullidos cojines y tapizados en lino con un estampado de rosas en amarillo y rosa claro, eran relativamente nuevos. La chimenea en sí parecía originaclass="underline" un recargado artefacto en mármol gris, con una gruesa repisa y una parrilla rodeada por una doble hilera de azulejos ornamentales con figuras de flores, frutas y pájaros. En ambos extremos de la repisa, dos perros de Staffordshire con cadena dorada al cuello contemplaban la pared opuesta con ojos brillantes; y entre los dos se extendía un amasijo de adornos: una taza de la coronación de Jorge VI y otra de la reina Isabel, una caja laqueada en negro, dos minúsculos candeleros de bronce, una figurilla moderna de porcelana que representaba a una mujer con miriñaque sosteniendo a un perro faldero entre los brazos y un jarro de cristal tallado con un ramo de prímulas artificiales. Detrás de los adornos había dos fotografías en color. Una de ellas parecía tomada en una entrega de premios: Esmé Carling, rodeada de caras risueñas, hacía ademán de apuntar con una pistola de imitación. En la segunda se la veía en un acto de firma de libros, y era evidente que se trataba de una pose cuidadosamente preparada. Un comprador esperaba a su lado con aire de expectación, la cabeza inclinada en un ángulo poco natural para salir en la foto, mientras la señora Carling, con la pluma alzada sobre la página, sonreía seductoramente a la cámara. Kate la examinó unos instantes, tratando de conciliar las angulosas facciones de marsupial, la boca pequeña y la nariz levemente ganchuda, con el consternador rostro ahogado y desfigurado que había sido lo primero que viera de Esmé Carling.

Dalgliesh intuyó la atracción que esta hogareña y mullida habitación ejercía sobre Daisy. En ese amplio sofá había leído, mirado la televisión y dormido brevemente antes de ser conducida a su propia habitación. Ahí tenía un refugio contra el terror de sus imaginaciones, en el terror simulado que se encerraba entre las cubiertas de los libros, higienizado y convertido en ficción para ser saboreado, compartido y dejado de lado, no más real que las llamas que danzaban en el fuego de troncos artificiales y tan fácil de desconectar como ellas. Ahí había encontrado seguridad, compañía y, sí, cierta clase de amor, si amor era la satisfacción de una necesidad mutua. Echó una mirada a los libros. Los estantes contenían ejemplares en rústica de novelas de misterio y policíacas, pero se dio cuenta de que pocos de los autores estaban vivos; las preferencias de la señora Carling se decantaban hacia las escritoras de la Edad de Oro. Todos esos volúmenes parecían muy leídos. Bajo ellos había un estante de obras sobre crímenes reales: el caso Wallace, Jack el Destripador o las asesinas más célebres de la época victoriana, Adelaide Bartlett y Constance Kent. Los estantes inferiores se hallaban ocupados por ejemplares de sus propias obras encuadernados en piel y con los títulos grabados en oro, un lujo, conjeturó Dalgliesh, que no debía de haber sufragado la Peverell Press. La visión de esta vanidad inofensiva lo deprimió y suscitó en él un atisbo de compasión. ¿Quién heredaría ese historial acumulado de una vida vivida para el asesinato y acabada por el asesinato? ¿En qué estante de sala de estar, dormitorio o excusado encontrarían un lugar de respeto o de tolerancia esos libros? ¿O acaso serían adquiridos por un librero de lance y vendidos en lote, realzado su valor por la horrenda y oportuna muerte de la autora? Dalgliesh comenzó a leer aquellos títulos tan rememorativos de los años treinta, de policías de pueblo que acudían en bicicleta a la escena del crimen y se azoraban ante los terratenientes, de autopsias realizadas por excéntricos practicantes de medicina general tras sus operaciones vespertinas y de improbables desenlaces en la biblioteca, y sacó las novelas para hojearlas al azar. Muerte en el baile, ambientada al parecer en el mundo de las competiciones de baile de salón, Crucero a la muerte, Muerte por ahogamiento, Los asesinatos del muérdago. Volvió a dejarlas en su lugar sin el menor sentimiento de superioridad. ¿Por qué había de tenerlo? Se dijo que probablemente la señora Carling había proporcionado placer a más personas con sus novelas policíacas que él con sus poemas. Y si el placer era de distinta índole, ¿quién podía afirmar que uno fuera inferior al otro? Al menos ella había respetado el idioma inglés y lo había utilizado tan bien como podía; en una época que tendía al analfabetismo, eso no carecía de importancia. Durante treinta años había suministrado la fantasía del asesinato, la cara aceptable de la violencia, el terror controlable. Dalgliesh esperó que, cuando por fin se había enfrentado cara a cara con la realidad, el encuentro hubiera sido breve y piadoso.