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Cuando regresaron al coche, Dalgliesh anunció:

– Conduciré yo, Kate.

Ella ocupó el asiento de la izquierda y se abrochó el cinturón sin decir nada. Le gustaba conducir y sabía que lo hacía bien, pero cuando Dalgliesh, como era el caso, decidía encargarse él mismo, le complacía sentarse a su lado en silencio y contemplar de vez en cuando las manos fuertes y sensibles que se apoyaban ligeramente sobre el volante. Mientras cruzaban el puente de Hammersmith le dirigió una fugaz mirada de soslayo y vio en su rostro una expresión que conocía muy bien: un ensimismamiento reservado y severo, como si estuviera soportando con estoicismo algún dolor personal. Cuando entró a formar parte de su equipo, Kate creía que esa expresión era de ira controlada, y le asustaba la mordedura repentina de frío sarcasmo que, sospechaba, era una de sus defensas contra la falta de control y que sus subordinados habían llegado a temer. En el transcurso de las últimas dos horas y media habían obtenido información vital y Kate, aunque se sentía impaciente por conocer la reacción de Dalgliesh, se guardaba bien de romper el silencio. Él conducía tranquilo, con la acostumbrada competencia, y resultaba difícil creer que parte de su mente estuviera en otro lugar. ¿Le preocupaba quizá la vulnerabilidad de la niña, mientras repasaba mentalmente sus declaraciones? ¿Reprimía hoscamente su indignación por la barbarie premeditada de la muerte de Esmé Carling, una muerte que ahora sabían había sido asesinato?

En otros oficiales de rango superior, esa expresión de reserva severa hubiera podido reflejar ira ante la incompetencia de Daniel. Si Daniel le hubiera sacado a la niña la verdad de lo ocurrido aquel jueves por la noche, quizás Esmé Carling aún seguiría convida. Pero ¿realmente podía considerarse incompetencia? Tanto Carling como la niña habían referido la misma historia, y era una historia convincente. Los niños solían ser buenos testigos y pocas veces mentían. Si le hubiera correspondido a ella entrevistar a Daisy, ¿lo habría hecho mejor? ¿Lo habría hecho mejor esta mañana, de no haber estado Dalgliesh presente? Dudaba mucho que Dalgliesh pronunciara ni una palabra de reproche, pero eso no impediría que Daniel se lo reprochara a sí mismo. Kate se alegraba de todo corazón de no hallarse en su pellejo.

Habían dejado atrás el puente de Hammersmith cuando Dalgliesh habló por fin.

– Creo que Daisy nos ha dicho todo lo que sabía, pero las omisiones son una frustración, ¿verdad? Una sola palabra más y todo sería muy distinto. La serpiente estaba ante la puerta. ¿Qué puerta? Oyó una voz. ¿Masculina o femenina? Alguien llevaba una aspiradora. ¿Hombre o mujer? Pero al menos no tenemos que apoyarnos en la inverosimilitud de esa nota de suicidio para estar seguros de que fue un asesinato.

Daniel estaba trabajando en el centro de operaciones instalado en la comisaría de Wapping. Kate, ante lo embarazoso de la situación, hubiera querido dejarlo a solas con Dalgliesh, pero era difícil hacerlo sin que la estratagema resultara demasiado evidente. Dalgliesh resumió en pocas palabras el resultado de sus visitas de esa mañana. Daniel se puso en pie. Su reacción, que a Kate le hizo pensar en un preso dispuesto a escuchar la sentencia, pareció instintiva. El rostro vigoroso de su compañero estaba muy pálido.

– Lo siento, señor. Hubiera debido desmontar esa coartada. Fue un grave error.

– Un error desdichado, sin duda.

– Debería decir, señor, que el sargento Robbins no quedó convencido. Desde el primer momento tuvo la sensación de que Daisy mentía y hubiera querido presionarla más.

Dalgliesh comentó:

– Con los niños nunca resulta fácil, ¿verdad? Si tuviera que producirse un enfrentamiento de voluntades entre Daisy y el sargento Robbins, no sé si no apostaría por Daisy.

A Kate le pareció interesante que Robbins no se hubiera fiado de la niña. Por lo visto, era capaz de combinar su creencia en la nobleza esencial del hombre con la renuencia a creer cualquier cosa que dijera un testigo. Quizá, puesto que era religioso, estaba más dispuesto que Daniel a creer en el pecado original. De todos modos, había sido generoso por parte de Daniel mencionar su incredulidad; generoso y, quizá, poniéndose cínica y conociendo al jefe, también prudente.

Como obstinadamente resuelto a ponerse en lo peor, Daniel añadió:

– Pero si no me hubiera convencido, Esmé Carling aún estaría viva.

– Puede ser. No se deje dominar demasiado por la culpa, Daniel. La persona responsable de la muerte de Esmé Carling es la persona que la mató. ¿Qué se sabe de la autopsia? ¿Algo inesperado?

– Muerte por inhibición vagal, señor. Murió en cuanto le apretaron la correa en torno al cuello. Cuando la metieron en el agua ya estaba muerta.

– Bien, al menos fue rápido. ¿Y la lancha? ¿Ha habido noticias de Ferris?

– Sí, señor, y buenas. -A Daniel se le iluminó la cara-. Ha encontrado algunas fibras minúsculas de tela enganchadas en una astilla de madera del suelo de la cabina. Son de color rosa, señor. La víctima llevaba una chaqueta de tweed rosa y mostaza. Con algo de suerte, el laboratorio podrá establecer una identificación.

Se miraron unos a otros. Kate se dio cuenta de que todos experimentaban la misma euforia contenida. Una pista física al fin, algo que podía etiquetarse, medirse, analizarse científicamente, presentarse como prueba ante un tribunal. Ya sabían por Fred Bowling que Esmé Carling no había estado en la lancha desde el verano anterior. Si las fibras coincidían, tendrían una prueba de que la habían matado en la lancha. Y si era así, ¿quién la había desplazado luego hasta el otro lado de los escalones? ¿Quién, si no el asesino?

Dalgliesh observó:

– Si las fibras coinciden, podremos demostrar que Carling estuvo ayer por la noche en la cabina de la lancha. La inferencia obvia es que murió allí. Ciertamente, es un plan juicioso por parte del asesino: pudo esperar con el cadáver oculto hasta que no hubiera nadie en el río y elegir el momento de atarla a la barandilla sin ser observado. Pero, aunque las fibras la relacionen con la lancha, eso no significa que también la relacionen con el asesino. Tendremos que recoger los abrigos y chaquetas de todos los sospechosos que estuvieron en la escena del crimen y enviarlos al laboratorio. ¿Se encargará usted de hacerlo, Daniel?

– ¿Incluso los de Mandy Price y Bartrum?

– Todos.

– Ahora sólo nos falta encontrar el menor rastro de fibra rosa en alguna de las chaquetas -intervino Kate.

– No sólo eso -objetó Dalgliesh-. Hay una complicación, Kate: casi todos podrán alegar que se arrodillaron junto al cadáver de Esmé Carling, incluso que lo tocaron. La presencia de una fibra en su ropa puede explicarse de más de una manera.

Daniel añadió:

– ¿Y qué apostamos a que ese asesino sabía condenadamente bien lo que estaba haciendo? Estoy seguro de que se quitó la chaqueta antes de acercarse a su víctima y luego se aseguró condenadamente bien de que estaba limpio.

54

Mandy tenía intención de llegar temprano al trabajo a la mañana siguiente, pero, con gran asombro por su parte, al despertar descubrió que había dormido demasiado y que ya eran las nueve menos cuarto. Y muy probablemente habría seguido durmiendo si Maureen y Mike no se hubieran enzarzado en una de sus discusiones sobre la disponibilidad y el estado del cuarto de baño; como de costumbre, Maureen gritaba desde lo alto de la escalera y Mike le respondía vociferando desde la cocina. Al cabo de un minuto sonó un golpe en la puerta de su dormitorio, seguido inmediatamente de la irrupción de Maureen. Estaba claro que tenía uno de sus días malos.

– Mandy, esa puñetera moto que tienes ocupa toda la entrada. ¿Por qué no la dejas en el patio delantero como hace todo el mundo?

Era una queja perenne. La indignación despertó a Mandy al instante.

– Porque algún gilipollas me la robaría, por eso la meto dentro. Y la moto se queda dentro. -Luego añadió malhumorada-: Supongo que es demasiado esperar que el cuarto de baño esté libre.