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Dalgliesh se sintió tentado de decir: «Es una lástima que ya no exista la pena de muerte en nuestro país. Podría hacerse coincidir la fecha de publicación con la de la ejecución.»

Como si le hubiera leído el pensamiento, la señora Pitt-Cowley pareció azorarse por unos instantes, pero enseguida se encogió de hombros y prosiguió:

– Pobre Esmé. Si realmente tuvo la brillante idea de obtener publicidad gratuita, no cabe duda que lo consiguió. Lástima que no pueda aprovecharla. Pero es una suerte para sus herederos.

«Y para ti también», pensó Kate.

– ¿Sabe quién heredará su dinero? -le preguntó.

– No, nunca me lo dijo. Como ya les he explicado, Marge era su albacea, o una de sus albaceas. Pero me alegra poder decir que en ningún momento sugirió traspasarme ese privilegio cuando me hice cargo de la agencia. Claro que tampoco lo hubiera aceptado. Hice mucho por Esmé, pero todo tiene sus límites. Sinceramente, no se hacen ustedes idea de lo que exigen muchos autores: buscarles encargos, hacerlos aparecer en tertulias de la televisión, darle de comer al gato cuando se van de vacaciones, cogerles de la mano cuando se divorcian… Por un diez por ciento de las ventas nacionales pretenden que seas su agente, su enfermera, su confidente, su amiga, todo. Lo que sí sé es que no tenía familia; su ex marido tiene una hija y nietos no sé dónde, en Canadá, me parece, aunque no creo que Esmé les haya dejado nada. Pero tiene que haber algún dinero, de eso no cabe duda, y yo diría que lo recibirá Marge. A lo mejor puedo negociar una reedición de sus primeras novelas.

– Una cliente provechosa, a fin de cuentas -observó Dalgliesh-. Después de muerta, ya que no en vida.

– Bien, la vida tiene estas cosas, ¿no?

Y con este comentario a modo de conclusión, la señora Pitt-Cowley consultó su reloj y se inclinó para recoger el bolso y la cartera.

Pero Dalgliesh aún no estaba dispuesto a dejarla marchar.

– Supongo que la señora Carling le contaría lo de la suspensión de su sesión de firma de libros en Cambridge -comentó.

– ¡Que si me lo contó! De hecho, me llamó desde la librería. Intenté hablar con Gerard Etienne, pero supongo que estaría almorzando. Luego, por la tarde, me puse en contacto con él. Esmé estaba absolutamente rabiosa y no decía más que incoherencias. Quiero decir auténticas incoherencias. Y con toda la razón, por supuesto. La Peverell Press tiene muchas explicaciones que dar. Lo sentí por la gente de la librería, porque Esmé se desahogó con ellos, aunque difícilmente se les puede echar la culpa. Como máximo, supongo que se podría aducir que hubieran debido llamar a la Peverell Press en cuanto recibieron el fax para asegurarse de que no era una broma, y probablemente lo habrían hecho si la editorial no hubiera mantenido tan en secreto los problemas que estaba teniendo. Cuando llegó el fax, el director había salido, y la chica que lo recibió supuso que la cosa iba en serio. Bien, y eso es cierto en el sentido de que procedía de la Peverell Press. Para tranquilizar a Esmé, le prometí que yo misma me ocuparía de aclarar las cosas con Gerard, y lo habría hecho de no ser por el asesinato. Eso situó las quejas de Esmé en otra perspectiva. Aún tengo intención de discutir el asunto con la empresa, pero hay un momento y un lugar para cada cosa. ¿Puedo irme ya? No quiero llegar tarde a la cita.

– Sólo me quedan por hacer unas pocas preguntas -respondió Dalgliesh-. ¿Cuál era su relación con Gerard Etienne?

– ¿Se refiere a mi relación profesional?

– Su relación.

Velma Pitt-Cowley permaneció unos instantes en completo silencio. La vieron sonreír levemente, con una expresión que era a la vez lúbrica y rememorativa. Por fin dijo:

– Era profesional. Supongo que hablábamos por teléfono un par de veces al mes, por término medio. Cuando murió, hacía unos cuatro meses que no nos veíamos. Una vez me acosté con él. Fue hace cosa de un año. Los dos asistimos a una fiesta en el río. Los dos nos quedamos hasta el amargo final. Era casi medianoche y yo estaba bastante bebida. A Gerard la bebida no le iba, no soportaba perder el control. Se ofreció a llevarme a casa y la noche terminó de la manera habitual. No volvió a suceder.

– ¿Alguno de los dos lo habría deseado? -intervino Kate.

– Creo que no. Al día siguiente me mandó un ramo de flores espectacular. Gerard no era precisamente sutil, pero supongo que siempre es mejor que dejar cincuenta libras en la mesilla de noche. No, yo no quería que se repitiera; tengo un saludable instinto de conservación y no voy por ahí invitando a que me rompan el corazón. Pero he creído que debía mencionarlo. En la fiesta había mucha gente que pudo adivinar cómo terminaría la noche. Sabe Dios cómo se divulgan estas cosas, pero siempre acaban sabiéndose. Por si les interesa, los acontecimientos de esa noche y, sobre todo, los de la mañana siguiente que recuerdo con mayor claridad, me dejaron bien dispuesta hacia él y no al contrario. Pero no tan bien dispuesta como para propiciar un segundo encuentro. Supongo que querrán preguntarme dónde estaba la noche en que murió.

Dalgliesh respondió con expresión grave:

– Nos sería útil saberlo, señora Pitt-Cowley.

– Es curioso, pero estuve en aquella lectura de poesía en que participó Gabriel Dauntsey, en el Connaught Arms. Me marché poco después de que él terminara su intervención. Había ido en compañía de un poeta, o de alguien que se hace llamar poeta, y él quería quedarse, pero yo ya estaba harta de ruido, sillas incómodas y humo de tabaco. A esas alturas todo el mundo había bebido bastante y la fiesta no daba señales de terminar. Me marché hacia las diez, creo, y volví directamente a casa en mi coche, así que no tengo coartada para el resto de la noche.

– ¿Y anoche?

– ¿Cuando murió Esmé? Pero si fue un suicidio, usted mismo lo ha dicho.

– Sea cual fuere la manera en que murió, es útil saber dónde estaba la gente en ese momento.

– Pero si no sé cuándo murió. Estuve en la oficina hasta las seis y media y luego me marché a casa. Pasé toda la noche en casa, y sola. ¿Es eso lo que quería saber? Mire, comandante, de veras tengo que irme.

Dalgliesh la retuvo.

– Las dos últimas preguntas. ¿Sabe cuántas copias había del original de Muerte en la isla del Paraíso, y si la de la señora Carling tenía algún rasgo distintivo?

– Creo que habría unas ocho en total. Tuve que enviar cinco a la Peverell Press, una para cada uno de los socios. No sé por qué no podían fotocopiar el manuscrito ellos mismos, pero lo querían así. Yo sólo tenía un par de copias. Esmé siempre se hacía encuadernar su copia en azul celeste. Un original encuadernado no resulta muy práctico para trabajar; de hecho, es una maldita molestia. Los editores y los correctores prefieren recibir el manuscrito grapado por capítulos o con las hojas completamente sueltas. Pero Esmé siempre se hacía encuadernar su ejemplar.

– Y cuando vino a ver a la señora Carling el día quince de octubre, la tarde siguiente a la muerte de Gerard Etienne, ¿le dio la impresión de que se sentía reacia a entregarle su original y que por eso fingía, quizá, no saber dónde estaba, o más bien de que en realidad ya no se hallaba en su posesión?

La señora Pitt-Cowley, como si reconociera la importancia de la pregunta, tardó algún tiempo en contestar.

– ¿Cómo puedo saberlo? -dijo al fin-. Pero recuerdo que mi petición la desconcertó. Creo que estaba turbada. Y, la verdad, no se me ocurre cómo hubiera podido perder de vista el manuscrito; no solía tratar con descuido las cosas que eran importantes para ella, y tampoco es que el piso sea tan grande. Además, ni siquiera se molestó en buscarlo. Puestos a hacer conjeturas, yo diría que ya no tenía el manuscrito en su poder.

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