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– Está libre, si no te importa que esté hecho una mierda. Mike lo ha dejado asqueroso, como siempre. Si quieres bañarte, tendrás que limpiarlo tú misma. Y encima se ha olvidado de que esta semana le tocaba a él comprar papel higiénico. No sé por qué siempre he de ser yo la que piense en todo y haga todo el trabajo en esta casa.

Evidentemente, iba a ser uno de esos días. Ni Maureen ni Mike estaban en casa cuando Mandy llegó la noche anterior. Había subido a acostarse, aunque había intentado permanecer despierta, atenta al ruido de la puerta, deseosa de explicarles lo sucedido. Pero no había podido ser. Pese a sus esfuerzos, se había dormido. Y antes de estar vestida oyó dos violentos portazos en rápida sucesión. Se habían marchado, y Maureen ni siquiera se había molestado en preguntarle por qué no había vuelto al pub.

Las cosas no mejoraron cuando llegó a Innocent House. Esperaba ser la primera en dar la noticia, pero eso ya era imposible. Los socios habían llegado todos temprano. George, que estaba ocupado atendiendo una llamada, le dirigió una desesperada mirada de súplica al verla entrar, como si cualquier ayuda hubiera de ser bien recibida. Era evidente que la noticia se había extendido más allá de Innocent House.

– Sí, me temo que es verdad… Sí, parece que se trata de un suicidio… No, lo lamento pero no conozco los detalles… Todavía no sabemos cómo murió… Lo siento… Sí, ha venido la policía… Lo siento… No, la señorita Etienne no puede ponerse en este momento… No, el señor De Witt tampoco está libre. Si quiere que le llame alguno de ellos… No, lo siento. No sé cuándo estarán disponibles.

Colgó el auricular y comentó:

– Uno de los autores del señor De Witt. No sé cómo se ha enterado de la noticia. Quizás ha llamado a publicidad y Maggie o Amy se lo han dicho. La señorita Etienne me ha encargado que diga lo menos posible, pero no es fácil. La gente no se da por satisfecha con lo que yo les digo. Quieren hablar con alguno de los socios.

Mandy replicó:

– Yo no perdería el tiempo con ellos. Dígales: «Se equivoca de número», y cuelgue. Si insiste, ya verá como enseguida se cansan.

El salón estaba vacío. La casa parecía extrañamente distinta, extrañamente silenciosa, como si estuviera de luto. Mandy esperaba encontrarse a la policía en la oficina, pero no había ninguna señal de su presencia. En su despacho, la señorita Blackett se hallaba sentada ante el ordenador, mirando la pantalla como si estuviera hipnotizada. Mandy nunca la había visto tan desmejorada: estaba muy pálida y su rostro parecía haberse convertido de pronto en el de una anciana.

Mandy le preguntó:

– ¿Se encuentra usted bien? Tiene muy mala cara.

La señorita Blackett se esforzó por mantener la dignidad y el dominio de sí.

– Pues claro que no me encuentro bien, Mandy. ¿Cómo va a encontrarse bien alguno de nosotros? Es la tercera muerte que se produce en dos meses. Es espantoso. No sé qué le está ocurriendo a la empresa. Desde que murió el señor Peverell, nada ha vuelto a ir bien en la Peverell Press. Y me extraña que puedas estar tan animada; después de todo, la encontraste tú.

Parecía al borde del llanto. Pero había algo más: la señorita Blackett tenía miedo. Mandy casi podía oler su terror.

– Sí, bueno, lamento que haya muerto, claro -respondió con desasosiego-. Pero no es lo mismo que si la conociera, ¿verdad? Y además, ya era vieja. Y se lo hizo ella misma. Fue su elección. Debía de querer morir. Quiero decir que no es como la muerte del señor Gerard.

La señorita Blackett, con el rostro enrojecido, exclamó:

– ¡No era vieja! ¿Y qué si lo era? ¡Los viejos tienen tanto derecho a vivir como tú!

– No he dicho que no lo tengan.

– Es lo que has dado a entender. Deberías pensar más antes de hablar, Mandy. Has dicho que era vieja y que su muerte no tenía importancia.

– No he dicho que no tuviera importancia.

Mandy tenía la sensación de estar hundiéndose en un remolino de emociones irracionales que no podía comprender ni controlar. Y en aquel momento se dio cuenta de que la señorita Blackett estaba a punto de romper a llorar. Experimentó un gran alivio cuando se abrió la puerta y entró la señorita Etienne.

– Ah, estás aquí, Mandy. No sabíamos si te veríamos hoy. ¿Te encuentras bien?

– Sí, gracias, señorita Etienne.

– Parece ser que la semana que viene andaremos bastante escasos de personal. Supongo que tú también querrás marcharte en cuanto se desvanezca la emoción inicial.

– No, señorita Etienne, me gustaría quedarme. -Y en un destello de inspiración financiera, añadió-: Si parte del personal se marcha y hay que hacer más trabajo, creo que me correspondería un aumento de sueldo.

La señorita Etienne le dirigió una mirada que a Mandy le pareció más cínica y divertida que de desaprobación. Tras una pausa de unos segundos, respondió:

– Muy bien. Hablaré con la señora Crealey. Diez libras más por semana. Pero el aumento no es una recompensa por no marcharte. No sobornamos al personal para que trabaje en la Peverell Press ni cedemos al chantaje. Lo recibirás porque tu trabajo lo merece. -Se volvió hacia la señorita Blackett-. Es probable que esta tarde venga la policía. Puede que quieran utilizar otra vez el despacho del señor Gerard, es decir, mi despacho. De ser así, me instalaría en el piso de arriba con la señorita Frances.

Cuando se hubo retirado, Mandy preguntó:

– ¿Por qué no pide usted también un aumento? Tendremos una sobrecarga de trabajo si no contratan a algunos sustitutos, y eso puede llevar algún tiempo. Es lo que decía usted antes: tres muertes en dos meses. La gente se lo pensará dos veces antes de aceptar un empleo aquí.

La señorita Blackett había empezado a teclear, la vista fija en su libreta de taquigrafía.

– No, gracias, Mandy. Yo no me aprovecho de mis jefes en su hora de necesidad. Tengo algunos principios.

– Ah, bien, supongo que puede permitírselos. A mí me parece que se han estado aprovechando de usted durante veintitantos años, pero, en fin, usted verá. Voy a telefonear a la señora Crealey y luego haré el café.

Mandy había intentado hablar con la señora Crealey antes de salir de casa, pero su llamada no había obtenido respuesta. Esta vez sí la obtuvo, y Mandy dio la noticia sucintamente, ateniéndose a los hechos escuetos y omitiendo toda referencia a sus propias emociones. En presencia de la señorita Blackett, que escuchaba con represiva desaprobación, era prudente ser lo más breve y desapasionada posible. Los detalles podían esperar hasta su sesión de la tarde en el nido.

– He pedido un aumento -le anunció-. Me pagarán diez libras más por semana. Sí, eso mismo he pensado yo. No, he dicho que me quedaría. Esta tarde iré a la agencia en cuanto termine de trabajar y ya hablaremos.

Colgó el auricular. Era un síntoma del extraño humor de la señorita Blackett, pensó, que se hubiera abstenido de recordarle que no debía utilizar el teléfono de la oficina para sus llamadas personales.

En la cocina encontró más gente de la que normalmente solía haber antes de las diez. Los empleados que preferían prepararse su café de la mañana antes que pagar un tanto semanal por el brebaje del mismo nombre que servía la señora Demery, pocas veces aparecían hasta pasadas las once. Mandy se detuvo ante la puerta y oyó el rumor amortiguado de varias voces. Cuando abrió, la charla se interrumpió al instante y todos volvieron la cabeza con expresión culpable, pero al ver que era ella la recibieron con alivio y una halagadora atención. La señora Demery estaba allí, naturalmente, y también Emma Wainwright, la anoréxica ex secretaria personal de la señorita Etienne, que ahora trabajaba para la señorita Peverell, junto a Maggie FitzGerald y Amy Holden de publicidad, el señor Elton de derechos y contratos, y Dave, del almacén, que por lo visto había venido del número 10 con la excusa poco convincente de que en el almacén se habían quedado sin leche. Se percibía un intenso olor a café y alguien se había preparado unas tostadas. En la cocina reinaba un acogedor ambiente de conspiración, pero incluso allí Mandy notó la presencia del miedo.