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Dalgliesh respondió:

– Es posible que la señora Carling muriese ahogada, pero no conoceremos la causa de la muerte hasta que se realice la autopsia.

– Pero ¿fue un suicidio? Quiero decir, ¿están seguros de eso?

– Todavía no estamos seguros de nada. ¿Se le ocurre alguna razón por la que la señora Carling hubiera podido querer quitarse la vida?

– Le afectó mucho que la Peverell Press rechazara Muerte en la isla del Paraíso-, supongo que está enterado de eso. Pero estaba más enojada que deprimida. Estaba furiosa, a decir verdad. No me habría extrañado que intentara vengarse de ellos de alguna manera, pero desde luego no suicidándose. Además, hacen falta agallas. No quiero decir que Esmé fuera cobarde, pero…, no sé, no la veo ahorcándose ni tirándose al río. ¡Vaya forma de morir! Si realmente quería quitarse la vida, hay maneras más fáciles. Fíjese en Sonia Clements, por ejemplo. Ya sabe usted lo que sucedió, naturalmente: Sonia se mató con pastillas y alcohol. Es lo que elegiría yo, y hubiera dicho que también Esmé.

– Pero como protesta pública es menos eficaz -repuso Kate.

– No es tan espectacular, de acuerdo, pero ¿de qué sirve una protesta pública espectacular si no estás ahí para ver los efectos? No, si Esmé hubiera querido matarse lo habría hecho en la cama, con sábanas limpias, flores en el dormitorio, su mejor camisón y una digna nota de despedida en la mesilla de noche. ¡Menuda era ella para las apariencias!

Kate recordó las habitaciones de suicidas a las que había debido acudir, el vómito, la ropa de cama sucia, el cadáver rígido y grotesco, y pensó que el suicidio rara vez era tan digno en la práctica como en la imaginación. Preguntó:

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– A última hora de la tarde del día siguiente a la muerte de Gerard Etienne. Debió de ser el viernes quince de octubre.

– ¿Aquí o en su oficina? -preguntó Dalgliesh.

– Aquí, en esta habitación. De hecho, fue una casualidad. Quiero decir que no tenía pensado venir a verla. Tenía una cena con Dicky Mulchester, de Herne & Illingworth, para hablar de un cliente, y se me ocurrió que su editorial podía estar interesada en Muerte en la isla del Paraíso. Era una posibilidad remota, pero últimamente han cogido a unos cuantos escritores policíacos. Al pasar por aquí de camino al restaurante vi que había sitio para aparcar y pensé que podía subir y pedirle a Esmé su copia del original. Había menos tráfico del que suponía y disponía de unos diez minutos para hablar con ella. Aún no nos habíamos visto después de la muerte de Gerard. Es curioso, ¿verdad?, el modo en que las cosas más insignificantes deciden nuestros actos. Si no hubiera visto sitio libre, no creo que me hubiese detenido. Además, también me interesaba conocer la reacción de Esmé ante la muerte de Gerard. Claudia no me había dicho gran cosa y pensé que seguramente Esmé podría darme más detalles. Siempre estaba al corriente de todos los rumores. Aunque ya le he dicho que no podía quedarme mucho tiempo; el motivo principal de mi visita era recoger el manuscrito.

– ¿Cómo la encontró? -preguntó Dalgliesh.

La señora Pitt-Cowley no respondió de inmediato. Su expresión se tornó pensativa y sus manos inquietas se apaciguaron momentáneamente. Dalgliesh pensó que estaba evaluando la entrevista a la luz de los acontecimientos posteriores, y que quizá la encontraba más significativa de lo que le había parecido en su momento.

– Ahora que lo pienso -respondió al fin-, creo que se comportó de una manera más bien extraña. Yo suponía que querría hablar de Gerard, de cómo y por qué murió, si había sido o no un asesinato, pero se negó en redondo a comentarlo. Dijo que era demasiado atroz y doloroso, que había publicado en la Peverell Press desde hacía treinta años y que, por mal que la hubieran tratado, la muerte de Gerard la había afectado profundamente. Bueno, nos había afectado a todos, pero me sorprendió que Esmé se lo tomara de un modo tan personal. Luego me dijo que tenía una coartada para la tarde y la noche anteriores; por lo visto, estuvo todo el tiempo con la hija de una vecina. Recuerdo que en su momento me pareció un poco extraño que se molestara en contármelo; después de todo, nadie iba a acusarla de estrangular a Gerard con una serpiente, o como quiera que muriese. Ah, y recuerdo que me preguntó si yo creía que los socios cambiarían de opinión acerca de La isla del Paraíso ahora que Gerard había muerto. Siempre lo había considerado el principal responsable del rechazo. Le dije que yo no confiaría demasiado en ello, que seguramente había sido una decisión de todo el comité de edición y que, de todos modos, los socios no querrían oponerse a los deseos de Gerard ahora que estaba muerto. Entonces comenté que tal vez a Herne & Illingworth le interesaría editarla y le pedí que me prestara su original. También ahí reaccionó de una manera curiosa. Me dijo que no sabía dónde lo tenía. Lo había estado buscando esa misma mañana y no lo había encontrado. Luego me dijo que estaba demasiado trastornada por la muerte de Gerard para pensar tan pronto en La isla del Paraíso. Me resultó difícil creerlo; después de todo, no hacía ni dos minutos que me había preguntado si yo creía que los socios cambiarían de opinión y aceptarían la novela. No creo que tuviera el manuscrito. O, si lo tenía, no quería dármelo. Me fui poco después. En total, estuve aquí unos diez minutos.

– ¿Y no volvió a hablar con ella?

– No, ni una sola vez. Es extraño, ahora que lo pienso. Después de todo, Gerard Etienne era su editor, y habría sido normal que viniera a mi oficina aunque sólo fuese para charlar. Por lo general, no te la podías quitar de encima.

– ¿Cuánto hacía que era usted su agente? ¿La conocía bien?

– Menos de dos años, en realidad. Pero sí, incluso en ese breve período de tiempo llegué a conocerla bastante bien; ya se encargó ella de que así fuera. A decir verdad, la heredé. Su anterior agente era Marjorie Rampton, que la había representado desde que escribió su primer libro. De eso hace treinta años. Estaban muy unidas. Con frecuencia suele haber una amistad personal entre agente y escritor; no puedes esforzarte al máximo por un cliente si no lo aprecias personalmente además de respetar su obra. Pero lo de Marge y Esmé iba más lejos. No me interprete mal, le estoy hablando de amistad. No pretendo insinuar nada…, bueno, nada sexual. Las dos eran viudas, sin hijos, y supongo que tenían muchas cosas en común. Solían ir de vacaciones juntas y creo que Esmé le pidió a Marge que fuera su albacea literaria. Eso va a ser un trastorno, si no cambió el testamento: Marge se marchó a Australia para vivir con sus sobrinas en cuanto me vendió la agencia y todavía sigue allí, que yo sepa.

– Háblenos de Esmé Carling -le pidió Dalgliesh-. ¿Qué clase de mujer era?

– Dios mío, esto es horrible. ¿Qué puedo decirle? Parece desleal, incluso indecoroso, criticarla ahora que ha muerto, pero no puedo fingir que era agradable. Era uno de esos clientes que constantemente están llamando por teléfono o presentándose en la oficina. Nunca encuentran nada bien. Siempre creen que podrías hacer más por ellos, obtener un adelanto más sustancioso del editor, vender los derechos para el cine, conseguirles una serie de televisión. En mi opinión, le dolió perder a Marge y creía que yo no le prestaba toda la atención que su genio merecía, pero en realidad le dedicaba más tiempo del que merecía. La verdad es que tengo otros clientes, y la mayoría de ellos mucho más provechosos.