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Kate entró en la cocina. Dalgliesh la siguió y juntos contemplaron el revoltijo. En el fregadero se amontonaban los platos sucios, sobre el fogón había una sartén sin lavar, y el cubo de la basura rebosaba de latas vacías y envases de cartón, algunos de ellos aplastados contra el suelo mugriento. Kate dijo:

– No habría querido que viéramos su cocina así. ¡Qué mala suerte que la señora Morgan no haya podido venir esta mañana!

Dalgliesh le dirigió una mirada de soslayo y, al ver que el rubor inundaba su rostro, supo que, de pronto, la observación se le había antojado irracional y absurda y que deseaba no haberla formulado.

Pero sus pensamientos habían ido en la misma dirección. «Señor, permite que conozca mi fin y el número de mis días; que me sea dado saber cuánto he de vivir.» Sin duda eran muy pocos los que podían rezar esta oración con sinceridad. Lo mejor que se podía esperar o desear era el tiempo suficiente para recoger los restos personales, arrojar los secretos a las llamas o al cubo de la basura y dejar la cocina en orden.

Durante un par de segundos, mientras abría los cajones y los armarios, se vio transportado a aquel cementerio de Norfolk y volvió a oír la voz de su padre, una imagen instantánea de poderosa intensidad que traía consigo el olor del heno segado y de la tierra de Norfolk acabada de remover, el embriagador perfume de las azucenas. A los feligreses les gustaba que el hijo del párroco se hallara presente en los funerales del pueblo, de modo que durante las vacaciones escolares siempre asistía. Para él, un entierro de pueblo era más un acto interesante que una imposición. Luego compartía la mesa del funeral, tratando de contener su apetito adolescente mientras los parientes del difunto lo atiborraban del tradicional jamón cocido y el apelmazado pastel de frutas y le expresaban su reconocimiento.

– Muy amable por su parte haber venido, señorito Adam. Papá se lo habría agradecido. Le tenía mucho aprecio, papá.

Y la boca pegajosa de pastel murmuraba la mentira cortés:

– Yo también le tenía mucho aprecio, señora Hodgkin.

Permanecía respetuosamente en pie mientras el viejo Goodfellow, el sacristán, y los hombres de la funeraria introducían el ataúd en la fosa presta a recibirlo, oía el blando golpear de la tierra de Norfolk sobre la tapa, escuchaba la voz grave y cultivada de su padre mientras la brisa le revolvía los canosos cabellos y le henchía la sobrepelliz. Se representaba mentalmente al hombre o la mujer que había conocido, el cuerpo amortajado y encajonado entre seda artificial, envuelto en más suntuosidad de la que jamás había tenido en vida, y se imaginaba todas las etapas de su disolución: el sudario putrefacto, la lenta descomposición de la carne, el hundimiento final de la tapa del ataúd sobre los huesos desnudos. Desde la niñez, nunca había podido creer esa espléndida proclamación de inmortalidad: «Y aunque los gusanos destruyan este cuerpo, todavía en mi carne veré a Dios.»

Pasaron al dormitorio de la señora Carling, pero no se entretuvieron mucho en él. Era grande, albergaba demasiados muebles y estaba desordenado y no muy limpio. Sobre el tocador de los años treinta con su espejo triple descansaba una gran bandeja de plástico con un dibujo de violetas, en la que se acumulaba una profusión de frascos medio vacíos con diversas lociones para las manos y el cuerpo, botes grasientos, pintalabios y sombra para los ojos. Sin pensar, Kate desenroscó la tapa del bote más grande de crema base y vio una única depresión allí donde el dedo de la señora Carling se había hundido en la superficie. Esta huella, tan efímera, por un instante le pareció permanente e imborrable, e hizo aparecer en su mente la imagen de la muerta de un modo tan vivido que se quedó paralizada con el bote en la mano, como si la hubieran sorprendido en un acto de violación personal. Los ojos del espejo le devolvieron su mirada, culpable y un tanto avergonzada. Se volvió para dirigirse al armario ropero y abrió la puerta. Con el susurro de la ropa colgada surgió también un olor que le recordó otros registros, otras víctimas, otras habitaciones: el olor rancio y agridulce de la edad, del fracaso y de la muerte. Kate se apresuró a cerrar la puerta, pero no antes de haber visto las tres botellas de whisky ocultas entre la hilera de zapatos. Pensó: «Hay momentos en los que detesto mi trabajo.» Pero esos momentos eran escasos y sólo eran momentos.

El cuarto de invitados era una celda angosta y mal proporcionada, en la que una sola ventana alta se abría al panorama de una pared de ladrillo impregnada de decenios de mugre londinense y surcada por gruesas cañerías de desagüe. No obstante, se había hecho algún intento, aunque mal encaminado, para que la habitación resultara acogedora: las paredes y el techo estaban revestidos de un papel en el que se entrelazaban madreselvas, rosas y hiedra; las cortinas, de elaborados pliegues, eran de un género a juego, y sobre el único diván, colocado bajo la ventana, había un cobertor rosa claro, sin duda elegido para entonar con el rosa de las flores. El intento de embellecer, de imponer intensidad femenina a una nada deprimente, tan sólo conseguía subrayar los defectos de la habitación. Era evidente que la decoración se había elegido pensando en invitados del sexo femenino, pero Dalgliesh no pudo imaginarse a una mujer durmiendo apaciblemente en esa celda claustrofóbica y en exceso decorada. Desde luego, ningún hombre podría hacerlo, con esa opresiva dulzura sintética del techo, esa cama demasiado estrecha para resultar cómoda y esa mesilla de noche que no era sino una frágil reproducción, demasiado pequeña para contener algo más que la lamparita.