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– ¿Le causaba más molestias de las que valía la pena tomarse por ella? -sugirió Kate.

La señora Pitt-Cowley le dedicó una mirada especulativa y desdeñosa.

– Yo no habría utilizado esas palabras, pero, si quiere saber la verdad, no me habría partido el corazón que se hubiera buscado otro agente. Miren, no me gusta tener que decir esto, pero cualquiera de la oficina les dirá lo mismo. En gran parte eso era debido a la soledad: echaba de menos a Marge y le dolía que la hubiera abandonado. Pero Marge era una buena pieza. A la hora de elegir entre sus preciosas sobrinas y Esmé, no tuvo que pensárselo. Y creo que Esmé se daba cuenta de que se le estaba agotando el talento. Se avecinaban grandes problemas. Que la Peverell Press rechazara Muerte en la isla del Paraíso sólo era el comienzo.

– ¿Fue cosa de Gerard Etienne?

– Básicamente, sí. En la Peverell Press se hacía lo que Etienne quería. Pero dudo que ningún otro socio estuviera muy interesado en conservarla, salvo quizá James de Witt, y De Witt no pinta mucho en la Peverell. Llamé en cuanto recibí la carta de Gerard y armé una escandalera, naturalmente, pero no sirvió de nada. Y sinceramente, la última novela no estaba a la altura, ni siquiera a su altura habitual. ¿Conoce usted su obra?

Dalgliesh respondió con cautela.

– La he oído mencionar, por supuesto, pero nunca he leído nada de ella.

– No era tan mala. Quiero decir que era capaz de escribir una prosa coherente, y eso ya es bastante raro hoy en día. De no ser así, la Peverell Press no habría publicado su obra. Era irregular. Justo cuando pensabas: «Dios mío, no puedo seguir leyendo este tostón», te encontrabas un fragmento realmente bueno y de pronto el libro cobraba vida. Y había tenido una idea original para su detective, o sus detectives, mejor dicho. Se trata de un matrimonio jubilado, los Mainwaring, Malcolm y Mavis. Él es un director de banco retirado y ella había sido maestra. Estaba muy bien pensado. Con el envejecimiento general de la población, llegaba bien al público; la identificación del lector y todo eso. Una pareja de jubilados aburridos que se lanza tras las pistas, con tiempo de sobra para hacer del asesinato su afición; toda una vida de experiencia para tomarle la delantera a la policía, la sabiduría de la vejez que se impone a la insensata inmadurez de la juventud…, este tipo de cosas. Está bien un detective con un poco de artritis, para variar. Pero empezaban a cansar; los Mainwaring, quiero decir. Esmé tuvo la brillante idea de hacer que Malcolm se liara con las sospechosas jóvenes, y Mavis tenía que ir a rescatarlo de sus enredos. Supongo que pretendía dar un aire de amenidad, pero la cosa ya resultaba cargante. Quiero decir, el sexo geriátrico está bien si es lo que a uno le interesa, pero el público no lo quiere en las novelas populares y Esmé se estaba volviendo cada vez más explícita. Lencería fina con sangre. No es su mercado, realmente. No va con el personaje de Malcolm Mainwaring. Y, por supuesto, no sabía inventar argumentos. Dios mío, detesto tener que decirlo, pero no sabía. Ha dicho usted que quería la verdad. Solía robar ideas de otros autores, sólo autores muertos, naturalmente, y les daba su toque personal. Empezaba a resultar un poco evidente. Eso fue lo que le dio a Gerard Etienne la oportunidad de rechazar Muerte en la isla del Paraíso: dijo que era una lectura aburrida y que las únicas partes que no lo eran se parecían demasiado a Asesinato bajo el sol, de Agatha Christie. Creo que incluso llegó a pronunciar la temida palabra «plagio». Luego, naturalmente, estaba el otro problema de Esmé, que no facilitaba el trato con ella.

Velma esbozó en el aire el contorno de la catedral de San Pablo, con cúpula y todo, y terminó haciendo el gesto de llevarse un vaso a los labios.

– ¿Está diciendo que era alcohólica?

– Iba camino de serlo. Empezaba a fallarle la cabeza a partir del mediodía. Y en los últimos seis meses había empeorado bastante.

– Entonces, ¿no ganaba mucho dinero?

– Nunca ganó mucho dinero. Esmé nunca estuvo en la primera división. Aun así, le iba bien hasta hace cosa de tres años. Podía vivir de sus libros, que es más de lo que pueden decir muchos escritores. Tenía un buen número de fieles aficionados [1] que habían madurado con los Mainwaring, pero a medida que iban muriendo no atraía a lectores jóvenes. El año pasado se produjo un gran bajón en las ventas de las ediciones de bolsillo. Me temía que íbamos a perder ese contrato.

– Lo cual supongo que explica que viviera en este piso -comentó Kate-. No es precisamente un lugar de prestigio.

– Bien, a ella le convenía. Es una vivienda de protección oficial con un alquiler bajo, quiero decir realmente bajo. Habría tenido que estar loca para dejarlo. De hecho, me contó que estaba ahorrando para comprarse una casita de campo en los Cotswolds o en Herefordshire; supongo que ya se veía entre las rosas y las glicinias. Personalmente, creo que se habría muerto de aburrimiento. Ya he visto otros casos.

Dalgliesh preguntó:

– Escribía novelas policíacas, relatos de misterio. ¿Le parece que hubiera podido verse en el papel de detective aficionado, intentar resolver ella misma un crimen, si se cruzaba uno en su camino?

– ¿Se refiere usted a meterse con un asesino de verdad, con quien sea que mató a Etienne? Tendría que estar loca. Esmé no era una gran lumbrera, pero tampoco era idiota. No digo que no se atreviera; tenía muchas agallas, sobre todo después de tomarse un par de whiskis, pero eso habría sido una idiotez.

– Quizá no creyera que estaba tratando con el asesino. Suponiendo que se le hubiera ocurrido una idea sobre el asesinato, ¿sería más probable que nos la expusiera o que se sintiese tentada de investigar un poco por su cuenta?

– Quizá se inclinara por lo segundo, si consideraba que no había peligro y que podía sacar algún beneficio del asunto. Sería todo un triunfo, ¿no cree? Me refiero a la publicidad que obtendría: «Novelista de misterio aventaja a Scotland Yard.» Sí, me la imagino pensando algo parecido. Pero ¿insinúa usted que realmente intentó hacer algo así?

– Me interesaba saber si, a su juicio, hubiera podido hacerlo.

– Digamos que no me sorprendería. Le fascinaban los crímenes de la vida real, las investigaciones, los juicios por asesinato, ese tipo de cosas. Bueno, sólo tiene que echarle un vistazo a su biblioteca. Y tenía un alto concepto de su propia inteligencia. Además, puede que no fuera consciente del riesgo; no creo que tuviera mucha imaginación, no en lo que se refiere a la vida real. De acuerdo, ya sé que parece extraño decir eso de una novelista, pero había vivido tanto tiempo entre asesinatos de ficción que no creo que se diera cuenta de que los asesinatos de la vida real son distintos, que no son algo que se pueda controlar, convertir en argumento y resolver limpiamente en el último capítulo. Y no llegó a ver el cadáver de Gerard Etienne, ¿verdad? No creo que hubiera visto un muerto en su vida. Sólo podía imaginárselo, y seguramente la muerte no le parecía más real y pavorosa que sus restantes imaginaciones. ¿Estoy yendo demasiado lejos? Quiero decir, avíseme si empiezo a decir los más completos disparates.

Realizando una complicada maniobra con las manos, la señora Pitt-Cowley le dirigió una mirada de histriónica sinceridad que no logró ocultar del todo una penetrante expresión inquisitiva. Dalgliesh se dijo que no debía subestimar su inteligencia.

– No son disparates -le aseguró-. ¿Qué ocurrirá ahora con su último libro?

– Bueno, no creo que la Peverell Press quiera aceptarlo. Sería distinto, por supuesto, si Esmé hubiera muerto asesinada: un doble asesinato, editor y autora brutalmente eliminados en menos de quince días. Con todo, incluso el suicidio tiene un valor publicitario, sobre todo si es espectacular. Supongo que podré negociar un contrato satisfactorio con alguien.

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[1] En español en el original. (N. del T.)