Выбрать главу

El tiempo que dedicaron a examinar el apartamento no fue tiempo perdido. Kate recordaba una de las primeras lecciones que había aprendido al principio de su carrera como agente de policía: conoce a la víctima. Toda víctima muere por ser quien es, por ser lo que es, por estar donde está en un momento determinado. Cuanto más se sabe de la víctima, más cerca se está de su asesino. Pero cuando al fin se sentaron ante el escritorio de Esmé Carling lo hicieron buscando datos más concretos.

Tuvieron su recompensa nada más abrirlo. El escritorio estaba más ordenado y menos atiborrado de lo que se figuraban. Sobre un montón de facturas recientes aún por pagar había dos hojas de papel. La primera era sin lugar a dudas un borrador de la nota encontrada en la barandilla de Innocent House. Había pocas modificaciones; la versión definitiva de la señora Carling no difería mucho de su primera efusión de ira y dolor. Sin embargo, en comparación con la caligrafía firme y pulcra de la nota final, la escritura parecía una sucesión de garabatos. Ahí teman la confirmación, si les hubiera hecho falta, de que eran sus propias palabras, escritas de su puño y letra. Debajo encontraron el borrador de una carta escrita por la misma mano. Llevaba fecha del jueves 14 de octubre.

Querido Gerard:

Acabo de saber la noticia por mi agente. ¡Sí, por mi agente! Ni siquiera has tenido la decencia ni la valentía de decírmelo personalmente. Habrías podido pedirme que fuera a tu despacho para hablar contigo; tampoco te habría costado nada invitarme a almorzar o a cenar para darme la noticia. ¿O acaso eres tan mezquino como desleal y cobarde? Quizá temías quedar en ridículo si empezaba a gritar en el restaurante. Soy demasiado dura para eso, como ya comprobarás. Tu rechazo de Muerte en la isla del Paraíso no habría sido menos injusto, injustificado e ingrato, pero al menos habría podido decirte todo esto a la cara. Y ahora ni siquiera puedo hablar contigo por teléfono. No me extraña; esa condenada mujer, la señorita Blackett, sirve muy bien para interceptar llamadas, ya que no para otra cosa. En fin, al menos eso demuestra que incluso tú eres capaz de sentir vergüenza.

¿Tienes la menor idea de lo que he hecho por la Peverell Press, desde mucho antes de que tú tuvieras ningún poder? ¡Y qué día desastroso para la empresa resultó ése! He escrito un libro al año durante treinta años, todos con buenas ventas, y si el último no se vendió como era de esperar, ¿quién tiene la culpa? ¿Qué habéis hecho para promocionarme con el vigor y el entusiasmo que exige mi reputación? Hoy he de ir a Cambridge para firmar ejemplares. ¿Quién convenció a la librería para que organizara el acto? Yo. E iré sola, como de costumbre. La mayoría de los editores se preocupa de que sus autores principales vayan adecuadamente acompañados y reciban la debida atención. Pero, pese a todo, estarán mis seguidores, y comprarán. Tengo lectores fieles que acuden a mí para que les proporcione lo que por lo visto ningún otro escritor de misterio les proporciona: una trama interesante, bien escrita y sin esa mezcla de sexo, violencia y lenguaje obsceno que, según parece, crees que pide el público de hoy. Bien, pues no es así. Si tienes tan poca idea de lo que realmente quieren los lectores, harás quebrar a la Peverell Press aun antes de lo que predice el mundo editorial.

Naturalmente, tendré que estudiar la mejor manera de proteger mis intereses. Si me paso a otro editor, pienso llevarme conmigo mis anteriores obras; no creas que puedes arrojarme por la borda y seguir aprovechándote de ese valioso material. Y otra cosa: esos misteriosos percances que se producen en la Peverell Press no empezaron hasta que tú ocupaste el cargo de director gerente. Yo en tu lugar iría con cuidado. Ya ha habido dos muertes en Innocent House.

– Me gustaría saber si esto es también un borrador previo y si llegó a enviar la versión definitiva -comentó Kate-. Por lo general escribía sus cartas a máquina, pero aquí no hay ninguna copia al carbón. Si la echó al correo, quizá pensó que causaría más efecto escrita a mano. Esta podría ser la copia.

– La carta no estaba entre la correspondencia que Gerard Etienne tenía en su despacho. Yo diría que no la envió. En lugar de eso, acudió a Innocent House para hablar con él y, viendo que no iba a serle posible, se marchó a Cambridge para firmar libros, descubrió que el acto se había suspendido por indicación de la Peverell Press, regresó a Londres en un estado de gran indignación y decidió ir a ver a Etienne a la caída de la tarde. Parece ser que casi todo el mundo sabía que los jueves se quedaba a trabajar hasta la noche. Es posible que telefoneara para anunciarle que iba hacia allí; bien mirado, Etienne difícilmente podía impedírselo. Y si llamó por su línea particular, la llamada no tuvo que pasar por la señorita Blackett.

Kate observó:

– Si se llevó el primer papel consigo, es curioso que no cogiera también esta carta y se la entregara personalmente. Aunque supongo que es posible que lo hiciera y que luego Etienne la rompiera o el asesino la encontrara y la destruyera.

– Me parece improbable -objetó Dalgliesh-. Creo más probable que se llevara la invectiva dirigida a los socios, quizá con la intención de clavarla en el tablón de anuncios de la sala de recepción. De esta manera podrían verla no sólo los socios, sino todos los miembros del personal y los visitantes.

– No creo que la dejaran ahí a la vista, señor.

– Claro que no. Pero seguramente ella esperaba que la vieran unas cuantas personas antes de que llegara a conocimiento de los socios.

»Eso al menos provocaría cierto revuelo. Es probable que la invectiva sólo fuera el primer golpe de su campaña de venganza. Debió de pasar unas horas muy malas cuando se enteró de que Gerard había muerto. Si realmente dejó la nota en la sala de recepción, y tal vez también el original de la novela, su presencia demostraría que había estado en Innocent House aquella noche cuando la mayoría del personal ya se había marchado a casa. Sin duda esperaba nuestra llegada, dado que la presencia de la nota la convertía en uno de los principales sospechosos. Entonces se le ocurre preparar una coartada con Daisy. Pero, cuando al fin llega la policía, no se habla para nada de la nota; eso quiere decir que, o bien no hemos comprendido su importancia, lo cual es poco probable, o bien alguien la ha retirado. Y entonces la persona que quitó la nota del tablón de anuncios la llama para tranquilizarla. Y en efecto la tranquiliza, porque Carling cree estar hablando con un aliado, hombre o mujer, no con un asesino.

– Todo encaja, señor. Es lógico y verosímil.

– Es simple conjetura de principio a fin, Kate. No se sostendría ante un tribunal. Es una teoría ingeniosa que cuadra con todos los datos que conocemos hasta el momento, pero es circunstancial. Sólo tenemos un detalle que tiende a corroborarla: si Carling colgó la falsa nota de suicidio en el tablón de anuncios antes de marcharse de Innocent House, el papel mostraría la huella de una o más chinchetas. ¿Fue éste el motivo de que la recortaran tan pulcramente antes de ensartarla en la barandilla?

En el escritorio apenas había ninguna otra cosa de interés. La señora Carling recibía pocas cartas o, si las recibía, las destruía. Entre las que conservaba había un fajo de sobres de correo aéreo atados con una cinta y guardados en una de las casillas. Eran de una amiga que residía en Australia, una tal Marjorie Rampton, pero la correspondencia se había ido volviendo cada vez más rutinaria con el paso del tiempo hasta extinguirse gradualmente. Aparte de eso, había fajos de cartas de admiradores, todas con una copia al carbón de la respuesta unida a la carta original. Era evidente que la señora Carling se tomaba considerables molestias para satisfacer a sus lectores. En el cajón superior del escritorio había una carpeta con el rótulo «Inversiones» que contenía varias cartas de su agente de bolsa; al parecer, poseía un capital de poco más de 32.000 libras, juiciosamente invertidas en valores de primer orden y acciones de interés variable. En otra carpeta había una copia de su testamento. Era un documento breve, por el que legaba una manda de 5.000 libras a la Fundación de Escritores y a un club de escritores de misterio, y el grueso de sus posesiones a la amiga de Australia. Otra carpeta contenía documentos relacionados con su divorcio, que había tenido lugar hacía quince años; tras un examen rápido, Dalgliesh vio que había sido un asunto duro, pero, desde el punto de vista de ella, no especialmente ventajoso. Los pagos eran pequeños y se interrumpían con la muerte de Raymond Carling, acaecida hacía cinco años. Y eso era todo. El contenido del escritorio confirmó lo que Dalgliesh ya sospechaba: aquella mujer vivía para su trabajo. Si se lo quitaban, ¿qué le quedaba?