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Velma Pitt-Cowley, la agente literaria de la señora Carling, se había comprometido a acudir al apartamento a las once y media, pero llegó con seis minutos de retraso. Apenas hubo cruzado el umbral, resultó evidente que no estaba de muy buen humor. Cuando Kate le abrió la puerta, irrumpió en la habitación a una velocidad que parecía dar a entender que era ella quien había debido esperar, se dejó caer en el primer sillón que encontró y se inclinó para desprenderse del hombro la cadena dorada del bolso y depositar sobre la alfombra una abultada cartera. Sólo entonces se dignó conceder alguna atención a Kate y Dalgliesh. Pero, cuando lo hizo y su mirada encontró la de Dalgliesh, su estado de ánimo cambió sutilmente y sus primeras palabras demostraron que estaba dispuesta a mostrarse amable.

– Lamento llegar tarde y con tantas prisas, pero ya saben lo que son las cosas. Tuve que pasar antes por la oficina y he quedado para almorzar en el Ivy a la una menos cuarto. Es una cita bastante importante, a decir verdad. El escritor con el que debo reunirme ha venido ex profeso de Nueva York esta mañana. Y luego surgieron otras cosas, como ocurre siempre que asomas la cabeza por la oficina. Hoy en día no se le pueden confiar a nadie las tareas más sencillas. Salí en cuanto pude, pero el taxista se metió en un atasco en Theobalds Road. Dios mío, qué tragedia la pobre Esmé. ¡Una verdadera tragedia! ¿Qué ocurrió? Se ahogó ella misma, ¿verdad? Se ahogó, o se ahorcó, o las dos cosas a la vez. Es terrible, de veras.

Tras haber expresado la adecuada consternación, la señora Pitt-Cowley se acomodó en el sillón con mayor prestancia y se recogió la falda del distinguido traje negro casi hasta la entrepierna, mostrando unas piernas muy largas y bien formadas, enfundadas en unas medias tan finas que apenas daban un lustre apagado a los pronunciados huesos. Era evidente que se había vestido con cuidado para la cita de la una menos cuarto, y Dalgliesh se preguntó qué cliente, actual o en potencia, merecía una elegancia que combinaba sabiamente la competencia profesional con el atractivo sexual. Bajo la chaqueta de buen corte, con su hilera de botones de latón, llevaba una camisa de seda de cuello alto. Un sombrero de terciopelo negro, atravesado por una flecha dorada en la parte delantera, le cubría la cabellera de color castaño claro, cortada formando un flequillo que le llegaba justo a la altura de las gruesas cejas y bien cepillada a los lados en espesos mechones que le caían casi hasta los hombros. Al hablar, gesticulaba; los dedos, largos y bien provistos de anillos, trazaban incesantes dibujos en el aire, como si estuviera comunicándose con sordos, y de vez en cuando se le encogían los hombros en un espasmo súbito. Paradójicamente, los ademanes no parecían guardar ninguna relación con sus palabras, y Dalgliesh conjeturó que esa afectación no era tanto un síntoma de nerviosismo o inseguridad como un truco concebido en principio para atraer la atención hacia sus notables manos, pero que había llegado a convertirse en un hábito inquebrantable. Su irritación inicial le había sorprendido; según su experiencia, las personas relacionadas con un asesinato espectacular, siempre que no se afligieran por la víctima ni se sintieran amenazadas por la investigación policial, solían gozarse en la emoción indirecta de su roce con la muerte violenta y la notoriedad de estar en el caso. Estaba acostumbrado a encontrar miradas ligeramente avergonzadas, pero ávidas de curiosidad. El mal humor y la preocupación por los propios asuntos al menos representaban un cambio.

La mujer recorrió la habitación con la mirada y se fijó en el escritorio abierto y el montón de papeles que había sobre la mesa.

– Dios mío, es demasiado horrible estar sentada aquí, en su piso, y que ustedes tengan que registrar sus cosas -comentó-. Ya sé que deben hacerlo, que es su trabajo, pero me produce una sensación extraña. Parece que está más presente ahora que cuando aún vivía aquí. Tengo la impresión de que en cualquier momento voy a oír su llave en la cerradura y que entrará, nos encontrará así, sin haber sido invitados, y armará un escándalo.

– La muerte violenta destruye la intimidad, me temo -respondió Dalgliesh-. ¿Solía armar muchos escándalos?

La señora Pitt-Cowley prosiguió como si no le hubiera oído.

– ¿Sabe lo que de veras me gustaría ahora? Lo que de veras necesito es un buen café solo muy cargado. ¿No habría ninguna posibilidad de conseguirlo?

Era a Kate a quien miraba, y fue Kate quien contestó.

– Hay un bote de café en grano en la cocina y un envase de leche sin abrir en el frigorífico. Estrictamente hablando, supongo que necesitaríamos el permiso del banco, pero dudo mucho que nadie proteste.

En vista de que Kate no hacía ademán de ir hacia la cocina, Velma le dirigió una larga mirada especulativa, como si estuviera evaluando la posible capacidad de fastidiar de una mecanógrafa nueva. Luego, con un encogimiento de hombros y un revoloteo de dedos, optó por la prudencia.

– Será mejor dejarlo, supongo, aunque ella ya no lo va a necesitar, ¿verdad? En realidad, no puedo decir que me apetezca beberlo en una de sus tazas.

– Está claro que para nosotros es importante saber todo lo posible acerca de la señora Carling -intervino Dalgliesh-. Por eso le agradecemos que esté aquí con nosotros esta mañana. Su muerte debe de haberle producido una conmoción y comprendo que no le habrá resultado fácil venir, pero es importante.

La voz y la mirada de la señora Pitt-Cowley expresaron una apasionada intensidad.

– Oh, eso ya lo veo. Quiero decir que comprendo perfectamente que deben hacer preguntas. Por supuesto, les ayudaré en lo que pueda. ¿Qué quiere saber?

– ¿Cuándo se ha enterado de la noticia?

– Esta mañana, poco después de las siete, antes de que ustedes me llamaran para pedirme que viniera aquí. Me telefoneó Claudia Etienne; me despertó, a decir verdad. No es precisamente una noticia agradable para empezar la jornada. Habría podido esperar, pero supongo que no quería que lo leyera en el periódico de la tarde o que me enterase al llegar a la oficina; ya sabe con qué velocidad circulan los rumores en esta ciudad. Después de todo, soy la agente de Esmé, o más bien lo era, y supongo que Claudia pensó que debía ser la primera en saberlo y que le correspondía a ella decírmelo. Pero ¡Esmé suicidarse! Es extraño. Es lo último que me esperaba que hiciera. Aunque, claro, fue lo último que hizo. Oh, Dios, lo siento. En un momento así, nada de lo que se dice parece adecuado.

– Entonces, ¿le sorprendió la noticia?

– ¿No sorprende siempre? Quiero decir que, incluso cuando una persona que ha amenazado con suicidarse lo hace de verdad, siempre resulta sorprendente, un poco irreal. ¡Pero Esmé! Y de la manera en que lo hizo, además; quiero decir que no es precisamente la manera más cómoda de irse. Claudia no parecía saber muy bien cómo había muerto. Sólo me dijo que se había colgado de la barandilla de Innocent House y que el cuerpo se encontró bajo el agua. ¿Se ahogó, se ahorcó o qué exactamente?